Sólo al crear al hombre –su creatura predilecta–, Dios se explayó un poco más: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra…» (Gn. 2, 26). Así nació la humanidad; miles de millones de personas, que establecerían entre sí infinitas relaciones.
Las sociedades civilizadas se han esmerado en normar, hasta donde es posible, esas relaciones. Prueba de ello son los amplísimos y diversificados códigos legales que existen en tantos países.
Dios, en cambio, nos ofrece una admirable síntesis. Toda su ley cabe en un solo mandato: amar. El amor sintetiza todo el deber que exige vivir como humanos.
En el fondo, no sorprende. Dios Amor es nuestro origen y destino. No podía ser otro el camino a recorrer para ir de un extremo al otro: amar.
Amar con todo
Esta única regla que Dios nos dejó, conceptualmente tan simple, nos abarca totalmente. Es una tarea que brota de nuestra esencia. Dios nos hizo para amar con todo lo que somos. Por lo mismo, no puede pedirnos menos.
Por lo demás, sólo amando totalmente se ama en realidad. De ahí que Jesús retome y complete el primer mandamiento de la Ley del Antiguo Testamento: «El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc. 12, 29 – 30).
Con todo tu corazón
El corazón, en lenguaje bíblico, es el centro de la persona. Más específicamente, es su núcleo afectivo. En él hunden sus raíces todos los amores. Amar a Dios con todo el corazón significa no permitir que Él tenga rivales dentro de nosotros.
Ahora bien, el amor a Dios no excluye otros amores legítimos –al esposo/a, a los hijos, a los amigos, etc.–. Pide, más bien, que se integren, injerten y vivifiquen en el único y supremo amor a Dios.
Por eso el segundo mandamiento es semejante al primero. Semejante no significa “parecido”. Significa que es, en el fondo, un mismo amor. El amor de Dios es el horizonte da relieve y significado a todos nuestros amores. El amor a los demás por amor a Dios queda no sólo justificado sino también elevado, engrandecido, fortalecido.
Hay, sin embargo, amores rivales de Dios. Hay que purificar constantemente nuestro corazón de esos amores. Porque, en realidad, son “falsos amores”. Todo amor que no pueda ser reconducido al amor a Dios es un falso amor, una idolatría, un “falso dios”.
Y uno no puede ser monoteísta de religión y politeísta de corazón.
Con toda tu mente
El pasaje evangélico de hoy inicia con las célebres palabras del antiguo pueblo judío: «Shemá, Israel…» –es decir, «Recuerda, Israel...» (Dt. 6, 4). ¿Qué debía recordar? Que «el Señor es uno».
El monoteísmo fue distintivo de Israel frente a los demás pueblos. Fue el pilar de su sabiduría y de su fuerza como nación santa, consagrada a Dios. La expresión «Shemá Israel» no era ocasional. La recordaban siempre, como les pedía la Biblia: «Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (Deut. 6, 7).
Ése era también el sentido de las filacterias: llevaban este versículo escrito en tiras de piel atadas al brazo izquierdo o en la frente, para no olvidarlo jamás. Como las actuales “muñequeras” o pulseras de tela o plástico que hoy muchos llevan con algún mensaje.
Amar a Dios con toda la mente significa, ante todo, recordar a Dios; es decir, volver a Él constantemente con el pensamiento.
Quien ama a Dios con toda la mente hace de Él la idea madre de sus pensamientos, ideas y ocurrencias; la Verdad que fundamenta sus convicciones y certezas; la Luz que ilumina su vida –sobre todo cuando reina la oscuridad o la confusión–.
Con toda tu alma
Alma y espíritu, en una correcta antropología, no son lo mismo. Si bien es cierto que en el hombre coinciden.
El “alma” es lo que anima, lo que vivifica, nuestro ser; o, con otras palabras, lo que está dentro o debajo de nuestro ser y obrar. Así como el corazón es el núcleo afectivo de la persona, el alma es su motor; ahí donde hunden sus raíces todas las motivaciones.
Amar al Señor con toda el alma significa hacer de Él la motivación fundamental de todo nuestro obrar: “Lo hago por Él”.
Aquí entra un elemento espiritual importantísimo: nuestra capacidad de ofrecimiento. Amar a Dios con toda el alma es ofrecérselo todo a Él. Desde el bautismo, todos somos sacerdotes. Es decir, fuimos habilitados para ofrecerlo todo a Dios en sacrificio de alabanza.
La palabra “sacrificio” no significa necesariamente “sufrimiento”. Significa, etimológicamente, “hacer sagrado” algo (“sacrum – facere”). Amar a Dios con toda el alma significa darle un valor sagrado a todo lo que somos y hacemos al “transformarlo” en ofrenda agradable a Dios en virtud de nuestro sacerdocio bautismal. Todo lo que se ofrece a Dios se convierte, así, en sacrificio.
San Pablo lo entendió perfectamente: «Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (Rm. 10, 31).
Con todas tus fuerzas
“Fuerza” significa potencia, capacidad para... Según la filosofía clásica, las potencias son facultades del hombre. Típicamente se habla de potencias corporales (sensibilidad, emotividad, etc.) y de potencias espirituales o superiores (inteligencia y voluntad).
Amar a Dios con todas las fuerzas significa amarlo con toda nuestra capacidad de amar. Ante todo, con nuestra voluntad; es decir, con nuestra decisión de amarlo.
Dios es Espíritu, dice san Juan. Como tal, no impacta directamente nuestra sensibilidad. Pero sí nuestra inteligencia y nuestra voluntad.
Por eso, el amor a Dios es, ante todo, un acto de voluntad. Si hay además repercusiones emotivas o sensibles, qué mejor. Pero si éstas faltan, no significa que no haya amor.
Ahora bien, Dios se encarnó en Cristo. Y Cristo, a su vez, se “encarnó” en nuestro prójimo. Nuestra sensibilidad y nuestra emotividad tienen mucho que hacer en el amor a Dios a través de nuestro prójimo.
Porque las personas que nos rodean sí impactan nuestra sensibilidad y nuestra emotividad. Amar a Dios con todas nuestras fuerzas supone un amor real y concreto a nuestro prójimo. Un amor que se traduce en tiempo dedicado, palabras de afecto, detalles de cariño, ayuda concreta y hasta contacto físico.
Amar a Dios con todas nuestras fuerzas es amar en concreto; es traducir el amor a Dios a un lenguaje de carne y hueso.
La mujer que amó a Dios con todo
El precepto del amor, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas, nadie lo ha cumplido cabalmente. Sólo María. Nosotros siempre tenemos áreas de oportunidad en el amor. Encomendémonos a Ella para que, por lo menos, nuestro amor crezca y se acerque poco a poco a esa totalidad que Dios nos pide.
(fuente: www.la-oracion.com)
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