Lo que más
encarecidamente nos pide el apóstol Santiago, si
queremos alcanzar con la oración las divinas gracias,
es que recemos con la más firme confianza de que
seremos oídos. Pide, dice, con confianza,
sin dudar nada. Santo Tomás nos enseña que
así como la oración tiene su mérito por
la caridad, así tiene su maravillosa eficacia por la
fe y la confianza. Lo mismo nos predica San Bernardo, el
cual afirma solemnemente que la sola confianza nos obtiene
las misericordias divinas.
La causa de que nuestra
confianza en la misericordia divina sea tan grata al
Señor es porque de esta manera honramos y ensalzamos
su infinita bondad que fue la que El quiso sobre todo
manifestar al mundo cuando nos dio la vida. Así lo
cantaba el profeta, cuando decía:
Alégrense, Dios mío, todos los que en Ti
esperan, porque así serán eternamente benditos
y Tú vivirás en medio de ellos. Y en otro
lugar exclama: Protector es el Señor de todos los
que esperan en El. Señor, Tú eres el que
salvas a los que confían en Ti.
¡Oh, qué hermosas
son las promesas que Dios ha hecho en las Sagradas
Escrituras a aquellos que confían en El! Los que
esperan en El no caerán en pecado. La causa la da el
profeta David, cuando dice que los ojos del Señor
descansan sobre aquellos que le temen y confían en su
misericordia para salvar sus almas de la muerte de la culpa.
En otro lugar dice el mismo Señor: Porque
esperó en Mí, le libraré.. le
protegeré, le salvaré, le
glorificaré. Nótese aquí que la
razón que da para protegerlo y salvarlo y
glorificarlo en la vida eterna es porque confió en
Dios. Hablando también el profeta Isaías de
aquellos que confían en el Señor, dice: Los
que tienen puesta en el Señor su esperanza
adquirirán nuevas fuerzas, tomarán alas, como
de águila, correrán y no se fatigarán,
andarán y no desfallecerán. Es decir: Ya
no serán débiles, porque Dios les dará
la fortaleza, y no tan sólo no caerán, sino
que ni siquiera hallarán fatiga en el camino de la
salvación: correrán, volarán como
águilas. Añade el mismo santo Profeta: En
la quietud y en la esperanza estará vuestra
fortaleza. Esto nos quiere decir que toda nuestra
fortaleza está en poder de Dios y en callar, es
decir, descansando amorosamente en los brazos de su
misericordia, y no haciendo caso de la ayuda y de los medios
humanos.
¿Se oyó por
ventura que alguna vez se haya perdido el que en Dios
confió? Ninguno jamás esperó en el
Señor y se quedó confundido. San
Agustín pregunta: ¿Será Dios tan mezquino
que se ofrezca a sacamos con bien de los peligros si
acudimos a El, y luego nos deje solos y abandonados cuando
hemos acudido a El? Y responde: No, no es Dios un
charlatán que se ofrece con palabras a sostenernos, y
retira el hombro cuando queremos apoyarnos en El.
Bienaventurado el hombre
que espera en Ti, decía al Señor el Real
Profeta. ¿Por qué? Responde el mismo Santo Rey:
Porque a aquel que confía en Dios le
circundará por todas partes la misericordia
divina. Y de tal modo será ceñido y
rodeado de la protección de Dios que estará
bien seguro contra todos sus enemigos y no correrá
ningún peligro de perderse.
Por eso no se cansa el
Apóstol de exhortarnos a que no perdamos nunca la
confianza en Dios, porque le está reservada una
grande recompensa. Como sea nuestra confianza, así
serán las gracias que recibiremos de Dios. Si es
grande, grandes serán las gracias divinas. Confianza
grande, cosas grandes merece, escribía San Bernardo,
y añadía que la misericordia divina es fuente
abundantísima y que el que a ella acude con vaso
grande, cuanto mayor sea el vaso de confianza con que
acudimos a ella, mayor es la cantidad de gracias que
recibimos. Lo mismo había dicho ya antes el Real
Profeta: Sea tu misericordia, Señor, sobre
nosotros, según nosotros esperamos en Ti. Lo
vemos confirmado en el centurión del Evangelio, al
cual dijo Jesucristo, ponderando su confianza: Vete y
hágase como confiaste. A Santa Gertrudis le
reveló el Señor que el que pide con confianza
tiene tal fuerza sobre su corazón, que no parece sino
que le obliga a oírle y darle todo lo que pide. Lo
mismo afirmó San Juan Clímaco: La
oración hace dulcemente violencia sobre Dios.
San Pablo nos exhorta a la
confianza con estas fervorosas palabras:
Lleguémonos confiadamente al trono de la gracia, a
fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio de la
gracia para ser socorridos a tiempo oportuno. El trono
de la gracia es Jesús. Sentado está ahora a la
diestra del Padre, no en trono de justicia, sino en trono de
gracia, para darnos el perdón si vivimos en pecado, y
la fuerza para perseverar si gozamos de su divina amistad. A
ese trono hemos de acudir siempre con confianza, con aquella
confianza que proviene de la fe que tenemos en la bondad y
en la fidelidad de Dios, confianza firme e invencible, ya
que se apoya en la palabra del Señor que ha prometido
oír la oración de aquellos que de tal manera
le rezaren.
Aquel que por el contrario se
pone a orar con duda y desconfianza esté seguro que
nada puede recibir. Así lo asegura el apóstol
Santiago: El que anda dudando es semejante a la ola del
mar, alborotada y agitada por el viento, de acá para
allá. Así que un hombre tal no tiene que
pensar que ha de recibir poco ni mucho del Señor.
Nada alcanzará, porque la necia desconfianza que
turba su corazón será un obstáculo para
los dones de la divina misericordia. No pediste bien,
dice San Basilio, cuando pediste con desconfianza. Y
el profeta David dice que nuestra confianza debe ser firme
como montañas que no se mueven a capricho de los
vientos. Los que ponen su confianza en el Señor
estarán firmes como el monte de Sión, que no
se cuarteará jamás. Oigamos, por tanto, el
divino consejo que nos da nuestro Redentor, si de veras
queremos obtener las gracias que pedimos. Todas cuantas
cosas pidierais en la oración, tened viva fe de
conseguirlas, y sin duda se os concederán sin falta.
LOS FUNDAMENTOS DE NUESTRA CONFIANZA
Y ahora quizás
dirá alguno: Pues si yo soy ruin y miserable
¿sobre qué fundamento puedo apoyar mi confianza
de alcanzar todo lo que pidiere? ¿Sobre qué
fundamento? Sobre aquella promesa infalible que hizo
Jesucristo, cuando dijo: Pedid y recibiréis.
¿Quién puede temer ser engañado, pregunta
San Agustín, cuando el que promete es la misma
verdad? ¿Cómo podemos dudar de la eficacia de
nuestras oraciones, cuando Dios, que es la misma verdad, nos
garantiza solemnemente que nos dará todo lo que
pidamos? Y añade el mismo santo Doctor: No nos
exhortaría a pedir, si no quisiera escuchar. Pero
leamos el Evangelio y veremos cuán encarecidamente
nos inculca el Señor que oremos: Orad, pedid,
buscad, y alcanzaréis cuanto pidiereis. Pedid cuanto
queréis: todo se hará a medida de vuestros
deseos. Y para que le pidiéramos con esta debida
confianza quiso que en la oración dominical, en la
cual recurrimos a Dios para pedirle las gracias necesarias
para nuestra salvación eterna, pues todas en esa
divina oración están encerradas, e demos no el
nombre de Señor, sino el de Padre. Es que quiere que
pidamos las gracias a Dios con aquella amorosa confianza con
que un hijo pobre y enfermo busca el pan y la medicina en el
corazón de su padre. Si un hijo, en efecto, estuviera
para morirse de hambre, le bastaría decírselo
a su padre, y éste al punto le daría el
alimento necesario; y si el hijo por ventura fuese mordido
de una venenosa serpiente, que vaya al padre con la herida
abierta, que sin duda en el acto le aplicará remedio.
Vamos, pues, lo que nos dice
el apóstol San Pablo: Mantengamos firme la
esperanza que hemos confesado, pues es fiel el que hizo la
promesa. Confiados en esta divina promesa, pidamos
siempre con confianza, y no sea confianza vacilante, sino
firme e inconmovible. Pues si es cierto que Dios es fiel a
sus promesas, la misma certidumbre ha de tener nuestra
confianza de alcanzar todo lo que le pidamos. Verdad es que
hay momentos en que por aridez del espíritu o por
otras turbaciones, que agitan nuestro corazón, no
podemos rezar con la confianza que quisiéramos tener.
Mas ni en estos casos dejemos de rezar, aunque tengamos que
hacernos violencia. Dios nos escuchará- Bien pudiera
ser que entonces nos oiga más prontamente el
Señor, pues en ese estado rezamos más
desconfiados de nosotros mismos y más fiados en la
bondad y fidelidad de Dios a las promesas que hizo a la
oración. ¡Oh, cómo se complace el
Señor al ver que en la hora de la tribulación,
de los temores y de la tentación, seguimos esperando
en El contra toda esperanza, esto es, contra aquel
sentimiento de desconfianza que la desolación
interior quiere levantar en nuestro espíritu!
Así decía San
Pablo en alabanza de Abraham: que seguía en su
esperanza contra toda esperanza. Afirma San Juan que
aquel que se pone con firme confianza en Dios será
santo. Lo dice con estas palabras: Quien en El tiene tal
esperanza, se santifica a sí mismo, así como
El es santo también. La razón es que Dios
derrama abundantemente las gracias sobre los que
confían en él . Sostenidos por esta confianza
tantos mártires, tantos niños y tantas
vírgenes, aun en medio de los más horrendos
tormentos que los tiranos inventaron contra ellos, vencieron
y se mantuvieron en la fe. Si a veces sucede que nos asaltan
dudas de desconfianza, no por eso dejemos de orar.
Perseveremos en la oración hasta el fin. Así
lo hacía el Santo Job, el cual repetía
generoso: Aunque me llegare a matar, en El
esperaré. Dios mío, aunque me arrojes de
tu presencia no dejaré de orar y confiar en tu
misericordia. Hagámoslo así y estemos seguros
de que alcanzaremos de Dios todo lo que queramos.
Así hizo la cananea y
por este camino consiguió de Jesucristo lo que
pedía. Tenía la desventurada madre a su hija
poseída del demonio y se acercó al Redentor
para que la curase: Ten piedad de mí, le dijo,
mi hija está cruelmente atormentada del
demonio. Replicóle el Señor que El no
había venido a salvar a los gentiles, sino a los
judíos. No perdió la mujer la confianza,
antes prosiguió diciendo con mayores ansias:
Señor, si queréis, podéis salvarme.
Señor, ayudadme... Y otra vez le sale al paso
Jesucristo con estas palabras: El pan de los hijos no hay
que tirárselo a los perros. A lo cual
replicó ella: Es verdad, Señor, pero al
menos a los perritos se les echa las migajas que sobran en
la mesa de los amos. Y aquí ya no pudo negarse el
Señor y alabando la fe y la confianza de aquella
mujer, le concedió la gracia que le pedía
diciéndole: ¡Oh mujer, qué grande es
tu confianza, hágase como deseas! Con
razón, pues, dice el Eclesiástico:
¿Quién invocó al Señor y fue
despreciado por El?
Dice San Agustín que la
oración es la llave maravillosa que nos abre todos
los tesoros del cielo. Apenas nuestra oración llega
al Señor, desciende sobre nosotros la gracia que
acabamos de pedir. Sus palabras son éstas: Es la
llave y puerta del cielo... sube la oración y
desciende la misericordia de Dios. Esto es tan
verdadero, que el Real Profeta dice que juntas caminan
siempre la oración nuestra y la misericordia de Dios.
Bendito sea el Señor que no desechó mi
oración ni retiró de mí su
misericordia. San Agustín nos enseña lo
mismo, cuando escribe: Cuando ves que tu oración
está en tus labios, date cuenta y está seguro
que se halla muy junto también de ti su divina
misericordia. De mí sé decir que no siento
nunca mayor consolación en mi espíritu, ni
tengo confianza más firme de salvarme, que cuando me
hallo a los pies de mi Dios, rezando y encomendándome
a su bondad. Lo mismo tengo por cierto que pasará a
los demás, pues otras señales de
predestinación inciertas son y falibles, pero que
Dios oye la oración de quien le reza con confianza,
es verdad indubitable e infalible, como infalible es que
Dios no puede ser infiel a sus promesas.
Así, pues, cuando
sintamos nuestra debilidad e impotencia para vencer las
pasiones u otras dificultades que se oponen a la voluntad de
Dios sobre nosotros digamos animosos con el Apóstol:
Todo lo puedo en Aquel que es mi fortaleza.
Jamás se nos ocurra pensar, no puedo... no me siento
con fuerzas... Es cierto que con nuestras fuerzas nada
podemos, mas lo podemos todo con la ayuda divina. Si Dios
dijera a uno de sus siervos: Toma este monte,
échatelo a la espalda y llévalo de aquí
que yo te ayudaré, y él dijere: No quiero,
porque no tengo fuerzas para tanto... ¿no le
tendríamos por necio y poco confiado? Pues, cuando
nosotros por ventura nos veamos llenos de miserias y
enfermedades y reciamente combatidos de tentaciones, no
perdamos los ánimos, antes alcemos los ojos al cielo
y digamos a Dios con David: Ayúdame, Señor,
y despreciaré a todos mis enemigos. Con tu ayuda,
oh Dios mío, me burlaré de los asaltos de
todos los enemigos de mi alma y venceré. Y cuando nos
hallemos en grave peligro de ofender a Dios o en trance de
funestas consecuencias, y no sepamos a donde volver los
ojos, volvámonos a Dios y encomendémonos a El,
diciéndole: El Señor es mi luz y mi
salvación... ¿a quién puedo temer?
Tengamos absoluta certidumbre de que el Señor nos
iluminará y nos librará de todo mal.
escrito por San Alfonso María Ligorio
(fuente: www.abandono.com)
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