Nuestra oración sea
humilde y llena de confianza en Dios; mas esto no basta para
tener la perseverancia final y con ella la salvación
eterna. Verdad es que nuestras oraciones cotidianas nos
alcanzarán las gracias que necesitamos para cada
momento de nuestra vida, mas si no seguimos hasta el fin en
la oración, no conseguiremos el don de la
perseverancia final, y es que esta gracia' por ser como el
resultado de todas las otras, exige que multipliquemos
nuestras plegarias y perseveremos hasta la muerte.
La gracia de la
salvación eterna no es una sola gracia, es más
bien una cadena de gracias, y todas ellas unidas forman el
don de la perseverancia. A esta cadena de gracias ha de
corresponder otra cadena de oraciones, si es lícito
hablar así, y, por tanto si rompemos la cadena de la
oración, rota queda la cadena de las gracias que han
de obtenernos la salvación, y estaremos fatalmente
perdidos.
Tengamos por indubitable
verdad que la perseverancia final es gracia que nosotros no
podemos merecer. Así nos lo enseña el sagrado
Concilio de Trento con estas palabras: Sólo puede
otorgarla Aquel que tiene poder para sostener a los que
están de pie y hacerles permanecer así hasta
el fin. Mas a esto replica San Agustín: Este
gran don de la perseverancia, con la oración se puede
merecer. Añade el Padre Suárez, que el que
reza infaliblemente lo consigue. Lo mismo sostiene el gran
Santo Tomás del cual son estas graves palabras:
Después del bautismo es necesaria la
oración continua y perseverante para que el hombre
pueda entrar en el reino de los cielos.
Pero antes que todos nos
repitió esto mismo muchas veces nuestro divino
Salvador cuando decía: Es menester orar siempre y
no desmayar nunca Vigilad por tanto, orando en todo tiempo,
a fin de merecer el evitar todos estos males venideros y
comparecer con confianza ante el Hijo del hombre. Y lo
mismo leemos en el Antiguo Testamento: Nada te detenga de
orar siempre que puedas. En todo tiempo bendice al
Señor y pídele que dirija El los caminos de tu
vida. Por esto el Apóstol exhortaba a los
primeros discípulos a que nunca dejaran la
oración... Orad sin descanso, les
decía... Perseverad en la oración y velad
en ella. Quiero que los hombres recen en todo lugar. En
esta escuela aprendió San Nilo, cuando
repetía: Puede darnos el Señor la
perseverancia y la salvación eterna, mas no la
dará sino a los que se la piden con perseverante
oración. Hay pecadores que con la ayuda de la
gracia de Dios se convierten, mas dejan de pedir la
perseverancia y lo pierden todo.
El santo cardenal Belarmino
nos dice que no basta pedir la gracia de la perseverancia
una o algunas veces, hay, que pedirla siempre, todos los
días, hasta la hora de la muerte, si queremos
alcanzarla. Diariamente. Quien un día la pide, la
tendrá ese día, mas si al siguiente día
la deja de pedir, ese día tristemente caerá.
Esto parece quiso darnos a entender el Señor en la
parábola de aquel amigo que no quiso dar los panes
que le pedían, sino después de muchas
importunas exigencias. Comentando ese pasaje argumenta San
Agustín que si aquel amigo dio los panes que le
pedía contra su voluntad y sólo por deshacerse
de sus impertinencias ¿qué hará el
Señor, quien no tan sólo nos exhorta a que le
pidamos, sino que lleva muy a mal cuando no le pedimos?
Tengamos en cuenta que Dios es bondad infinita y que tiene
grandes deseos de que le pidamos sus divinos dones. De donde
podemos concluir que gustosamente nos concederá
cuantas gracias demandemos. Lo mismo escribe Cornelio
Alápide, del cual es esta sentencia: Quiere Dios
que perseveremos en la oración hasta la
importunidad. Acá en el mundo los hombres no
pueden soportar a los importunos, mas Dios no sólo
los soporta, sino que desea que con esa terca importunidad
le pidan sus gracias y sobre todo el don de la
perseverancia. Así San Gregorio lo afirmó,
cuando escribía: El Señor quiere ser
repetidamente llamado, quiere ser obligado, quiere ser
vencido por nuestras amorosas importunidades. Buena es esta
violencia, ya que con ella, lejos de ofenderse nuestro Dios
se calma y aplaca.
Pues, para alcanzar la santa
perseverancia forzoso será que nos encomendemos a
Dios siempre, mañana y tarde, en la
meditación, en la misa, en la comunión y muy
especialmente en la hora de la tentación. Entonces
debemos acudir al Señor y no cansarnos de repetir:
Ayúdame, Señor, sosténme con tus manos
benditas... no me dejes... ten piedad de mí.
¿Hay por ventura cosa más sencilla que decir a
Dios: Ayúdame... asísteme ... ? Dijo el
Salmista: haré dentro de mí oración
a Dios, autor de mi vida. Comentando este lugar la glosa
añade: Alguno por ventura podrá decir que no
puede ayunar, ni dar limosna, pero si se le dice: reza... a
esto no podrá alegar que no puede. Y es que no hay
cosa más sencilla que la oración. Sin embargo,
por eso mismo no debernos dejar apagarse en nuestros labios
la oración. A todas horas hemos de hacer fuerza sobre
el corazón de Dios para que nos socorra siempre; que
esta fervorosa violencia es muy grata a su corazón,
como nos lo asegura Tertuliano. Y San Jerónimo llega
a decir que cuanto más perseveramos e importunamos a
Dios en la oración, más gratas le son nuestras
plegarias.
Bienaventurado el hombre
que me escucha que vela continuamente a las puertas de mi
casa y está de centinela en los umbrales de ella.
Esto dice el Señor, y con ello nos enseña que
es feliz el hombre que con la oración en los labios
oye la voz de Dios y vela día y noche a las puertas
de su misericordia.
Y el profeta Isaías
decía también: Bienaventurados cuantos
esperan en El. Sí, bienaventurados aquellos que
orando esperan del Señor su salvación. ¿Y
no nos enseña lo mismo Jesucristo en su santo
Evangelio? Oigamos sus palabras: Pedid y se os
dará... buscad y hallaréis... llamad y, se os
abrirá, Bien está que dijera: Pedid...
pero ¿a qué añadir aquello de...
buscad... llamad? Mas no son ciertamente superfluas estas
palabras. Con ellas ha querido enseñamos nuestro
divino Redentor que hemos de imitar a los pobres, cuando
mendigan limosna, los cuales si por ventura nada reciben, y
además son despectivamente rechazados, no por eso se
van, sino que siguen a la puerta de la casa repitiendo la
misma conmovedora súplica. Si sucede que el amo de la
casa no aparece por ninguna parte, dan vueltas en derredor
en su busca, y allí se están, aunque los
tengan por importunos y fastidiosos. Asimismo quiere el
Señor que obremos nosotros con El: quiere que pidamos
y tornemos a pedir y que no nos cansemos nunca de decirle
que nos ayude, que nos socorra, que no permita jamás
que perdamos su santa gracia.
Dice el doctísimo
Lessio que no puede excusarse de pecado mortal aquel que no
reza cuando está en pecado o en peligro de muerte, y
peca también gravemente quien pasa sin rezar bastante
tiempo, esto es: uno o dos meses. Así opina
él. Mas esto ha de entenderse, si no estamos
combatidos de tentaciones, que si nos asalta una
tentación grave, sin duda ninguna que peca gravemente
quien en ese trance no acude a Dios con la oración,
para pedirle la fuerza de resistir a ella, pues de sobra
sabe que, si así no lo hace, está en peligro
próximo de caer en grave culpa.
SE DICE POR QUE EL SEÑOR NO NOS DA HASTA EL FIN LA GRACIA DE LA PERSEVERANCIA
Y ahora dirá alguno.
Pues si el Señor puede y quiere damos la santa
perseverancia, ¿por qué no nos la da de una vez,
cuando se la pedimos? A esta pregunta responden los santos
Padres alegando muchas y sapientísimas razones.
Y es la primera, que Dios
quiere por este camino probar la confianza que tenemos en
El.
La segunda nos la da San
Agustín cuando escribe que es porque quiere el
Señor que suspiremos por ella con grandes deseos. Y
añade, no quiere darte el Señor la
perseverancia, apenas se la pides, para que aprendas que las
cosas muy excelentes hay que desearlas con muy grandes
ansias: pues vemos acá que lo que por mucho tiempo
codiciamos, lo saboreamos más deliciosamente cuando
lo poseemos, y las cosas que pedimos y al punto recibimos
fácilmente las estimamos poco y hasta tenemos por
viles.
Otra razón podemos dar
y es que Dios quiere de este modo que nos acordemos
más de El. Si, en efecto, estuviéramos ya
seguros de la perseverancia y de nuestra salvación
eterna y no sintiéramos a cada paso necesidad de la
ayuda de Dios, fácilmente nos olvidaríamos de
El.
Los pobres, porque padecen pobreza, por eso acuden a
casa de los potentados, que tienen riquezas. Por esto mismo
dice el Crisóstomo que no quiere el Señor
darnos la gracia completa de la salvación hasta la
hora de nuestra muerte, para vernos muy a menudo a sus pies
y tener El la satisfacción de llenamos a todas horas
de beneficios.
Y aún podemos dar otra
cuarta y última razón, y es que con la
oración diaria y continua nos unimos con Dios con
lazos más estrechos de caridad. Lo afirma el mismo
San Juan Crisóstomo con estas palabras: No es la
oración pequeño vínculo de amor divino,
sino que así el alma se acostumbra a tener sabrosos
coloquios con Dios, y este acudir a El y este confiar que
nuestras oraciones nos van a obtener las gracias que
deseamos, es llama y cadena de santo amor, que nos abrasa y
nos une más íntimamente con Dios.
¿Qué hasta
cuándo hemos de orar? Responde el mismo Santo:
Hemos de orar siempre, hasta que oigamos la sentencia de
nuestra salvación eterna, es decir, hasta la
muerte. Este es el consejo que el Santo nos da: No
cejes hasta que no recibas tu galardón. Y
añade: El que dijere que no suspenderá su
oración hasta que sea salvo, ése se
salvará, Ya escribía antes el
Apóstol que muchos son los que toman parte en los
campeonatos pero que uno solamente gana el premio.
¿No sabéis, exclamaba, que los que corren
en el estadio, si bien todos corren, uno solo se lleva el
premio ? Corred, pues, de tal modo que lo ganéis.
Por aquí podemos ver
que no basta orar: hay que orar siempre hasta que recibamos
la corona que Dios ha prometido a aquellos que no cesan en
la oración.
Si, por tanto, queremos ser
salvos, si ganamos el ejemplo del profeta David, el cual
tenía siempre los ojos vueltos al Señor para
pedirle su ayuda y no caer en poder de los enemigos del
alma. Mis ojos, cantaba, miran siempre al Señor:
porque El es quien arrancará mis pies del lazo que me
han tendido mis enemigos.
Escribe el apóstol San
Pedro que nuestro adversario, el demonio, anda dando
vueltas, como león rugiente, a nuestro alrededor, en
busca de presa para devorar. De aquí hemos de
concluir que, así como el demonio a todas horas nos
anda poniendo trabas para devorarnos, así nosotros
hemos de estar continuamente con las armas de la
oración dispuestas para defendernos de tan fiero
enemigo. Entonces podremos decir con el rey David:
Perseguiré a mis enemigos.. y no volveré
atrás hasta que queden totalmente deshechos.
Mas ¿cómo
reportaremos esta victoria tan decisiva y tan difícil
para nosotros? Nos responde San Agustín: Con
oraciones, pero con oraciones continuas. ¿Hasta
cuándo? Ahí está San Buenaventura que
nos dice. La lucha no cesa nunca... nunca tampoco debemos
dejar de pedir misericordia. Los combates son de todos
los días, de todos los días debe ser la
oración para pedir al Señor la gracia de no
ser vencidos. Oigamos aquella temerosa amenaza' de¡
Sabio: ¡Ay de aquel que perdiere el ánimo y
la resistencia! Y san Pablo nos avisa que seamos
constantes en orar confiadamente hasta la muerte con estas
palabras: Nos salvaremos. a condición de que hasta
el fin mantengamos firme la animosa confianza en
Dios y la
esperanza de la gloria.
Animados, pues, por la
misericordia de Dios y sostenidos por sus promesas repitamos
con el Apóstol: ¿Quién, pues, nos
separará de la caridad de Cristo.?, ¿la
tribulación?, ¿la angustia? ¿el peligro?,
¿la persecución? ¿la espada? Quiso
decirnos: ¿Quién podrá apartarnos del
amor de Dios?, ¿acaso la tribulación?, ¿por
ventura el peligro de perder los bienes de este mundo?,
¿las persecuciones de los demonios y de los hombres?,
¿quizás los tormentos de los tiranos? En todas
esas cosas salimos' vencedores por amor de Aquel que nos
amó. Así decía El. Ni
tribulación alguna, ni peligro alguno, ni
persecución, ni tormento de ninguna clase nos
podrán separar de la caridad de Cristo, que todo
lo hemos de vencer luchando por amor de aquel Señor
que dio la vida por nosotros.
En la vida del P.
Hipólito Durazzo leemos que el día que
renunció a la dignidad de prelado romano para darse
todo a Dios y abrazar la vida religiosa en la
Compañía de Jesús temblaba pensando en
su propia debilidad, y así se dirigió al
Señor: No me dejéis, Señor, hoy
sobre todo que enteramente me consagro a Vos... ¡por
piedad! no me desamparéis.. Oyó
allá en su corazón la voz de Dios que
respondía: Yo soy el que debo decirte a ti que
nunca me desampares. El siervo de Dios, confortado con
estas palabras, le contestó: Pues entonces, Dios
mío, que Vos no me dejéis a mí, que yo
no os dejaré a Vos.
Digamos, pues, para concluir,
que, si queremos que Dios no nos abandone, hemos de pedirle
a todas horas la gracia que no nos desampare: que si
así lo hacemos, ciertamente que nos socorrerá
siempre y no permitirá que nos separemos de El y
perdamos su santo amor. Para lograr esto no hemos de pedir
solamente la gracia de la perseverancia y las gracias
necesarias para obtenerlas, sino que hemos de pedir de
antemano también la gracia de perseverar en la
oración. Este es precisamente aquel privilegiado don
que Dios prometió a sus escogidos por labios del
profeta Zacarías: Derramaré sobre la casa
de David y sobre los moradores de Jerusalén el
espíritu de gracia y de oración.
¡Oh!, ésta sí que es gracia grande, el
espíritu de oración, es decir, la gracia de
orar siempre... esto sí que es puro don de Dios.
No dejemos nunca de pedir al
Señor esta gracia y este espíritu de continua
oración, porque, si siempre rezamos, seguramente que
alcanzaremos de Dios el don de la perseverancia y todos los
demás dones que deseemos, porque infaliblemente se ha
de cumplir la promesa que El hizo de oír y salvar a
todos los que oran. Con esta esperanza de orar siempre ya
podemos creernos salvos. Así lo aseguraba San Beda,
cuando escribía: Esta esperanza nos abrirá
ciertamente las puertas de la santa ciudad del
Paraíso.
escrito por San Alfonso María Ligorio
(fuente: www.abandono.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario