Escucha el Señor
bondadosamente las oraciones de sus siervos, pero
sólo de sus siervos sencillos y humildes, como dice
el Salmista: Miró el Señor la
oración de los humildes. Y añade el
apóstol Santiago: Dios resiste a los soberbios y
da sus gracias a los humildes. No escucha el
Señor las oraciones de los soberbios que sólo
confían en sus fuerzas, antes los deja en su propia
miseria, y en ese mísero estado, privados de la ayuda
de Dios, se pierden sin remedio. Así lo confesaba
David con lágrimas amargas: Antes que fuera
humillado, caí. Pequé porque no era
humilde. Lo mismo acaeció al apóstol Pedro el
cual, cuando el Señor anunció que aquella
misma noche todos sus discípulos le habían de
abandonar, él, en vez de confesar su debilidad y
pedir fuerzas al Maestro para no serie infiel, confió
demasiado en sus propias fuerzas y replicó animoso
que, aunque todos le abandonaran, él no le
abandonaría. Predícele de nuevo Jesús
que aquella misma noche, antes que cantase el gallo, tres
veces le había de negar; de nuevo, Pedro fiado en sus
bríos naturales contestó orgullosamente:
Aunque tenga que morir, yo no te negaré.
¿Qué pasó?
Apenas el malhadado puso los
pies en la casa del pontífice, le echaron en cara que
era discípulo del Nazareno y él por tres veces
le negó descaradamente y afirmó con juramento
que no conocía a tal hombre. Si Pedro se hubiera
humillado y con humildad hubiera pedido a su divino Maestro
la gracia de la fortaleza, seguramente no le hubiera negado
tan villanamente.
Convenzámonos de que
estamos todos suspendidos sobre el profundo abismo de
nuestros pecados... por el hilo de la gracia de Dios. Si ese
hilo se corta, caeremos ciertamente en ese abismo y
cometeremos los más horrendos pecados. Si el
Señor no me hubiera socorrido, seguramente
sería el infierno mi morada. Eso decía el
Salmista y eso podemos repetir nosotros también. Esto
mismo quería manifestar San Francisco de Asís
cuando de sí mismo decía que era el mayor
pecador del mundo. Contradíjole el fraile que le
acompañaba: Padre mío, le dijo, eso no es
verdad, pues de seguro que hay en el mundo muchos pecadores
que han cometido más graves pecados. A lo cual
contestó el Santo: Muy verdad es lo que
decía; pues si Dios no me tuviera de su mano, hubiera
hecho los más horribles pecados que se pueden
cometer.
Es verdad de fe que sin la
ayuda de la gracia de Dios no puede el hombre hacer obra
alguna buena, ni siquiera tener un santo pensamiento.
Así lo afirmaba también San Agustín:
Sin la gracia de Dios no puede el hombre ni pensar ni
hacer cosa buena. Y añadía el mismo Santo:
Así como el ojo no puede ver sin luz, así
el hombre no puede obrar bien sin la gracia. Y antes lo
había escrito ya el Apóstol: No somos
capaces por nosotros mismos de concebir un buen pensamiento,
como propio, sino que nuestra suficiencia y capacidad vienen
de Dios. Lo mismo que siglos antes había
confesado el rey David, cuando cantaba: Si el Señor
no es el que edifica la casa" en vano se fatigan los que la
edifican. Vanamente trabaja el hombre en hacerse santo, si
Dios no le ayuda con su poderosa mano. Si el Señor
no guarda la ciudad, inútilmente se desvela el que la
guarda. Si Dios no defiende del pecado el alma, vano
empeño sería quererlo hacer ella con sus solas
fuerzas. Por eso decía- el mismo real profeta: No
confiaré en mi arco. No confío en la fuerza de
mis armas, solamente Dios me puede salvar.
El que sinceramente tenga que
reconocer que hizo algún bien y que no cayó en
más graves pecados, diga con el apóstol San
Pablo: Por la gracia de Dios soy lo que soy. Y por
esta misma razón debe vivir en santo temor, como
quien sabe que a cada paso puede caer. Mire, pues, no
caiga el que piense estar firme. Con estas palabras que
son del mismo apóstol nos quiso decir que está
en gran peligro de caer el que ningún miedo tiene a
caer. Y nos da la razón con estas palabras: Porque
si alguno piensa ser algo, se engaña a sí
mismo, pues verdaderamente de suyo nada es. Sabiamente
nos recordaba lo mismo el gran San Agustín, el cual
escribió: Dejan muchos de ser firmes, porque
presumen de su firmeza. Nadie será más firme
en Dios que aquel que de por sí se crea menos
firme. Por tanto si alguno dijere que no tiene temor,
señal será que confía en sus fuerzas y
buenos propósitos; pero los que tal piensan, andan
muy engañados con esta vana confianza de sí
mismos, y fiados en sus solas fuerzas no temerán y no
temiendo dejarán a Dios y por este camino su ruina es
inevitable y segura.
Pongamos también mucho
cuidado en no tener vanidad de nosotros mismos, cuando vemos
los pecados en que por ventura vienen a caer los
demás; por el contrario, tengámonos entonces
por grandes pecadores y digamos así al Señor:
Señor mío, peor hubiera obrado yo, si Vos no
me hubierais sostenido con vuestra gracia. Porque si no nos
humillamos, bien pudiera ser que Dios, en castigo de nuestra
soberbia, nos dejara caer en más graves y asquerosas
culpas. Por esto el Apóstol nos manda que
trabajemos en la obra de nuestra salvación.
Pero ¿cómo? temiendo y temblando. Y es
así, porque aquel que teme caer desconfía de
sí mismo y de sus fuerzas y pone toda su confianza en
Dios pues que en El confía, a El acude en todos los
peligros, le ayuda el Señor y le sacará
vencedor de todas las tentaciones.
Por Roma caminaba un
día San Felipe Neri y por el camino iba diciendo:
Estoy desesperado. Le corrigió un religioso y
el Santo le contestó: Padre mío,
desesperado estoy de mí mismo... pero confío
en Dios.. Eso mismo hemos de hacer nosotros, si de veras
queremos salvarnos. Desconfiemos de nuestras humanas
fuerzas. Imitemos a San Felipe, el cual apenas despertaba
por la mañana decía al Señor:
Señor, no dejéis hoy de la mano a Felipe,
porque si no, este Felipe os va a hacer alguna trastada.
Concluyamos, pues, con San
Agustín que toda la ciencia del cristiano consiste en
conocer que el hombre nada es y nada puede. Con esta
convicción no dejará de acudir continuamente a
Dios con la oración para tener las fuerzas que no
tiene y que necesita para vencer las tentaciones y practicar
la virtud. Y así obrará bien, con la ayuda de
Dios, el cual nunca niega su gracia a aquel que se la pide
con humildad. La oración del humilde atraviesa las
nubes... y no se retira hasta que la mire benigno el
Altísimo. Y aunque el alma sea culpable de los
más grandes pecados, no la rechaza el Señor,
porque, como dice David: Dios no desprecia un
corazón contrito y humillado. Por el contrario:
Resiste Dios a los soberbios y a los humildes les da su
gracia. Y así como el Señor es severo para
los orgullosos y rechaza sus peticiones, así en la
misma medida es bondadoso y espléndido con los
humildes. El mismo Señor dijo un día a Santa
Catalina de Sena: Aprende, hija mía, que el alma
que persevera en la oración humilde, alcanza todas
las virtudes.
A este propósito
parécenos bien apuntar aquí un consejo que en
una nota a la carta decimoctava de Santa Teresa trae el
piadosísimo Obispo Palafox y que se dirige muy
especialmente a las personas que tratan de cosas del
espíritu y quieren hacerse santas. Escribe la Santa a
su confesor y le da cuenta de los grados de oración
sobrenatural con que el Señor la había
favorecido. Sobre esto el citado Prelado nos enseña
que esas gracias sobrenaturales que se dignó conceder
Dios a Santa Teresa y a otros santos no son necesarias para
llegar a la santidad, ya que muchas almas llegaron sin ellas
a la más alta perfección y otras muchas por el
contrario, aunque alguna vez las gozaron, al fin
miserablemente se perdieron. De aquí concluye que es
tontería y presunción pedir esos dones
sobrenaturales, ya que el verdadero camino para llegar a la
santidad es ejercitarnos en la virtud y en el amor de Dios,
y a esto se llega por medio de la oración y de la
correspondencia a las luces y gracias de Dios, que
sólo desea vernos santos, como dice el
Apóstol: Esta es la voluntad de Dios.. vuestra
santificación.
Luego pasa a tratar el dicho
piadoso escritor de los grados de oración
extraordinaria de los cuales la Santa escribía, esto
es, de la oración de quietud, del sueño y
suspensión de las potencias, de la unión, del
éxtasis, del vuelo y de la herida espiritual. Sobre
estas cosas escribe discretamente el sabio autor.
En vez de oración de
quietud debemos pedir y desear que Dios nos libre de todo
afecto y deseo de bienes mundanos que, no tan sólo no
dan la paz, sino que por el contrario traen consigo
inquietud y aflicción de espíritu, como dijo
Salomón: Todo es vanidad y aflicción de
espíritu. No hallará jamás
verdadera paz el corazón del hombre si no arroja de
sí todo aquello que no es del agrado de Dios, para
dejar lugar totalmente al amor divino, el cual debe poseerlo
por completo. Mas esto de por sí no puede tenerlo el
alma y tendrá que alcanzarlo con continua
oración.
En vez del sueño y
suspensión de potencias, pidamos a Dios que
tengamos el alma dormida y muerta para todas las cosas
temporales y muy despierta para meditar la bondad divina y
para suspirar por el amor santo y los bienes eternos.
En vez de la unión
de las potencias pidamos a Dios la gracia de no pensar,
buscar y desear sino lo que sea su divino querer, pues la
santidad más alta y la perfección más
sublime sólo consisten en la unión de nuestra
voluntad con la voluntad divina.
En vez de éxtasis y
raptos será mucho mejor que pidamos a Dios que
nos arranque del alma el amor desordenado de nosotros mismos
y de las criaturas y que nos arrastre detrás de
sí, y de su amor.
En vez del vuelo del
espíritu pidamos al Señor la gracia de
vivir enteramente despegados de este mundo, como las
golondrinas, que no se posan sobre la tierra para comer, si
no que volando comen. Con lo cual debe entenderse que
sólo debemos tomar aquellas cosas materiales que son
necesarias para sostenimiento de la vida, pero volando por
los aires siempre, es decir, sin detenernos en la tierra
para saborear los placeres de este mundo.
En vez del ímpetu
del espíritu pidamos al Señor que nos
dé aquella energía y aquella fortaleza que nos
son necesarias para resistir a los ataques de nuestros
enemigos y para vencer las pasiones y abrazarnos con la
cruz, aun en medio de las desolaciones y tristezas
espirituales.
Y en cuanto a la herida
espiritual pensemos que, así como las heridas con
sus dolores nos traen a cada paso a la memoria el recuerdo
de nuestro mal, así hemos de pedir a Dios que de tal
suerte nos hiera con la lanzada de su santo amor, que
recordemos continuamente su bondad y el apodo que nos ha
tenido, y de esta manera podamos vivir siempre
amándolo y complaciéndolo con obras y deseos.
Pues todas estas gracias no se
alcanzan sin oración, y con ella se alcanza todo, con
tal que sea humilde, confiada y perseverante.
escrito por San Alfonso María Ligorio
(Fuente: www.abandono.com)
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