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lunes, 5 de marzo de 2012

La conversión es volverse a Cristo que viene al encuentro

La convivencia de Dios con el hombre alcanza su plenitud en el momento en que Él mismo viene a habitar entre nosotros: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» Un 1,14). La convivencia se hace por tanto identificación. Cristo se hizo «Igual a nosotros en todo menos en el pecado» (Heb 4,15).

En la relación con Jesús descubre el hombre una humanidad plena e incomparable, inimaginable. Ante sus ojos aparece aquella figura de hombre que toda persona anhela desde el fondo de su corazón: «el hombre nuevo» . No hay nadie que haya encontrado a Jesús y no haya sentido el atractivo de su persona. Su presencia despierta en el hombre sus deseos más limpios y verdaderos, y hace renacer en él la esperanza de una vida perdonada, plena. En Él, encuentra el hombre a Aquel que corresponde a sus anhelos, de modo que éstos ya no le parecen una ilusión abocada al fracaso.

Ante Jesús, todo hombre siente la llamada de «Volverse» para mirarlo: volverse hacia Alguien inesperado, que uno encuentra en el camino de su vida, que le atrae y le fascina con su presencia. Es la gracia de una presencia buena, amorosa, que uno percibe necesaria para su propia vida porque responde plenamente al anhelo del corazón, y porque la vida crece a su lado. Por eso, quien reconoce a Cristo comprende que lo más razonable que puede hacer es secundar el atractivo que ejerce sobre él. La conversión es siempre una gracia reconocida y secundada. Este carácter de gracia, de oferta de amor infinito, que tenla y tiene la presencia de Jesús, capacita a la voluntad del hombre para adherirse a Él, y ser así auténticamente libre. Ahora más que nunca la iniciativa es de Dios, que llama al hombre a la plenitud de su ser en la existencia cotidiana haciéndose uno de nosotros, compañero en el camino, como en Emaús (cf. Lc 24,13-35).

La conversión no exige del hombre ningún presupuesto, ninguna condición particular, a no ser la de acoger con humildad y sencillez -sabiéndose pequeño y pecador- la gracia del que llama a la puerta del alma y se presenta como un amigo. Es el caso de Zaqueo, jefe de publicanos y rico (cf. Lc 19,1-10)- ¿Cómo no iba Zaqueo a sentir el atractivo incomparable de la mirada de Jesús, cuando le dijo: «Baja, que hoy voy a hospedarme en tu casa»? jamás habla visto reconocida su persona como aquel día. Él podía ver bien la diferencia entre la recriminación de los fariseos y la mirada llena de afecto con la que jesús abrazaba su vida. Esta mirada, toda ternura, conmovió más la vida de aquel hombre apegado codiciosamente a sus bienes que todas las condenas de que había sido objeto: «Y Zaqueo le recibió muy contento». La acogida de Jesús hizo experimentar a Zaqueo una alegría desconocida para él hasta entonces. El perdón despertó en él el deseo del cambio, quedó transformado: «La mitad de mis bienes se los doy a los pobres...»; de esta forma Zaqueo empezó a participar de la salvación: «Hoy ha actitud moral nueva, nacida del encuentro con el amor de Dios. A Zaqueo se le cambia el corazón, la vida, la conducta. Es un hombre nuevo.

Por el contrario, el caso del joven rico muestra que el mal ejercicio de nuestro libre albedrío puede llevar-nos a resistir a la gracia que nos invita y nos llama (cf. Mc 10, 17-22) 8. También él ha tenido la dicha de tropezarse con Jesús en el camino de la vida. Le reconoce como un maestro «Bueno». Probablemente algo se habla despertado en él, ya que se acerca a Jesus para preguntarle por la vida eterna. Era una persona que habla tomado en serio su vida, que se esforzaba desde su juventud en cumplir los mandamientos. También él fue objeto de una mirada especial: «Y poniendo en él los ojos, le amó» (Mc 10,2 l). Pero a aquel joven, ante la invitación de Jesús a seguirle, «se le nubló el semblante y se fue triste» (Mc 10,22). Su tristeza contrasta con la alegría de Zaqueo.

Estos dos casos, como otros que narra el Evangelio, ponen de manifiesto hasta qué punto la persona de jesús situaba, a quien se encontraba con Él, ante la decisión mas importante de su vida. Pues estos hombres no estaban ante un profeta, que habla en nombre de otro; estaban ante alguien que ponla al hombre frente a Dios en su misma persona: «Jamás un hombre ha hablado como este hombre» (Jn 7,46). Por eso, ante Él el hombre ha de dar una respuesta en la que está en juego su propio destino.

Con el tiempo, los discípulos comprenderán que la excepcionalidad de aquella persona se explicaba sólo porque era Dios. Por eso podía Él reclamar una adhesión, un seguimiento total: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,34-35). La conversión a la que jesús llama no consiste simplemente en realizar algunas reformas en nuestro comportamiento habitual, en respetar algunos valores, sino en reconocerlo a Él como centro de la propia vida, sin lo cual el hombre no es capaz de vivir bien ni siquiera su relación consigo mismo, con las personas y con las cosas. Esta conversión no presupone tener una determinada fuerza de voluntad o unas energías extraordinarias; sólo requiere sencillez humilde, apertura de corazón para acogerlo: «El que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él» (Mc 10,15). De este sencillo reconocimiento de la persona de Jesús nacerá una relación viva con Él, que llevará al hombre a configurar su vida a semejanza de su Maestro: «Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de si mismo en la cruz»

fragmento de la Carta Pastoral 
del Arzobispo de Madrid D. Antonio María Rouco Varela 
en la Cuaresma de 1996 
(fuente: www.mercaba.org)

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