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viernes, 23 de marzo de 2012

Hay que orar con confianza

Lo que más encarecidamente nos pide el apóstol Santiago, si queremos alcanzar con la oración las divinas gracias, es que recemos con la más firme confianza de que seremos oídos. Pide, dice, con confianza, sin dudar nada. Santo Tomás nos enseña que así como la oración tiene su mérito por la caridad, así tiene su maravillosa eficacia por la fe y la confianza. Lo mismo nos predica San Bernardo, el cual afirma solemnemente que la sola confianza nos obtiene las misericordias divinas. 

La causa de que nuestra confianza en la misericordia divina sea tan grata al Señor es porque de esta manera honramos y ensalzamos su infinita bondad que fue la que El quiso sobre todo manifestar al mundo cuando nos dio la vida. Así lo cantaba el profeta, cuando decía: Alégrense, Dios mío, todos los que en Ti esperan, porque así serán eternamente benditos y Tú vivirás en medio de ellos. Y en otro lugar exclama: Protector es el Señor de todos los que esperan en El. Señor, Tú eres el que salvas a los que confían en Ti. 

¡Oh, qué hermosas son las promesas que Dios ha hecho en las Sagradas Escrituras a aquellos que confían en El! Los que esperan en El no caerán en pecado. La causa la da el profeta David, cuando dice que los ojos del Señor descansan sobre aquellos que le temen y confían en su misericordia para salvar sus almas de la muerte de la culpa. En otro lugar dice el mismo Señor: Porque esperó en Mí, le libraré.. le protegeré, le salvaré, le glorificaré. Nótese aquí que la razón que da para protegerlo y salvarlo y glorificarlo en la vida eterna es porque confió en Dios. Hablando también el profeta Isaías de aquellos que confían en el Señor, dice: Los que tienen puesta en el Señor su esperanza adquirirán nuevas fuerzas, tomarán alas, como de águila, correrán y no se fatigarán, andarán y no desfallecerán. Es decir: Ya no serán débiles, porque Dios les dará la fortaleza, y no tan sólo no caerán, sino que ni siquiera hallarán fatiga en el camino de la salvación: correrán, volarán como águilas. Añade el mismo santo Profeta: En la quietud y en la esperanza estará vuestra fortaleza. Esto nos quiere decir que toda nuestra fortaleza está en poder de Dios y en callar, es decir, descansando amorosamente en los brazos de su misericordia, y no haciendo caso de la ayuda y de los medios humanos.

¿Se oyó por ventura que alguna vez se haya perdido el que en Dios confió? Ninguno jamás esperó en el Señor y se quedó confundido. San Agustín pregunta: ¿Será Dios tan mezquino que se ofrezca a sacamos con bien de los peligros si acudimos a El, y luego nos deje solos y abandonados cuando hemos acudido a El? Y responde: No, no es Dios un charlatán que se ofrece con palabras a sostenernos, y retira el hombro cuando queremos apoyarnos en El.

Bienaventurado el hombre que espera en Ti, decía al Señor el Real Profeta. ¿Por qué? Responde el mismo Santo Rey: Porque a aquel que confía en Dios le circundará por todas partes la misericordia divina. Y de tal modo será ceñido y rodeado de la protección de Dios que estará bien seguro contra todos sus enemigos y no correrá ningún peligro de perderse.

Por eso no se cansa el Apóstol de exhortarnos a que no perdamos nunca la confianza en Dios, porque le está reservada una grande recompensa. Como sea nuestra confianza, así serán las gracias que recibiremos de Dios. Si es grande, grandes serán las gracias divinas. Confianza grande, cosas grandes merece, escribía San Bernardo, y añadía que la misericordia divina es fuente abundantísima y que el que a ella acude con vaso grande, cuanto mayor sea el vaso de confianza con que acudimos a ella, mayor es la cantidad de gracias que recibimos. Lo mismo había dicho ya antes el Real Profeta: Sea tu misericordia, Señor, sobre nosotros, según nosotros esperamos en Ti. Lo vemos confirmado en el centurión del Evangelio, al cual dijo Jesucristo, ponderando su confianza: Vete y hágase como confiaste. A Santa Gertrudis le reveló el Señor que el que pide con confianza tiene tal fuerza sobre su corazón, que no parece sino que le obliga a oírle y darle todo lo que pide. Lo mismo afirmó San Juan Clímaco: La oración hace dulcemente violencia sobre Dios.

San Pablo nos exhorta a la confianza con estas fervorosas palabras: Lleguémonos confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio de la gracia para ser socorridos a tiempo oportuno. El trono de la gracia es Jesús. Sentado está ahora a la diestra del Padre, no en trono de justicia, sino en trono de gracia, para darnos el perdón si vivimos en pecado, y la fuerza para perseverar si gozamos de su divina amistad. A ese trono hemos de acudir siempre con confianza, con aquella confianza que proviene de la fe que tenemos en la bondad y en la fidelidad de Dios, confianza firme e invencible, ya que se apoya en la palabra del Señor que ha prometido oír la oración de aquellos que de tal manera le rezaren.

Aquel que por el contrario se pone a orar con duda y desconfianza esté seguro que nada puede recibir. Así lo asegura el apóstol Santiago: El que anda dudando es semejante a la ola del mar, alborotada y agitada por el viento, de acá para allá. Así que un hombre tal no tiene que pensar que ha de recibir poco ni mucho del Señor. Nada alcanzará, porque la necia desconfianza que turba su corazón será un obstáculo para los dones de la divina misericordia. No pediste bien, dice San Basilio, cuando pediste con desconfianza. Y el profeta David dice que nuestra confianza debe ser firme como montañas que no se mueven a capricho de los vientos. Los que ponen su confianza en el Señor estarán firmes como el monte de Sión, que no se cuarteará jamás. Oigamos, por tanto, el divino consejo que nos da nuestro Redentor, si de veras queremos obtener las gracias que pedimos. Todas cuantas cosas pidierais en la oración, tened viva fe de conseguirlas, y sin duda se os concederán sin falta.




LOS FUNDAMENTOS DE NUESTRA CONFIANZA

Y ahora quizás dirá alguno: Pues si yo soy ruin y miserable ¿sobre qué fundamento puedo apoyar mi confianza de alcanzar todo lo que pidiere? ¿Sobre qué fundamento? Sobre aquella promesa infalible que hizo Jesucristo, cuando dijo: Pedid y recibiréis. ¿Quién puede temer ser engañado, pregunta San Agustín, cuando el que promete es la misma verdad? ¿Cómo podemos dudar de la eficacia de nuestras oraciones, cuando Dios, que es la misma verdad, nos garantiza solemnemente que nos dará todo lo que pidamos? Y añade el mismo santo Doctor: No nos exhortaría a pedir, si no quisiera escuchar. Pero leamos el Evangelio y veremos cuán encarecidamente nos inculca el Señor que oremos: Orad, pedid, buscad, y alcanzaréis cuanto pidiereis. Pedid cuanto queréis: todo se hará a medida de vuestros deseos. Y para que le pidiéramos con esta debida confianza quiso que en la oración dominical, en la cual recurrimos a Dios para pedirle las gracias necesarias para nuestra salvación eterna, pues todas en esa divina oración están encerradas, e demos no el nombre de Señor, sino el de Padre. Es que quiere que pidamos las gracias a Dios con aquella amorosa confianza con que un hijo pobre y enfermo busca el pan y la medicina en el corazón de su padre. Si un hijo, en efecto, estuviera para morirse de hambre, le bastaría decírselo a su padre, y éste al punto le daría el alimento necesario; y si el hijo por ventura fuese mordido de una venenosa serpiente, que vaya al padre con la herida abierta, que sin duda en el acto le aplicará remedio.

Vamos, pues, lo que nos dice el apóstol San Pablo: Mantengamos firme la esperanza que hemos confesado, pues es fiel el que hizo la promesa. Confiados en esta divina promesa, pidamos siempre con confianza, y no sea confianza vacilante, sino firme e inconmovible. Pues si es cierto que Dios es fiel a sus promesas, la misma certidumbre ha de tener nuestra confianza de alcanzar todo lo que le pidamos. Verdad es que hay momentos en que por aridez del espíritu o por otras turbaciones, que agitan nuestro corazón, no podemos rezar con la confianza que quisiéramos tener. Mas ni en estos casos dejemos de rezar, aunque tengamos que hacernos violencia. Dios nos escuchará- Bien pudiera ser que entonces nos oiga más prontamente el Señor, pues en ese estado rezamos más desconfiados de nosotros mismos y más fiados en la bondad y fidelidad de Dios a las promesas que hizo a la oración. ¡Oh, cómo se complace el Señor al ver que en la hora de la tribulación, de los temores y de la tentación, seguimos esperando en El contra toda esperanza, esto es, contra aquel sentimiento de desconfianza que la desolación interior quiere levantar en nuestro espíritu!

Así decía San Pablo en alabanza de Abraham: que seguía en su esperanza contra toda esperanza. Afirma San Juan que aquel que se pone con firme confianza en Dios será santo. Lo dice con estas palabras: Quien en El tiene tal esperanza, se santifica a sí mismo, así como El es santo también. La razón es que Dios derrama abundantemente las gracias sobre los que confían en él . Sostenidos por esta confianza tantos mártires, tantos niños y tantas vírgenes, aun en medio de los más horrendos tormentos que los tiranos inventaron contra ellos, vencieron y se mantuvieron en la fe. Si a veces sucede que nos asaltan dudas de desconfianza, no por eso dejemos de orar. Perseveremos en la oración hasta el fin. Así lo hacía el Santo Job, el cual repetía generoso: Aunque me llegare a matar, en El esperaré. Dios mío, aunque me arrojes de tu presencia no dejaré de orar y confiar en tu misericordia. Hagámoslo así y estemos seguros de que alcanzaremos de Dios todo lo que queramos.

Así hizo la cananea y por este camino consiguió de Jesucristo lo que pedía. Tenía la desventurada madre a su hija poseída del demonio y se acercó al Redentor para que la curase: Ten piedad de mí, le dijo, mi hija está cruelmente atormentada del demonio. Replicóle el Señor que El no había venido a salvar a los gentiles, sino a los judíos. No perdió la mujer la confianza, antes prosiguió diciendo con mayores ansias: Señor, si queréis, podéis salvarme. Señor, ayudadme... Y otra vez le sale al paso Jesucristo con estas palabras: El pan de los hijos no hay que tirárselo a los perros. A lo cual replicó ella: Es verdad, Señor, pero al menos a los perritos se les echa las migajas que sobran en la mesa de los amos. Y aquí ya no pudo negarse el Señor y alabando la fe y la confianza de aquella mujer, le concedió la gracia que le pedía diciéndole: ¡Oh mujer, qué grande es tu confianza, hágase como deseas! Con razón, pues, dice el Eclesiástico: ¿Quién invocó al Señor y fue despreciado por El?

Dice San Agustín que la oración es la llave maravillosa que nos abre todos los tesoros del cielo. Apenas nuestra oración llega al Señor, desciende sobre nosotros la gracia que acabamos de pedir. Sus palabras son éstas: Es la llave y puerta del cielo... sube la oración y desciende la misericordia de Dios. Esto es tan verdadero, que el Real Profeta dice que juntas caminan siempre la oración nuestra y la misericordia de Dios. Bendito sea el Señor que no desechó mi oración ni retiró de mí su misericordia. San Agustín nos enseña lo mismo, cuando escribe: Cuando ves que tu oración está en tus labios, date cuenta y está seguro que se halla muy junto también de ti su divina misericordia. De mí sé decir que no siento nunca mayor consolación en mi espíritu, ni tengo confianza más firme de salvarme, que cuando me hallo a los pies de mi Dios, rezando y encomendándome a su bondad. Lo mismo tengo por cierto que pasará a los demás, pues otras señales de predestinación inciertas son y falibles, pero que Dios oye la oración de quien le reza con confianza, es verdad indubitable e infalible, como infalible es que Dios no puede ser infiel a sus promesas.

Así, pues, cuando sintamos nuestra debilidad e impotencia para vencer las pasiones u otras dificultades que se oponen a la voluntad de Dios sobre nosotros digamos animosos con el Apóstol: Todo lo puedo en Aquel que es mi fortaleza. Jamás se nos ocurra pensar, no puedo... no me siento con fuerzas... Es cierto que con nuestras fuerzas nada podemos, mas lo podemos todo con la ayuda divina. Si Dios dijera a uno de sus siervos: Toma este monte, échatelo a la espalda y llévalo de aquí que yo te ayudaré, y él dijere: No quiero, porque no tengo fuerzas para tanto... ¿no le tendríamos por necio y poco confiado? Pues, cuando nosotros por ventura nos veamos llenos de miserias y enfermedades y reciamente combatidos de tentaciones, no perdamos los ánimos, antes alcemos los ojos al cielo y digamos a Dios con David: Ayúdame, Señor, y despreciaré a todos mis enemigos. Con tu ayuda, oh Dios mío, me burlaré de los asaltos de todos los enemigos de mi alma y venceré. Y cuando nos hallemos en grave peligro de ofender a Dios o en trance de funestas consecuencias, y no sepamos a donde volver los ojos, volvámonos a Dios y encomendémonos a El, diciéndole: El Señor es mi luz y mi salvación... ¿a quién puedo temer? Tengamos absoluta certidumbre de que el Señor nos iluminará y nos librará de todo mal. 

escrito por San Alfonso María Ligorio
(fuente: www.abandono.com)

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