I. Habéis
oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo...
al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale
también la capa; a quien te fuerce a andar una milla, ve con él dos... Son palabras de Jesús en el Evangelio de la Misa1,
que nos invitan a vivir la caridad más allá de los criterios de los
hombres. Ciertamente, en el trato con los demás no podemos ser ingenuos y
hemos de vivir la justicia –también para exigir los propios derechos– y
la prudencia, pero no debe parecernos excesiva cualquier renuncia o
sacrificio en bien de otros. Así nos asemejamos a Cristo que, con su
muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de amor por encima de toda medida
humana.
Nada tiene el hombre tan divino –tan de Cristo– como la mansedumbre y la paciencia para hacer el bien2.
«Busquemos aquellas virtudes –nos aconseja San Juan Crisóstomo– que,
junto con nuestra salvación, aprovechan principalmente al prójimo... En
lo terreno, nadie vive para sí mismo; el artesano, el soldado, el
labrador, el comerciante, todos sin excepción contribuyen al bien común y
al provecho del prójimo. Con mayor razón en lo espiritual, porque este
es el vivir verdadero. El que solo vive para sí y desprecia a los demás
es un ser inútil, no es hombre, no pertenece a nuestro linaje»3.
Las múltiples llamadas del Señor –y especialmente su mandamiento nuevo4–
para vivir en todo momento la caridad han de estimularnos a seguirle de
cerca con hechos concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de
proporcionar alegrías a quienes están a nuestro lado, sabiendo que nunca
adelantaremos lo suficiente en esta virtud. En la mayoría de los casos
se concretará solo en pequeños detalles, en algo tan simple como una
sonrisa, una palabra de aliento, un gesto amable... Todo esto es grande a
los ojos de Dios, y nos acerca mucho a Él. Al mismo tiempo,
consideramos hoy en nuestra oración todos esos aspectos en los que, si
no estamos vigilantes, sería fácil faltar a la caridad: juicios
precipitados, crítica negativa, falta de consideración con las personas
por ir demasiado ocupados en algún asunto propio, olvidos... No es norma
del cristiano el ojo por ojo y diente por diente, sino la de
hacer continuamente el bien aunque, en ocasiones, no obtengamos aquí en
la tierra ningún provecho humano. Siempre se habrá enriquecido nuestro
corazón.
La caridad nos lleva a comprender, a
disculpar, a convivir con todos, de modo que «quienes sienten u obran de
modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso
religiosa deben ser también objeto de nuestro respeto y de nuestro
aprecio (...).
«Esta caridad y esta benignidad
en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el
bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de
la verdad que salva. Pero es necesario distinguir entre el error, que
siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la
dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o
insuficientes en materia religiosa»5. «Un discípulo de Cristo
jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al
que está equivocado le debe corregir con afecto; si no, no le podrá
ayudar, no le podrá santificar»6, y esa es la mayor muestra de amor y de caridad.
II. El precepto de la caridad no se extiende solo a quienes nos quieren y nos tratan bien, sino a todos, sin excepción. Habéis
oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo,
en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os
aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian.
También,
si alguna vez nos sucede, debemos vivir la caridad con quienes nos
hacen mal, con los que nos difaman y quitan la honra, con quienes buscan
positivamente perjudicarnos. El Señor nos dio ejemplo en la Cruz7, y el mismo camino del Maestro siguieron sus discípulos8.
Él nos enseñó a no tener enemigos personales –como han atestiguado con
heroísmo los santos de todas las épocas– y a considerar el pecado como
el único mal verdadero. La caridad adquirirá diversas manifestaciones
que no están reñidas con la prudencia y la defensa justa, con la
proclamación de la verdad ante la difamación, y con la firmeza en
defensa del bien y de los legítimos intereses propios o del prójimo, y
de los derechos de la Iglesia. Pero el cristiano ha de tener siempre un
corazón grande para respetar a todos, incluso a los que se manifiestan
como enemigos, «no porque son hermanos –señala San Agustín–, sino para
que lo sean; para andar siempre con amor fraterno hacia el que ya es
hermano y hacia el que se manifiesta como enemigo, para que venga a ser
hermano»9.
Esta manera de actuar, que
supone una honda vida de oración, nos distingue claramente de los
paganos y de quienes de hecho no quieren vivir como discípulos de
Cristo. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No
hacen lo mismo los publicanos? Y si saludáis solo a vuestros hermanos,
¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen también lo mismo los paganos?
La fe cristiana pide no solo un comportamiento humano recto, sino
virtudes heroicas, que se ponen de manifiesto en el vivir ordinario.
También,
con la ayuda de la gracia, viviremos la caridad con quienes no se
comportan como hijos de Dios, con los que le ofenden, porque «ningún
pecador, en cuanto tal, es digno de amor, pero todo hombre, en cuanto
tal, es amable por Dios»10. Todos siguen siendo hijos de Dios
y capaces de convertirse y alcanzar la gloria eterna. La caridad nos
impulsará a la oración, a la ejemplaridad, al apostolado, a la
corrección fraterna, confiando en que todo hombre es capaz de rectificar
sus errores. Si alguna vez son particularmente dolorosas las ofensas,
las injurias, las calumnias, pediremos ayuda a Nuestra Señora, a la que,
en muchas ocasiones, hemos contemplado al pie de la Cruz, sintiendo muy
de cerca aquellas infamias contra su Hijo: y gran parte de aquellas
injurias, no lo olvidemos, eran nuestras. Nos dolerán más por la ofensa a
Dios que significan, y por el daño que pueden causar a otras personas, y
nos moverán a desagraviar al Señor y a reparar en lo que esté en
nuestras manos.
III. El corazón del cristiano ha
de ser grande. Evidentemente, su caridad debe ser ordenada y, en
consecuencia, ha de comenzar a vivirla con los más próximos, con
aquellas personas que, por voluntad de Dios, están a su alrededor; sin
embargo, nuestro aprecio y afecto nunca puede ser excluyente o limitarse
a ámbitos reducidos. No quiere el Señor un apostolado de tan cortos
horizontes.
La unión con Dios que procuramos
hacer fructificar con su gracia en nuestra conducta nos debe llevar a
tener presente la dimensión entrañablemente humana del apostolado. La
actitud del cristiano, su convivencia con todos, debe parecerse a un generoso caudal de cariño sobrenatural y cordialidad humana, procurando superar la tendencia al egoísmo, a quedarse en sus cosas.
En
nuestra oración personal pedimos al Señor que nos ensanche el corazón;
que nos ayude a ofrecer sinceramente a más personas nuestra amistad; que
nos impulse a hacer apostolado con cada uno, aunque no seamos
correspondidos, aunque sea necesario a menudo enterrar nuestro propio
yo, ceder en el propio punto de vista o en un gusto personal. La amistad
leal incluye un esfuerzo positivo –que mantendremos en el trato asiduo
con Jesucristo– «por comprender las convicciones de nuestros amigos,
aunque no lleguemos a compartirlas, ni a aceptarlas»11 porque no puedan conciliarse con nuestras convicciones de cristianos.
El
Señor no deja de perdonar nuestras ofensas siempre que volvemos a Él
movidos por su gracia; tiene paciencia infinita con nuestras
mezquindades y errores; por eso, nos pide –así nos lo ha enseñado en el Padrenuestro
de modo expreso– que tengamos paciencia ante situaciones y
circunstancias que dificultan acercarse a Dios a personas, conocidos o
amigos, que encontramos a nuestro paso. La falta de formación y la
ignorancia de la doctrina, los defectos patentes, incluso una aparente
indiferencia, no han de apartarnos de esas personas, sino que han de ser
para nosotros llamadas positivas, apremiantes, luces que señalan
una mayor necesidad de ayuda espiritual en quienes los padecen: han de
ser estímulo para intensificar nuestro interés por ellos, por cada uno.
Nunca motivo para alejarnos.
Formulemos un
propósito concreto que nos acerque a los parientes, amigos y conocidos
que más lo necesitan, y pidamos gracias a la Santísima Virgen para
llevarlo a cabo.
1 Mt 5, 38-48. — 2 Cfr. San Gregorio Nacianceno, Oración 17, 9. — 3 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 77, 6. — 4 Cfr. Jn 13, 34-35; 15, 12. — 5 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 28. — 6 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 9. — 7 Cfr. Lc 23, 34. — 8 Cfr. Hech 7, 60. — 9 San Agustín, Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4, 10, 7. — 10 ídem, Sobre la doctrina cristiana, 1, 27. — 11 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 746.
(fuente: http://www.meditaciondiaria.com.ar/)
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