Una de las verdades mejor establecidas y de las
más consoladoras que se nos han revelado es que nada
nos sucede en la tierra, excepto el pecado, que no sea
porque Dios lo quiere; Él es quien envía las
riquezas y la pobreza; si estáis enfermos, Dios es la
causa de vuestro mal; si habéis recobrado la salud,
es Dios quien os la ha devuelto; si vivís, es
solamente a Él a quien debéis un bien tan
grande; y cuando venga la muerte a concluir vuestra vida,
será de su mano de quien recibiréis el golpe
mortal.
Pero, cuando nos persiguen los malvados, ¿debemos
atribuirlo a Dios? Sí, también le
podéis acusar a Él del mal que sufrís.
Pero no es la causa del pecado que comete vuestro enemigo al
maltrataros, y sí es la causa del mal que os hace
este enemigo mientras peca.
No es Dios quien ha inspirado a vuestro enemigo la
perversa voluntad que tiene de haceros mal, pero es
Él quien le ha dado el poder. No dudéis, si
recibís alguna llaga, es Dios mismo quien os ha
herido. Aunque todas las criaturas se aliaran contra
vosotros, si el Creador no lo quiere, si Él no se une
a ellas, si Él no les da la fuerza y los medios para
ejecutar sus malos designios, nunca llegarán a hacer
nada: No tendrías ningún poder sobre mí
si no te hubiera sido dado de lo Alto, decía el
Salvador del mundo a Pilatos. Lo mismo podemos decir a los
demonios y a los hombres, incluso a las criaturas privadas
de razón y de sentimiento.
No, no me
afligiríais, ni me incomodaríais como
hacéis si Dios no lo hubiera ordenado así; es
Él quien os envía, Él es quien os da el
poder de tentarme y afligirme: No tendríais
ningún poder sobre mí si no os fuera dado de
lo Alto.
Si meditáramos seriamente, de vez en cuando, este
artículo de nuestra fe, no se necesitaría
más para ahogar todas nuestras murmuraciones en las
pérdidas, en todas las desgracias que nos suceden. Es
el Señor quien me había dado los bienes, es
Él mismo quien me los ha quitado; no es ni esta
partida, ni este juez, ni este ladrón quien me ha
arruinado; no es tampoco esta mujer que me ha envenenado con
sus medicamentos; si este hijo ha muerto... todo esto
pertenecía a Dios y no ha querido dejármelo
disfrutar más largo tiempo.
A) CONFIEMOS EN LA SABIDURÍA DE DIOS
Es una verdad de fe que Dios dirige todos los
acontecimientos de que se lamenta el mundo; y aún
más, no podemos dudar de que todos los males que Dios
nos envía nos sean muy útiles: no podemos
dudar sin suponer que al mismo Dios le falta la luz para
discernir lo que nos conviene.
Si, muchas veces, en las cosas que nos atañen,
otro ve mejor que nosotros lo que nos es útil,
¿no será una locura pensar que nosotros vemos
las cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está
exento de las pasiones que nos ciegan, que penetra en el
porvenir, que prevé los acontecimientos y el efecto
que cada causa debe producir? Vosotros sabéis que a
veces los accidentes más importunos tienen
consecuencias dichosas, y que por el contrario los
éxitos más favorables pueden acabar finalmente
de manera funesta.
También es una regla que Dios
observa a menudo, de ir a sus fines por caminos totalmente
opuestos a los que la prudencia humana acostumbra
escoger.
En la ignorancia en que estamos de lo que debe acaecernos
posteriormente, ¿cómo osaremos murmurar de lo
que sufrimos por la permisión de Dios? ¿No
tememos que nuestras quejas conduzcan a error, y que nos
quejamos cuando tenemos el mayor motivo para felicitamos de
su Providencia? José es vendido, se le lleva como
esclavo, y se le encarcela; si se afligiera de sus
desgracias, se afligiría de su felicidad, pues son
otros tantos escalones que elevan insensiblemente hasta el
trono de Egipto. Saúl ha perdido las asnas de su
padre; es necesario irlas a buscar muy lejos e
inútilmente; mucha preocupación y tiempo
perdido, es cierto; pero si esta pena le disgusta, no
hubiera habido disgusto tan irracional, visto que todo esto
estaba permitido para conducirle al profeta que debe ungirle
de parte del Señor, para que sea el rey de su
pueblo.
¡Cuánta será nuestra confusión
cuando comparezcamos delante de Dios, y veamos las razones
que habrá tenido de enviarnos estas cruces que hemos
recibido tan a pesar nuestro! He lamentado la muerte del
hijo único en la flor de la edad: ¡Ay!, pero si
hubiera vivido algunos meses o algunos años
más, hubiera perecido a manos de un enemigo, y
habría muerto en pecado mortal. No he podido
consolarme de la ruptura de este matrimonio: Si Dios hubiera
permitido que se hubiera realizado, habría pasado mis
días en el duelo y la miseria. Debo treinta o
cuarenta años de vida a esta enfermedad que he
sufrido con tanta impaciencia. Debo mi salvación
eterna a esta confusión que me ha costado tantas
lágrimas. Mi alma se hubiera perdido de no perder
este dinero. ¿De qué nos molestamos?...
¡Dios carga con nuestra conducta, y nos preocupamos!
Nos abandonamos a la buena fe de un médico, porque lo
suponemos entendido en su profesión; él manda
que se os hagan las operaciones más violentas, alguna
vez que os abran el cráneo con el hierro; que se os
horade, que os corten un miembro para detener la gangrena,
que podría llegar hasta el corazón. Se sufre
todo esto, se queda agradecido y se le recompensa
liberalmente, porque se juzga que no lo haría si el
remedio no fuera necesario, porque se piensa que hay que
fiar en su arte; ¡y no le concederemos el mismo honor a
Dios! Se diría que no nos fiamos de su
sabiduría y que tenemos miedo de que nos descaminara.
¡Cómo!, ¿entregáis vuestro cuerpo a
un hombre que puede equivocarse y cuyos menores errores
pueden quitaros la vida, y no podéis someteros a la
dirección del Señor?
Si viéramos todo lo que Él ve,
querríamos infaliblemente todo lo que Él
quiere; se nos vería pedirle con lágrimas las
mismas aficiones que procuramos apartar por nuestros votos y
nuestras oraciones. A todos nos dice lo que dijo a los hijos
del Zebedeo: Nescítis quid petatis; hombres ciegos,
tengo piedad de vuestra ignorancia, no sabéis lo que
pedís; dejadme dirigir vuestros intereses, conducir
vuestra fortuna, conozco mejor que vosotros lo que
necesitáis; si hasta ahora hubiera tenido
consideración a vuestros sentimientos y a vuestros
gustos, estaríais ya perdidos y sin recurso.
B) CUANDO
DIOS NOS PRUEBA
¿Pero queréis estar persuadidos que en todo
lo que Dios permite, en todo lo que os sucede, sólo
se persigue vuestro verdadero interés, vuestra
verdadera dicha eterna? Reflexionad un poco en todo lo que
ha hecho por vosotros. Ahora estáis en la
aflicción; pensad que el autor de ella, es el mismo
que ha querido pasar toda su vida en dolores para ahorraros
los eternos; que es el mismo que tiene su ángel a
vuestro lado, velando bajo su mandato en todos vuestros
caminos y aplicándose a apartar todo lo que
podría herir vuestro cuerpo o mancillar vuestra alma;
pensad que el que os ata a esta pena es el mismo que en
nuestros altares no cesa de rogar y de sacrificarse mil
veces al día para expiar vuestros crímenes y
para apaciguar la cólera de su Padre a medida que le
irritáis; que es el que viene a vosotros con tanta
bondad en el sacramento de la Eucaristía, el que no
tiene mayor placer, que el de conversar con vosotros y el de
unirse a vosotros. Tras estas pruebas de amor,
¡qué ingratitud más grande desconfiar de
Él, dudar sobre si nos visita para hacernos bien o
para perjudicarnos!;¡Pero me hiere cruelmente,
hace pesar su mano sobre mí!;¿Qué
habéis de temer de una mano que ha sido perforada,
que se ha dejado clavar a la cruz por vosotros?;¡Me hace caminar por un camino espinoso! ;¿Si no hay otro para ir al cielo, desgraciados
seréis, si preferís perecer para siempre antes
que sufrir por un tiempo! ¿No es éste el mismo
camino que ha seguido antes que vosotros y por amor vuestro?
¿Habéis encontrado alguna espina que no haya
señalado, que no haya teñido con su sangre?
¡Me presenta un cáliz lleno de amargura!
Sí, pero pensad que es vuestro divino Redentor quien
os lo presenta; amándoos tanto corno lo hace,
¿podría trataros con rigor si no tuviera una
extraordinaria utilidad o una urgente necesidad? Tal vez
habéis oído hablar del príncipe que
prefirió exponerse a ser envenenado antes que
rechazar el brebaje que su médico le había
ordenado beber, porque había reconocido siempre en
este médico mucha fidelidad y mucha afección a
su persona. Y nosotros, cristianos, ¡rechazaremos el
cáliz que nos ha preparado nuestro divino Maestro,
osaremos ultrajarle hasta ese punto! Os suplico que no
olvidéis esta reflexión; si no me equivoco,
basta para hacernos amar las disposiciones de la voluntad
divina por molestas que nos parezcan. Además,
éste es el medio de asegurar infaliblemente nuestra
dicha incluso desde esta vida.
C)
ARROJARSE EN LOS BRAZOS DE
DIOS
Supongo, por ejemplo, que un cristiano se ha liberado de
todas las ilusiones del mundo por sus reflexiones y por las
luces que ha recibido de Dios, que reconoce que todo es
vanidad, que nada puede llenar su corazón, que lo que
ha deseado con las mayores ansias es a menudo fuente de los
pesares más mortales; que apenas si se puede
distinguir lo que nos es útil de lo que nos es
nocivo, porque el bien y el mal están mezclados casi
por todas partes, y lo que ayer era lo más ventajoso
es hoy lo peor; que sus deseos no hacen más que
atormentarle, que los cuidados que toma para triunfar le
consumen y algunas veces le perjudican, incluso en sus
planes, en lugar de hacerlos avanzar; que, al fin y al cabo,
es una necesidad el que se cumpla la voluntad de Dios, que
no se hace nada fuera de su mandato y que no ordena nada a
nuestro respecto que no nos sea ventajoso.
Después de percibir todo esto, supongo
también que se arroja a los brazos de Dios como un
ciego, que se entrega a Él, por decirlo así,
sin condiciones ni reservas, resuelto enteramente a fiarse a
Él en todo y de no desear nada, no temer nada, en una
palabra, de no querer nada más que lo que Él
quiera, y de querer igualmente todo lo que Él quiera;
afirmo que desde este momento esta dichosa criatura adquiere
una libertad perfecta, que no puede ser contrariada ni
obligada, que no hay ninguna autoridad sobre la tierra,
ninguna potencia que sea capaz de hacerle violencia o de
darle un momento de inquietud.
Pero, ¿no es una quimera que a un hombre le
impresionen tanto los males como los bienes? No, no es
ninguna quimera; conozco personas que están tan
contentas en la enfermedad como en la salud, en la riqueza
como en la indigencia; incluso conozco quienes prefieren la
indigencia y la enfermedad a las riquezas y a la salud.
Además no hay nada más cierto que lo que os
voy a decir: Cuanto más nos sometamos a la voluntad
de Dios, más condescendencia tiene Dios con nuestra
voluntad. Parece que desde que uno se compromete
únicamente a obedecerle, Él sólo cuida
de satisfacernos: y no sólo escucha nuestras
oraciones, sino que las previene, y busca hasta el fondo de
nuestro corazón estos mismos deseos que intentamos
ahogar para agradarle y los supera a todos.
En fin, el gozo del que tiene su voluntad sumisa a la
voluntad de Dios es un gozo constante, inalterable, eterno.
Ningún temor turba su felicidad, porque ningún
accidente puede destruirla. Me lo represento como un hombre
sentado sobre una roca en medio del océano; ve venir
hacia él las olas más furiosas sin espantarse,
le agrada verlas y contarlas a medida que llegan a romperse
a sus pies; que el mar esté calmo o agitado, que el
viento impulse las olas de un lado o del otro, sigue
inalterable porque el lugar donde se encuentra es firme e
inquebrantable.
De ahí nace esa paz, esta calma, ese rostro
siempre sereno, ese humor siempre igual que advertimos en
los verdaderos servidores de Dios.
D)
PRÁCTICA DEL ABANDONO
CONFIADO
Nos queda por ver cómo podemos alcanzar esta feliz
sumisión. Un camino seguro para conducirnos es el
ejercicio frecuente de esta virtud. Pero como las grandes
ocasiones de practicarla son bastante raras, es necesario
aprovechar las pequeñas que son diarias y cuyo buen
uso nos prepara en seguida para soportar los mayores
reveses, sin conmovernos. No hay nadie a quien no sucedan
cien cosillas contrarias a sus deseos e inclinaciones, sea
por nuestra imprudencia o distracción, sea por la
inconsideración o malicia de otro, ya sean el fruto
de un puro efecto del azar o del concurso imprevisto de
ciertas causas necesarias.
Toda nuestra vida está
sembrada de esta clase de espinas que sin cesar nacen bajo
nuestras pisadas, que producen en nuestro corazón mil
frutos amargos, mil movimientos involuntarios de
aversión, de envidia, de temor, de impaciencia, mil
enfados pasajeros, mil ligeras inquietudes, mil turbaciones
que alteran la paz de nuestra alma al menos por un momento.
Se nos escapa por ejemplo una palabra que no
quisiéremos haber dicho o nos han dicho otra que nos
ofende; un criado sirve mal o con demasiada lentitud, un
niño os molesta, un importuno os detiene, un
atolondrado tropieza con vosotros, un caballo os cubre de
lodo, hace un tiempo que os desagrada, vuestro trabajo no va
como desearíais, se rompe un mueble, se mancha un
traje o se rompe. Sé que en todo esto no hay que
ejercitar una virtud heroica, pero os digo que
bastaría para adquirirla infaliblemente si
quisiéramos; pues si alguien tuviera cuidado para
ofrecer a Dios tolas estas contrariedades y aceptarlas como
dadas por su Providencia, y si además se dispusiera
insensiblemente a una unión muy íntima con
Dios, será capaz en poco tiempo de soportar los
más tristes y funestos accidentes de la vida.
A este ejercicio que es tan fácil, y sin embargo
tan útil para nosotros y tan agradable a Dios que ni
puedo decíroslo, hemos de añadir
también otro. Pensad todos los días, por las
mañanas, en todo lo que pueda sucederos de molesto a
lo largo del día. Podría suceder que en este
día os trajeran la nueva de un naufragio, de una
bancarrota, de un incendio; quizá antes de la noche
recibiréis alguna gran afrenta, alguna
confusión sangrante; tal vez sea la muerte la que os
arrebatará la persona más querida de vosotros;
tampoco sabéis si vais a morir vosotros mismos de una
manera trágica y súbitamente. Aceptad todos
estos males en caso de que quiera Dios permitirlos; obligad
vuestra voluntad a consentir en este sacrificio y no os deis
ningún reposo hasta que no la sintáis
dispuesta a querer o a no querer todo lo que Dios quiera o
no quiera.
En fin, cuando una de estas desgracias se deje en efecto
sentir, en lugar de perder el tiempo quejándose de
los hombres o de la fortuna, id a arrojaros a los pies de
vuestro divino Maestro, para pedirle la gracia de soportar
este infortunio con constancia. Un hombre que ha recibido
una llaga mortal, si es prudente no correrá
detrás del que le ha herido, sino ante todo
irá al médico que puede curarle. Pero si en
semejantes encuentros, buscarais la causa de vuestros males,
también entonces deberíais ir a Dios pues no
puede ser otro el causante de vuestro mal.
Id pues a Dios, pero id pronto, inmediatamente, que sea
éste el primero de todos vuestros cuidados; id a
contarle, por así decirlo, el trato que os ha dado,
el azote de que se ha servido para probaros. Besad mil veces
las manos de vuestro Maestro crucificado, esas manos que os
han herido, que han hecho todo el mal que os aflige. Repetid
a menudo aquellas palabras que también Él
decía a su Padre, en lo más agudo de su dolor:
Señor, que se haga vuestra voluntad y no la
mía; Fiat voluntas tua. Sí mi Dios, en todo lo
que queráis de mí hoy y siempre, en el cielo y
en la tierra, que se haga esta voluntad, pero que se haga en
la tierra como se cumple en el cielo.
(fuente: www.abandono.com)
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