- La guarda de la vista.
- En medio del mundo, sin ser mundanos.
- Un cristiano no asiste a lugares o espectáculos que desdicen de su condición de discípulo de Cristo.
I. Llegó Jesús a Betsaida con sus discípulos, y enseguida le llevaron un ciego para que lo tocara.
El Señor tomó de la mano al ciego y lo sacó fuera de la aldea, y allí
hizo lodo con saliva y lo puso en sus ojos; a continuación le impuso las
manos y le preguntó si veía algo. El ciego, alzando la mirada, dijo: Veo a los hombres como árboles que andan. Y después de imponerle de nuevo las manos, el ciego comenzó a ver, de manera que veía con claridad todas las cosas1.
Las
curaciones del Señor solían ser instantáneas. Esta, sin embargo, tuvo
un pequeño proceso, porque quizá la fe del ciego al comienzo era débil, y
Jesús quería curar a la vez alma y cuerpo2. Ayudó a este
hombre, al que con tanta piedad tomó de la mano, para que su fe se
fortaleciera. Pasar de no tener luz alguna a ver algo borroso ya era
algo, pero el Maestro quería darle una mirada clara y penetrante para
que pudiera contemplar las maravillas de la creación. Muy probablemente,
lo primero que vio con claridad aquel ciego fue el rostro de Jesús, que
le miraba complacido.
Lo sucedido con este
hombre ciego para las cosas materiales nos puede servir para considerar
la ceguera espiritual; con frecuencia nos encontramos a muchos ciegos
espirituales que no ven lo esencial: el rostro de Cristo, presente en la
vida del mundo. El Señor habló muchas veces de este tipo de ceguera,
cuando decía a los fariseos que eran ciegos3 o cuando se refería a quienes tienen los ojos abiertos pero no ven4.
Es un gran don de Dios mantener la mirada limpia para el bien, para
encontrar a Dios en medio de los propios quehaceres, para ver a los
hombres como hijos de Dios, para penetrar en lo que verdaderamente vale
la pena..., incluso para contemplar, junto a Dios y desde Dios, la
belleza divina que dejó como un rastro en las obras de la creación. Por
otra parte, es necesario tener la mirada limpia para que el corazón
pueda amar, para mantenerlo joven, como Dios desea.
Muchos
hombres no están ciegos del todo, pero tienen una fe muy débil y una
mirada apagada para el bien, que apenas vislumbran en el horizonte de su
vida. Estos cristianos apenas se dan cuenta del valor de la presencia
de Cristo en la Sagrada Eucaristía, el inmenso bien del sacramento de la
Penitencia, el valor infinito de una sola Misa, la belleza del celibato
apostólico... Les falta limpieza de alma y una mayor vigilancia en la
guarda de los sentidos –que son como las puertas del alma–, y de modo
particular de la vista.
El alma que comienza a
tener vida interior aprecia el tesoro que lleva en su corazón y cada día
evita con más esmero la entrada en el alma de imágenes que
imposibiliten o entorpezcan el trato con Dios. No se trata de «no ver»
–porque necesitamos la vista para andar en medio del mundo, para
trabajar, para relacionarnos–, sino de «no mirar» lo que no se debe
mirar, de ser limpios de corazón, de vivir sin rarezas el necesario
recogimiento. Y esto al ir por la calle, en el ambiente en el que nos
movemos, en las relaciones sociales.
Mirada limpia no solo en aquello
que se refiere directamente a la lujuria –que ciega para los bienes
sobrenaturales, e incluso para los auténticos valores humanos–, sino en
otros campos que también caen dentro de la «concupiscencia de los ojos»:
afán de poseer ropas, objetos, determinadas comidas o bebidas... La
lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo
estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en
tinieblas5.
¡Qué pena si alguna
vez –por no haber sido delicadamente fieles en esta materia– en vez de
ver el rostro de Cristo con claridad vislumbráramos solo una imagen
desdibujada y lejana! Examinemos hoy en nuestra oración cómo vivimos esa
«guarda de la vista», tan necesaria para la vida sobrenatural, para ver
a Dios. Quien no tiene esa mirada limpia, su visión es borrosa y
frecuentemente deforme.
II. El cristiano ha de
saber –poniendo los medios necesarios– quedar a salvo de esa gran ola de
sensualidad y consumismo que parece querer arrasarlo todo. No tenemos
miedo al mundo porque en él hemos recibido nuestra llamada a la
santidad, ni tampoco podemos desertar, porque el Señor nos quiere como
fermento y levadura; los cristianos «somos una inyección intravenosa
puesta en el torrente circulatorio de la sociedad»6. Pero estar en medio del mundo no quiere decir ser frívolos y mundanos: no te pido que los saques del mundo -pidió Jesús al Padre-, sino que los preserves del mal7.
Debemos estar vigilantes, con una auténtica vida de oración y sin
olvidar que las pequeñas mortificaciones –y las grandes, cuando lleguen y
cuando el Señor las pida– han de mantenernos siempre en guardia, como
el soldado que no se deja vencer por el sueño, porque es mucho lo que
depende de su vigilia.
Los Apóstoles alertaron a
quienes se convertían a la fe para que vivieran la doctrina y la moral
de Cristo, en un ambiente pagano bastante parecido al que en estos
tiempos nos rodea8. Si alguno no luchara de una manera
decidida sería arrastrado por ese clima de materialismo y de
permisivismo. Incluso en los países de honda tradición cristiana es
patente cómo se han extendido modos de vivir y de pensar en oposición
abierta con las exigencias morales de la fe cristiana y hasta de la
misma ley natural.
Los propagadores del nuevo
paganismo han encontrado un eficaz aliado en esas diversiones de masas,
que ejercen un gran influjo en el ánimo de los espectadores. Con mayor
abundancia en los últimos años, proliferan estos espectáculos que, bajo
las más variadas excusas o sin excusa alguna, fomentan la concupiscencia
y un estado interior de impureza que da lugar a muchos pecados internos
y externos contra la castidad. A un alma que viviera en ese clima
sensual le sería imposible seguir a Cristo de cerca... y quizá tampoco
de lejos. No es raro que, junto a la procacidad e impureza en la forma o
en el fondo, esas representaciones traten de ridiculizar la religión y
las verdades más santas del Cristianismo, y hagan alarde de
irreligiosidad y de ateísmo, con un lenguaje blasfemo o unas actitudes
irreverentes.
Los Santos Padres utilizaron en su
predicación palabras duras para apartar a los primeros cristianos de
los espectáculos y diversiones inmorales9. Y aquellos fieles
supieron prescindir –con soltura, porque así lo pedían los nuevos
ideales que habían encontrado al conocer a Cristo– de los esparcimientos
que podían desdecir de su afán de santidad o poner en peligro su alma,
hasta el punto de que, no pocas veces, los paganos se daban cuenta de la
conversión de un amigo, de un pariente o de un vecino porque dejaba de
asistir a aquellos espectáculos10, poco coherentes o abiertamente opuestos a la delicadeza de conciencia de una persona que ha encontrado en su vida a Cristo.
¿Ocurre
con nosotros algo semejante? ¿Sabemos cortar con diversiones, o dejamos
de asistir a lugares que desdicen de un cristiano? ¿Cuidamos la fe y la
santa pureza de los hijos, de los hermanos más pequeños, por ejemplo
cuando un programa de televisión es inconveniente? Pidamos al Señor una
delicada conciencia para apartar con firmeza, sin titubeos, lo que nos
separe de Él o enfríe nuestro afán de seguirle.
III. El Cristianismo no ha cambiado: Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre11,
y nos pide la misma fidelidad, fortaleza y ejemplaridad que pedía a los
primeros discípulos. También ahora deberemos navegar contra corriente
en muchas ocasiones; y pueden darse situaciones que quizá nuestros
amigos no entiendan en un primer momento, pero que frecuentemente son el
primer paso para acercarlos al Señor y para que se decidan a vivir una
honda vida cristiana.
Nuestra lealtad con Dios
nos ha de llevar a evitar las ocasiones de peligro para el alma. Por
esto, antes de ver la televisión o de acudir a una diversión hay que
tener la seguridad de que no será ocasión de pecado. En la duda debemos
prescindir de esos entretenimientos, y si –por estar mal informados– se
asistiera a un espectáculo que desdice de la moral, la conducta que
sigue un buen cristiano es levantarse y marcharse: si tu ojo derecho te es ocasión de escándalo, arráncatelo y tíralo lejos de ti12.
No asistir o marcharse, sin miedo a «parecer raros» o poco naturales,
pues lo poco natural en un seguidor de Jesucristo es precisamente lo
contrario.
Para vivir como verdaderos cristianos
debemos pedir al Señor la virtud de la fortaleza, de no transigir con
nosotros mismos y saber hablar con claridad a los demás, sin miedo al qué dirán,
aunque parezca que no van a entender lo que les decimos. Las palabras,
acompañadas del ejemplo y de una actitud llena de seguridad y de
alegría, les ayudarán a comprender y a buscar una vida más firme, una
mejor formación. Y si alguno objetara que está inmune al influjo de esas
diversiones, cuando sea oportuno le podremos recordar cómo, de modo
imperceptible, se va creando en el alma una corteza que impide el trato
con Dios y la delicadeza y respeto que exige todo amor humano verdadero.
Cuando alguien dice que no le hace daño asistir a esos lugares o ver
esos programas, quizá es señal precisamente de que él necesita más que
otros abstenerse de ellos. Posiblemente tiene ya el alma endurecida y
los ojos nublados para el bien.
Además de no
asistir, de no contribuir ni con una sola moneda al mal, y poner de su
parte, cada uno según sus posibilidades, los medios para evitarlo, los
cristianos deben contribuir positivamente a que existan espectáculos y
diversiones sanas y limpias que sirvan para descansar del trabajo, para
relacionarse y conocerse, para cultivar amenamente el espíritu, etc.
San
José, fiel a su vocación de custodio y protector de Jesús y de María,
los amó con amor purísimo. Pidámosle hoy que sepamos nosotros, con
fortaleza, poner los medios que sean necesarios para poder contemplar a
Dios con una mirada clara y penetrante; que sepamos amar a las criaturas
con hondura y limpieza, según la peculiar vocación recibida de Dios.
1 Cfr. Mc 8, 22-26. — 2 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985, nota a Mc 8, 22-26. — 3 Mt 15, 14. — 4 Cfr. Mc 4, 12; Jn 9, 39. — 5 Mt 6, 22-23. — 6 San Josemaría Escrivá, Carta 19-III-1934. — 7 Jn 17, 15. — 8 Cfr. Rom 13, 12-14. — 9 Cfr. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 6, 7. — 10 Cfr. Tertuliano, Sobre los espectáculos, 24. — 11 Cfr. Heb 13, 8. — 12 Mt 5, 29.
(fuente: www.meditaciondiaria.com.ar)
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