He vacilado mucho en decidirme a escribir
estas páginas, aunque hacía unos meses que el
título se me había impuesto. La
vacilación se debía a que no sabía
qué género asignarles.
¿Debía compartir una experiencia
de oración que forzosamente había de tener
connotaciones personales, y por tanto
autobiográficas, o convenía escribir un libro
de carácter más bien general sobre la
oración incesante, según las palabras de
Lucas?
La cuestión era para mí
más crucial porque acababa de someterme a una segunda
intervención quirúrgica y me sentía
incierto sobre mi porvenir.
En aquel momento sentía el deseo de dar
a conocer "la esperanza que llevaba dentro" y decirles a mis
hermanos por qué había deseado consagrar toda
mi vida a la oración. Al mismo tiempo están
también las palabras de Jesús que llaman la
atención de sus discípulos sobre la necesidad
de mantener su oración en secreto y oculta, a pesar
de que en otra parte afirma que hay que poner la
lámpara sobre el candelero a fin de que los que
entran vean la luz. Y añade: Porque nada hay
oculto que no sea descubierto, ni secreto que no sea
conocido y puesto en claro (Lc 8,17).
Como siempre en caso de duda, no sabiendo
dónde encontrar la luz, he recurrido a lo que hago
habitualmente: "mi oración", a fin de recibir de lo
alto la decisión que he de tomar. Como san Ignacio,
he dirigido numerosas oraciones a la Santísima
Trinidad y a cada una de sus personas. He rezado mucho
también a la virgen María en el rosario, con
la absoluta seguridad de que ella se dignaría
escucharme no obstante mis muchos pecados. Poco a poco se ha
hecho la luz, y he sentido que había llegado el
momento de escribir. No por ello se había desvanecido
la vacilación; no obstante, veía lo que
debía decir, que tenía tanto de testimonio
como de enseñanza.
Ante todo me pareció que las palabras
de Lucas citadas como lema contenían la clave de mi
existencia. Varias veces, al recitar el oficio del tiempo
ordinario habían calado en mí cuando las
leía antes del salmo 53 (martes de la 2ª. semana
a mitad del día). ¿Y no hará justicia
Dios a sus elegidos, que claman a él día y
noche? (Lc 18,7). ¡De ahí había
nacido el título!
Estaba persuadido de que debía contarme
entre los hombres que claman a Dios día y noche. Lo
mismo hubiera podido decir -y me sentía ahí
más en lo cierto-: ¿No tendrá Dios
misericordia de los pecadores que claman a él
día y noche? Pues sentía que era pecador y
que tenía necesidad de misericordia más que de
justicia. Al mismo tiempo, el final del texto me daba
aún más la clave de mi vocación a la
oración, pues sentía que era más
urgente todavía interceder por todos mis hermanos los
hombres, a fin de que el Hijo del hombre encuentre fe cuando
vuelva a la tierra.
UN ITINERARIO
Esta llamada a interceder por mis hermanos, y
en especial por todos los hombres, data sólo de hace
unos años. Si hubiera de resumir en unas
líneas la andadura de mi oración y, por tanto,
esbozar la historia de mi vida, pues mi oración se
confunde con mi existencia, diría que al principio,
en los años de la infancia, me sentí
atraído sobre todo por las "cosas religiosas". Luego,
muy pronto, en la adolescencia y durante mi vida de
profesor, fue el aspecto de la vida solitaria lo que me
fascinó. Había leído por entonces La
vida oculta en Dios, de Robert de Langeac, y me
había reconocido en aquel hombre que quería
ser una persona de oración y orar por las almas
interiores.
Cuando miro hoy, en la perspectiva del tiempo,
mi entrada en el seminario, tengo que confesar que fue el
atractivo de la vida de oración mucho más que
el sacerdocio lo que motivó mi vocación. Y no
lo lamento; pues, poco después de mi
ordenación, el Señor, a través de la
Iglesia, me asignó un ministerio que me
permitía orar y enseñar la oración.
Recuerdo, sin embargo, muy bien que, después de mi
primer libro, Aprender a rezar con sor Isabel de la
Trinidad, mi superior me dijo: "Ese no es un estilo de
oración para sacerdotes diocesanos". Y en parte
tenía razón. Pero, ¿qué otra cosa
podía hacer yo si me sentía llamado a aquella
vida de oración según el Carmelo?
Debo reconocer también que los
ejercicios hechos con el padre Laplace (4 días, 8
días, 10 días y 30 días) me iniciaron
en la espiritualidad y en la oración ignaciana,
centrada en la contemplación en la acción. A
ello se debe que todos mis retiros presenten el esquema y la
estructura de los Ejercicios. Mis maestros de
oración han sido sobre todo san Ignacio y los santos
del Carmelo.
LAS HERIDAS
Tampoco aquí quiero entrar en detalles,
pero la extracción de un pulmón y las sesiones
de rayos que siguieron me hicieron sufrir mucho. Comprendo
las palabras de Teresa de Lisieux: "Sufrir pasa, pero haber
sufrido queda". Por no hablar de la angustia moral de quien
ha tenido un cáncer y siente perpetuamente sobre su
cabeza la espada de Damocles. Unas palabras me sostuvieron
durante aquellos meses de prueba; las escribió la
madre Marie-Denyse, antigua superiora general de las
religiosas de la Asunción. Después de haber
pasado varios meses internada en un hospital de Burdeos,
sabía que padecía una leucemia, a la que
sobrevivió aún cuatro o cinco años. En
sus notas escribió: "No se muere de enfermedad, sino
que se muere porque Dios dice: 'Te ha llegado la hora;
ven"'. Teresa de Lisieux dijo unas palabras muy
parecidas.
¿Necesito decir que en aquellos momentos
supliqué? Por lo demás, la súplica se
había convertido en algo instintivo en mí.
Cuando se ha suplicado una vez de veras, es imposible
olvidarlo, aunque ese grito se difumine a veces en los
momentos de calma. Se convierte en nosotros como en una
segunda naturaleza. Más aún, la súplica
se convierte en nuestra misma naturaleza, pues nuestro ser
es orar. Eso debió ser la súplica permanente
de los santos; súplica que franqueó la barrera
del sonido para entrar en la velocidad infinita de la danza
trinitaria. No obstante, deseo hacer aquí una
observación que estimo fundamental: no existe
proporción alguna entre la súplica, ni
siquiera la suscitada por una gran desgracia humana, sea
física o moral, que brota de nuestro corazón y
puede ser permanente, y la súplica que enciende en
nosotros el Espíritu Santo en el momento en que menos
lo pensamos. Pasamos entonces de la tercera velocidad a
directa.
Vivimos entonces una súplica que el hombre
no puede expresar, porque semejante oración no viene
de la tierra, sino del cielo. No es frecuente, ni depende de
nuestra capacidad; es un puro don de Dios. No afirmo que se
la pueda olvidar, pues deja en el corazón una herida,
una quemadura, una nostalgia incurable; pero cuando
desaparece, se vuelve a la súplica humana habitual,
en la que se es un hombre cualquiera, como dice el autor
anónimo del siglo IV. Sólo queda pedirla,
desearla, suspirar por ella, pues no depende de nosotros
hacer que nazca en nuestro corazón la súplica
del Espíritu Santo.
LA ORACIÓN CURA
Después de la operación, la vida
continuó. Hube de abandonar no pocas actividades,
porque estaba singularmente disminuido y no pasaba un solo
día sin sufrir de una cosa o de otra; pero, poco a
poco, se habitúa uno a todo; incluso a sufrir.
Felizmente estaba la oración. Prácticamente no
tenía otra cosa que hacer, y ella constituía
toda mi fuerza y mi sostén.
Repetidas veces me he preguntado incluso si el
Señor no iba a llamarme. Pero he predicado dos
retiros, y en cada momento el Señor me ha dado las
fuerzas necesarias, mostrándome claramente que me
quería aún en este ministerio. Esta
iluminación la he tenido hace un mes durante mi
último retiro.
Vino luego la segunda operación, el 25
de mayo pasado. Ya antes de la operación del
pulmón se había detectado un bocio tiroideo;
pero como no me molestaba, no se le prestó
atención. Un buen día afectó a mis
cuerdas vocales, apagándose mi voz. Se decidió
la intervención. Todo salió bien, a pesar de
mis temores. Así es. La intervención fue un
éxito, pero los inevitables análisis
descubrían algunas células no identificadas,
como dicen elegantemente los laboratorios. Ello movió
a mi cirujano a pedirme un pequeño tratamiento
complementario de rayos, lo que no me encantaba en
absoluto.
Y fue entonces cuando ocurrió un
pequeño milagro, sin hablar de los restantes que me
habían mantenido con vida hasta entonces. Un amigo me
había indicado que el padre Tardif venía para
una jornada de retiro en Nouan-le-Fuzelier. Me fui, pues,
cerca de Orléans: cinco horas de coche para la ida, y
otras tantas para la vuelta en un día.
Participé bajo la lluvia en la asamblea de
oración; no pensaba encontrarme con el padre de tanta
gente como había (cinco mil personas). Mas he
aquí que, después del mediodía, cuando
me dirigía a la plataforma en espera de la segunda
enseñanza sobre la intercesión, que ha
ejercido una gran influencia en mí, me encuentro con
el padre. Había recibido una carta referente a
mí, y sabía de qué se trataba. Me
acogió muy fraternalmente y fue muy bueno
conmigo.
Ya me conocía algo por mis libros,
traducidos al español en Santo Domingo. Le
había gustado El poder de la oración.
Me llevó aparte a la iglesia y rezó por
mí con una oración de alabanzas en lenguas. Yo
permanecí a su lado para la enseñanza y
concelebré la eucaristía, en la que hubo una
solemne oración de curación y muchos testigos.
No me sentía cansado, y era como si todos mis dolores
hubieran desaparecido.
Fue a la vuelta cuando, me parece, se produjo
el milagro. Varias veces había él anunciado
que en la próxima visita al médico se
produciría una señal: el tratamiento previsto
sería inútil. A la semana siguiente
tenía que ir a ver a mi radiólogo para
establecer el tratamiento de rayos. Después de
examinarme, me anunció que los rayos no eran
necesarios, puesto que ya había sido irradiado; no
obstante, me pidió algunos exámenes
complementarios. Me sentía lleno de gozo y de
acción de gracias en aquel momento, pues tocaba con
el dedo el poder del Resucitado. La oración que
salía de mis labios era la de Jesús a
propósito de la resurrección de Lázaro;
pero yo la dirigía a Jesús: Señor
Jesús, te doy gracias porque me has escuchado. Yo
sé bien que tú me escuchas siempre.
Fuera de hechos notables como este, he de
confesar que a menudo (por no decir siempre) he
experimentado el poder de la oración para aliviar el
dolor y el sufrimiento. En los momentos en que todo me
abrumaba, me ponía a rezar (también eso es una
gracia), y terminaba siempre sereno; el sufrimiento
había desaparecido como por ensalmo
En el momento en que escribo estas
líneas tienen lugar los funerales por mi amigo
Jean-Pierre Leclerq (cincuenta y dos años). Le
habían extraído un pulmón hace cuatro o
cinco meses, y en junio se le declaró un tumor en el
cerebro. Le había visitado recientemente y con mucho
pudor y discreción, no me había ocultado su
estado. Este sacerdote era un hombre auténtico,
rebosante de humanidad y de amistad, y al mismo tiempo un
hombre de Dios. Le he invocado anoche y esta mañana,
y he experimentado su presencia y su intercesión,
porque me ha afianzado en mi vocación profunda
dándome la gracia de la oración.
¿QUIÉN ME ENSEÑÓ
A ORAR?
Después de este rodeo
biográfico, es hora de volver a las palabras de
Lucas, que explican mi vida hoy. Sin embargo, era importante
dar este rodeo para comprender cómo el
Espíritu Santo forma a un hombre en la oración
y le hace descubrir en esta oración su
vocación última. A menudo se piensa que basta
ser llamado a la oración, tener el deseo y la
voluntad de orar, para ser hombre de oración. En esto
nos equivocamos rotundamente; son las pruebas sobre todo las
que nos enseñan a orar.
Nunca tocamos suficientemente a fondo la
miseria para clamar a Dios, pues el grito que llega de lo
profundo es siempre escuchado.
Todavía hoy, después de haber
suplicado tanto y de encontrarme en un estado en el que no
tengo más solución de recambio que la
oración, estoy íntimamente persuadido de que
apenas he comenzado a suplicar. Cualesquiera que sean los
gritos de angustia arrancados a nuestro corazón de
piedra, no son nada al lado de lo que el Señor espera
de nosotros en materia de súplica. Con un toque de
humor, casi podríamos decir que ni siquiera hemos
comenzado a suplicar. No soy yo quien lo dice, sino el mismo
Jesús, que amonesta a sus apóstoles con estas
palabras: Hasta ahora no habéis pedido nada en mi
nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestra dicha
sea completa (Jn 16,24).
Pero reconozco también que no
sabría nada de la oración de súplica,
de la que tantos religiosos, e incluso sacerdotes, no
conocen gran cosa, cuando no la critican incluso, si no
hubiera pasado por las pruebas que he experimentado. Y en
este sentido doy gracias a Dios por haberme hecho pasar por
ahí, pues era el único medio de sumirme en la
oración. Una historia que ya he contado en La
oración del corazón permitirá
comprenderlo.
Se trata de Máximo, un joven griego,
que oye la llamada a ir al desierto para realizar las
palabras de Jesús: Hay que orar siempre sin
desfallecer. Se va, y el primer día todo marcha
bien. Se pasa el día rezando el padrenuestro y el
avemaría. Pero se pone el día, oscurece y
comienza a ver surgir formas y brillar ojos en la espesura.
Entonces le invade el miedo, y su oración se hace
más insistente: Jesús, hijo de David, ten
compasión de mi, pecador. Y se duerme. Al
despertarse por la mañana, se pone a rezar como la
víspera; pero, como es joven, siente hambre y sed, y
ha de alimentarse. Entonces comienza a pedir a Dios que le
proporcione alimento; y cada vez que encuentra una baya,
dice: "Gracias, Dios mío". Vuelve la tarde con los
terrores de la noche, y se pone a rezar la oración de
Jesús. Poco a poco se habitúa a los peligros
exteriores: el hambre, el frío y el sol; pero, como
es joven, siente tentaciones de todas clases en su
corazón, en su alma y en su espíritu.
Habituado ya a la lucha, repite la oración de
Jesús. Se suceden los días, los meses y los
años, y también el mismo ritmo de tentaciones,
de oración, de pruebas, de caídas y de
levantarse. Un buen día, al cabo de catorce
años, van a verle sus amigos, y comprueban con
estupefacción que está siempre orando. Le
preguntan: "¿Quién te ha enseñado la
oración continua?". Y Máximo les responde:
"Sencillamente, los demonios".
Al contar esta historia, monseñor
Antoine Bloom decía: "En este sentido, la
oración continua es más fácil en una
vida activa, en la que uno se siente hostigado por todas
partes, que en una vida contemplativa, donde no existen
preocupaciones". Las pruebas, las angustias, los
sufrimientos y los peligros es lo que engendra la
perseverancia, la cual nos impulsa a la oración
incesante.
Pero queda otro paso por dar. Nos puede gustar
rezar, e incluso rezar mucho, como el joven Máximo,
bajo el peso de las tribulaciones y de la gracia; pero de
ahí a ser de los elegidos que claman a Dios
día y noche hay todavía un abismo. El
impulso a hacerlo no proviene de nosotros, sino de una
llamada especial del Espíritu, que, a menudo sin
nosotros saberlo, nos coloca en un estado en el que no se
puede hacer otra cosa que orar. Los que son llamados a ello
actualizan hoy un aspecto muy preciso de la vida de
Jesús: su oración apartada, de noche como de
día, por la mañana antes del alba o entrada la
noche. Lo mismo que otros se sienten llamados a actualizar
su ministerio de anuncio del reino mediante la palabra y los
signos de curación y de liberación realizados
en los enfermos y los posesos. Ningún apóstol
puede pretender reproducir él solo la vida total de
Cristo. El que lo pretendiera no haría nada en
absoluto. Al cristiano adulto se lo reconoce en que,
deseando abarcar lo universal, encuentra la alegría y
el descanso del corazón en limitarse a una tarea
precisa, por ínfima que sea, como lo decía san
Ignacio.
Introducción del libro DÍA Y NOCHE
Ediciones Paulinas. Madrid 1993. Págs. 7-17
(fuente: www.abandono.com)
Ediciones Paulinas. Madrid 1993. Págs. 7-17
(fuente: www.abandono.com)
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