La importancia del silencio y las palabras como espacios para descubrir la verdad. Por J. L. Martín Descalzo.
Le han preguntado a Georg Solti, el gran director de orquesta, qué es para él el silencio. Y ha respondido: "Todo.
El silencio lo es todo. No podría pensar ni vivir si hay ruido.
Necesito absoluta tranquilidad para trabajar; pero, sobre todo, para
vivir." ¡Qué gran verdad! Pero ¿cómo conseguir ese silencio cuando
hemos tenido la terrible desgracia de vivir en la época más ruidosa de
la historia?
Te subes a un taxi y tienes casi siempre
la mala suerte de que el taxista lleve la radio a todo trapo. Abres la
ventana de tu casa y te invade el fragor de automóviles como una ola de
ruidos. No digamos si entras en una discoteca: las veces que tuve que
hacerlo salí con la cabeza como un bombo, aturdido y sordo. Incluso los
lugares de trabajo se han vuelto espantosos. ¡Si hasta los niños, que
cuando les dejamos a su naturaleza son tranquilos y silenciosos, se han
vuelto histéricos y necesitan gritar cada vez más para llamar la
atención en un mundo en el que parece que todo lo importante hay que
hacerlo a gritos!
Thomas Merton, el trapense, que sabía un rato de silencio, escribió una vez palabras terribles: "El
estrépito, la confusión, el griterío continuo de la sociedad moderna
son la expresión visible de sus mayores pecados: su ateísmo, su
desesperación. Por eso los cristianos que se asocian a ese ruido, que
entran en la Babel de lenguas, se convierten, en cierto modo, en
desterrados de la ciudad de Dios."
Sí, eso me siento yo muchas veces: un
exiliado de la soledad, un desterrado del paraíso del silencio. Y lo
digo aun sabiendo que yo soy una especie de profesional de la palabra.
De palabras vivo, a palabras me dedico.
Pero sé muy bien que hay que estimar el silencio precisamente por amor a
la palabra, porque sólo en el silencio las palabras se van volviendo
esenciales; y ¡pobres de las palabras que no fueron arropadas, acunadas
en un largo silencio! Si, en realidad, dijéramos sólo las cosas que
hemos comprendido de veras, tendríamos muy pocas que decir. Y ¿dónde
comprenderlas sino en la rumia silenciosa de horas aparentemente vacías?
No es lo malo la palabra. Lo malo es el
ruido, el griterío, el parloteo de toda esa gente que habla, rebulle, se
agita, porque tiene miedo de descubrir en el silencio cuán vacíos
están. Lo dice estupendamente el verso que he puesto como título a mi
artículo ("El mundo es ruidoso y mudo"), cuyo autor no logro recordar.
Porque no es que el mundo -la gente- hable: simplemente articula sonidos
que nada dicen, porque nada tienen que decir.
Pero tal vez lo más grave sea
preguntarse si el hombre contemporáneo no habrá perdido ya toda
capacidad de guardar silencio. ¿No es cierto que el primer gesto que la
mayoría de nosotros hace al entrar en su casa es enchufar el
televisor, la radio o la computadora? ¿No nos sentimos aterradoramente
solos en una casa silenciosa? ¿No necesita la gente llevarse el ruido al
campo porque ni allí soporta el silencio y la soledad? Y aun cuando, en
raras ocasiones, buscamos el silencio, ¿no nos llevamos dentro todo el
ruido de nuestras pasiones, de nuestras preocupaciones, toda la marejada
de nuestros deseos?
Ya es difícil conseguir el silencio de
la lengua y de los oídos. Casi imposible lograr el silencio de la
imaginación y de las ambiciones. Milagroso entrar desnudos en nuestra
alma desnuda, para encontrarnos allí con nosotros mismos, con la
realidad de la vida, con Dios. Porque el verdadero silencio sólo se
vuelve fecundo cuando permite un ahondamiento de la conciencia, un
encuentro con lo más intenso de nosotros mismos.
¡Qué envidia siento hacia esas pocas
profesiones que aún exigen el silencio mientras se realizan: los médicos
en los quirófanos (aunque también en ellos he visto ahora poner música,
afortunadamente clásica, que puede ser una forma de ahondar el
silencio), los verdaderos artistas a los que con justa razón se llama
creadores, los grandes investigadores... y pocos más! Me pregunto a
veces si no deberíamos incluir el ruido en la lista de los pecados.
Aunque quizá sea un pecado que tiene el castigo en sí mismo: porque va
convirtiendo este mundo en un infierno provisional.
Extraído de "Razones para la alegría"
(fuente: www.yocreo.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario