- Cansancio de Jesús. Contemplar su Santa Humanidad.
- Nuestro cansancio no es en vano. Aprender a santificarlo.
- Deber de descansar. Hacerlo para servir mejor a Dios y a los demás.
I. Los
Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que
habían hecho y enseñado. Él les dijo: Venid vosotros solos a un sitio
tranquilo a descansar un poco1. Son palabras del
Evangelio de la Misa, que nos muestran la solicitud de Jesús por los
suyos. Los Apóstoles, después de una intensa misión apostólica, sienten
el natural cansancio y el desgaste de las fuerzas. El Señor se da cuenta
enseguida y cuida de ellos: Se fueron en una barca a un sitio tranquilo y apartado.
En otras ocasiones es Jesús quien se encuentra verdaderamente cansado del camino2
y se sienta junto a un pozo porque no puede dar un paso más. Él sintió
algo tan propio de la naturaleza humana como es la fatiga. La
experimentó en su trabajo, como nosotros cada día, en los treinta años
de vida oculta. En muchas ocasiones, terminaba la jornada extenuado. Los
Evangelistas nos narran cómo, durante una tempestad en el lago, el
Señor se durmió en un extremo de la barca: había pasado todo el día
predicando3; era tan intenso su cansancio que no se despertó a
pesar de las olas. No simuló el Señor que estaba dormido para probar a
sus discípulos; estaba realmente rendido de fatiga.
En
estos momentos de desgaste físico real, Jesucristo está también
redimiendo a la humanidad, y su debilidad debe ayudarnos a sobrellevar
la nuestra y corredimir con Él. ¡Qué gran consuelo contemplar al Señor
agotado! ¡Qué cerca de nosotros está Jesús en esos momentos!
En
el cumplimiento de nuestros deberes, al empeñarnos generosamente en la
tarea profesional, al gastar sin regateos muchas energías en iniciativas
de apostolado y servicio a los demás, es natural que aparezca el
cansancio como un compañero casi inseparable. Lejos de quejarnos ante
esta realidad común a todos, hemos de aprender a descansar cerca de Dios
y ejercitarnos de continuo en esa actitud: «¡Oh, Jesús! —Descanso en
Ti»4, podemos decir muchas veces en nuestro interior, buscando en Él nuestro apoyo.
El
Señor entiende bien nuestra fatiga porque Él pasó por esas situaciones
similares a las nuestras. Nosotros debemos aprender a recuperarnos junto
a Él: Venid a mí -nos dice- todos los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré5.
Nos aligeramos de nuestra carga cuando unimos nuestro cansancio al de
Cristo, ofreciéndolo por la redención de las almas. Nos aliviará cuidar
especialmente de la caridad amable con quienes nos rodean, también si en
esos momentos nos cuesta un poco más. Y nunca debemos olvidar que el
descanso es, a la vez, una situación que hemos de santificar. Esos
momentos de distracción no deben ser parcelas aisladas en nuestra vida,
ni ocasión de permitir alguna compensación egoísta, de buscarse a sí
mismo. El Amor no tiene vacaciones.
II. Jesús se
vale también de los momentos en que toma nuevas fuerzas para remover
las almas. Mientras descansa junto al pozo de Jacob, una mujer se acercó
dispuesta a llenar su cántaro de agua. Esa será la oportunidad que
aprovechará el Señor para mover a esta mujer samaritana a un cambio
radical de vida6.
También nosotros
sabemos que ni siquiera nuestros momentos de fatiga deben pasar en vano.
«Solo después de la muerte sabremos a cuántos pecadores les hemos
ayudado a salvarse con el ofrecimiento de nuestro cansancio. Solo
entonces comprenderemos que nuestra inactividad forzosa y nuestros
sufrimientos pueden ser más útiles al prójimo que nuestros servicios
efectivos»7. No dejemos nunca de ofrecer esos períodos de
postración o de inutilidad por el agotamiento o la enfermedad. Ni en
esas circunstancias dejemos tampoco de ayudar a los demás.
El
cansancio nos enseña a ser humildes y a vivir mejor la caridad.
Advertimos entonces que no lo podemos todo y que necesitamos de los
demás; el dejarse ayudar favorece en gran manera la humildad. A la vez,
como todos nos encontramos más o menos fatigados, comprendemos mejor el
consejo de San Pablo de llevar los unos las cargas de los otros8, entendemos que cualquier ayuda a quienes vemos algo agobiados es siempre una gran manifestación de caridad.
La
fatiga es beneficiosa para alentar el desprendimiento de las muchas
cosas que nos gustaría hacer y a las que no llegamos por la limitación
de nuestras fuerzas. También nos ayuda a crecer en la virtud de la
fortaleza y la correspondiente virtud humana de la reciedumbre, pues es
un hecho que no siempre nos encontraremos en la plenitud de fuerzas y de
salud para trabajar, estudiar, llevar a cabo una gestión dificultosa,
etcétera, que sin embargo hemos de hacer. Una parte no pequeña de estas
virtudes consiste en acostumbrarnos a trabajar cansados o, al menos, sin
encontrarnos físicamente tan bien como nos gustaría estar para
desempeñar esas tareas. Si lo hacemos por el Señor, Él las bendice de
una manera particular.
El cristiano considera la
vida como un bien inmenso, que no le pertenece y que ha de cuidar;
hemos de vivir los años que Dios quiera, habiendo dejado realizada la
tarea que se nos ha encomendado. Y, en consecuencia, por Dios y por los
demás, debemos vivir las normas de prudencia en el cuidado de la propia
salud y de la de aquellos que de alguna manera dependen de nosotros.
Entre estas normas están «los oportunos descansos para distracción del
ánimo y para consolidar la salud del espíritu y del cuerpo»9.
Sujetarse
a un horario, dedicar el tiempo conveniente al sueño, dar un paseo
periódicamente o hacer una excursión sencilla, son medios que conviene
poner, viviendo el orden en nuestra actividad: quizá actuar de otro modo
–si una obligación inaplazable no lo impide– revelaría atolondramiento y
pereza, más dañina en cuanto que con esa actitud estaríamos poniéndonos
voluntariamente en ocasión de que se desmejore la vida interior,
cayendo en el activismo, siendo más propensos a perder la serenidad,
etc. Una persona ordenada encuentra habitualmente el modo de vivir un
prudente descanso, en medio de una actividad exigente y abnegada.
III.
Aprendamos a descansar. Y si podemos evitar el agotamiento, no debemos
dejar de hacerlo. El Señor quiere que cuidemos de la salud, que sepamos
recuperar fuerzas; es parte del quinto mandamiento. El descanso es
necesario para restaurar las energías perdidas y para que el trabajo sea
más eficaz. Y, sobre todo, para servir mejor a Dios y a los demás.
«Pensad
que Dios ama apasionadamente a sus criaturas, y ¿cómo trabajará el
burro si no se le da de comer, ni dispone de un tiempo para restaurar
las fuerzas, o si se quebranta su vigor con excesivos palos? Tu cuerpo
es como un borrico –un borrico fue el trono de Dios en Jerusalén– que te
lleva a lomos por las veredas divinas de la tierra: hay que dominarlo
para que no se aparte de las sendas de Dios, y animarle para que su
trote sea todo lo alegre y brioso que cabe esperar de un jumento»10.
Cuando
se está postrado se tiene menos facilidad para hacer las cosas bien,
como Dios quiere que las hagamos, y también pueden ser más frecuentes
las faltas de caridad, al menos de omisión. San Jerónimo señala con buen
humor: «Me enseña la experiencia que cuando el burro va cansado se
apoya en todas las esquinas».
Se ha dicho que «el descanso no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo»11;
es enriquecimiento interior, ocasión frecuente de un mayor apostolado,
de fomentar la amistad, etc. No se confunde el descanso con la pereza.
Nuestra
Madre la Iglesia se ha preocupada siempre de la salud física de sus
hijos. El Papa Juan Pablo II, comentando el pasaje del Evangelio que nos
narra la estancia y el descanso de Jesús en casa de Marta y de María,
señalaba que el descanso significa dejar las ocupaciones cotidianas,
despegarse de las normales fatigas del día, de la semana y del año. Es
importante que no sea «andar en vacío», que no sea solamente un vacío. A
veces convendrá –decía el Pontífice– ir al encuentro con la naturaleza,
con las montañas, con el mar y con el arbolado. Y por supuesto, siempre
será necesario que el descanso se llene de un contenido nuevo, el que
da el encuentro con Dios: abrir la vista interior del alma a su
presencia en el mundo, abrir el oído interior a su Palabra de verdad12.
Entendemos
bien que no pocas personas dedican períodos de descanso laboral a
pasatiempos y actividades que no facilitan, y que incluso entorpecen en
ocasiones, ese encuentro con Cristo. Lejos de dejarnos arrastrar por un
ambiente más o menos extendido, la elección del lugar de vacaciones, el
programa de un viaje, la actividad de un fin de semana que tengamos
oportunidad de dedicar al descanso debe estar orientada por esta
perspectiva: para el descanso nos sirve la misma norma que para el
trabajo: amar a Dios y al prójimo. Convendrá evitar estar pendiente de
uno mismo, y buscar la unión con el Señor; siempre es tiempo de
preocuparse por los demás, de atenderlos, de ayudarles, de interesarnos
por sus aficiones. Siempre es tiempo de amar. El Amor no admite espacios
en blanco. Jesús descansó por motivos de obediencia a la ley de Moisés,
de exigencias familiares, de amistad o de fatiga..., como cualquier
persona.
Nunca lo hizo por haberse cansado de servir a los demás. Jamás
se aisló y se mostró inasequible, como quien dijese: «¡Ahora me toca a
mí!». Nunca hemos de movernos por miras egoístas; tampoco a la hora de
parar y recuperar fuerzas. En esos momentos también estamos junto a
Dios; no es un tiempo pagano, ajeno a la vida interior.
El
Señor nos deja en el Evangelio de la Misa una muestra muy particular de
amor: preocuparse por la fatiga y la salud de quienes viven a nuestro
lado. Y, junto al pozo de Sicar, extenuado, nos dio un formidable
ejemplo: no dejó pasar la oportunidad de hacer apostolado, de convertir a
la mujer samaritana. Y esto, a pesar de que no había trato entre judíos y samaritanos. Cuando hay amor, ni el agotamiento es excusa para no hacer apostolado.
1 Mc 6, 30-31. — 2 Cfr. Jn 4, 6. — 3 Cfr. Mc 4, 38. — 4 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 732. — 5 Mt 11, 28. — 6 Cfr. Jn 4, 8 ss. — 7 G. Chevrot, El pozo de Sicar, p. 25. — 8 Gal 6, 2. — 9 Conc. Vat. II, Cont. Gaudium et spes, 61. — 10 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 137. — 11 Ídem, Camino, n. 357. — 12 Cfr. Juan Pablo II, Ángelus 20-VII-1980.
(fuente: www.meditaciondiaria.com.ar)
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