Un lugar en Nuestra Iglesia para adolescentes y jóvenes - Sitio web consagrado a María Auxiliadora
Buscar en mallinista.blogspot.com
lunes, 13 de junio de 2011
San Antonio, el santo de Padua
San Antonio nació en Lisboa, en Portugal, en el año 1195. Una tradición barroca indica la fecha del 15 de agosto como probable. Era hijo de los nobles Martín de Bulhoes y María Taveira; su casa estaba a pocos metros de la catedral. En la pila bautismal de dicha catedral le fue puesto el nombre de Fernando.
Los primeros años de formación los pasó bajo la culta guía de los canónigos de la Catedral. Entre sus compañeros de estudios había ya algunos chicos orientados hacia la elección del sacerdocio. Seguramente nació aquí la aspiración del joven Fernando de escoger el servicio sacerdotal.
Pero fueron sobre todo la mediocridad moral, la superficialidad y la corrupción de la sociedad, las cosas que lo empujaron a entrar en el monasterio de São Vicente, fuera de las murallas de Lisboa, para vivir el ideal evangélico sin compromisos.
Fue acogido por una comunidad de canónigos regulares de San Agustín.
Entre los agustinos
En São Vicente se quedó durante unos dos años. Después, molesto por las continuas visitas de los amigos, con los que ya no tenía nada en común, pidió que lo trasladaran a otro lugar, siempre dentro de la Orden agustiniana. Antonio afrontaba de esta forma su primer gran viaje, unos 230 kilómetros, los que separan Lisboa de Coimbra, en aquel entonces capital de Portugal.
Fernando tenía 17 años. Llegaba a un ambiente donde tenía que convivir con una comunidad numerosa de unos 70 miembros durante 8 años, de 1212 a 1220.
Fueron años importantísimos para la formación humana e intelectual del Santo, que podía confiar en sus buenos maestros y en una rica y actualizada biblioteca.
Trevisan, San Antonio agustino
Fernando si dedicó completamente al estudio de las ciencias humanas y teológicas, también para alejarse de las tensiones que atravesaba la comunidad religiosa. Los años transcurridos en Santa Cruz de Coimbra dejaron una huella profunda en la fisonomía psicológica y en el perfil existencial del futuro apóstol.
Ya por carácter se nos presenta como un hombre apartado, celoso de su secreto, cerrado en sus cosas de trabajo que le dejaban poco tiempo libre. Se convirtió, por libre elección, en un hombre sin ambiciones sociales; reacio a cualquier tipo de ostentación y exhibición de sí mismo y de sus dotes, desconfiado de las polémicas, indiferente a las exterioridades de cualquier tipo, a excepción de cuando lo tenía que hacer por deber del testimonio evangélico.
De Coimbra salió hecho un hombre maduro. Su cultura teológica, nutrida por la Biblia y la tradición patrística, había llegado a un punto definitivo.
Fernando sacerdote
En Santa Cruz Fernando fue ordenado sacerdote; la ordenación le fue conferida en la canónica de Santa Cruz de Coimbra, probablemente en 1220. Para el joven Fernando se desatendió la norma eclesiástica que fijaba en un mínimo de 30 años la edad para tener acceso al sacerdocio.
Signo de sangre
Hacia finales del verano de 1220 Fernando pidió y obtuvo poder dejar los Canónigos regulares de San Agustín para poder abrazar el ideal franciscano. No es seguro que conociera personalmente a los primeros franciscanos que llegaron a tierras lusas. Pero es seguro que oyó hablar de ellos, y quedo en seguida fascinado.
Sobre todo cuando llegaron los restos mortales de sus mártires, recogidos por los cristianos en dos cofres de plata y llevados por el Infante Pedro y su séquito hasta Ceuta, y de allí transportados a Algeciras, después a Sevilla y finalmente trasladados a Coimbra, donde fueron colocados en la iglesia de los agustinos de Santa Cruz (en la que todavía hoy se encuentran custodiados y son venerados). Se explicaban también los milagros que hicieron, fue creciendo la devoción, y se escribieron las proezas de los mártires. Todo contribuyó a poner al movimiento franciscano en el centro de atención de todos los fieles portugueses.
La solicitud por parte de Fernando de entrar a formar parte de los seguidores de Francisco de Asís madura a causa de una fuerte vocación por la misión y, especialmente, por el martirio de sangre.
Antonio misionero
Trevisan, San Antonio reflexiona sobre el martirio de los misioneros franciscanos
En septiembre de 1220, Fernando dejó los blancos hábitos de los agustinos para vestirse con la tosca túnica de buriel atada con una cuerda en la cadera.
Para la ocasión, abandona también el viejo nombre de bautismo para asumir el de Antonio, el ermitaño egipcio del Eremitorio de São Antonio dos Olivãis, donde vivían los franciscanos. Después de un breve periodo de estudio de la regla franciscana, Antonio se fue a Marruecos.
El itinerario que siguió, por tierra y por mar, no lo sabemos. Muy probablemente, según las costumbres franciscanas, a Antonio lo acompañó un hermano franciscano, del que no sabemos el nombre.
Al llegar al territorio de Miramolino, en Marrakesh o en otra localidad, fue acogido en casa de algún cristiano, residente allí por motivos comerciales o alguna otra cosa. Para dirigirse a los musulmanes, el Santo tenía que conocer bastante bien el idioma árabe, cosa no muy difícil para un lisboeta de la época, proveniente de una zona bilingüe.
De no ser así, tenía que poder fiarse de su compañero: si no ambos, al menos uno tenía que ser experto en aquel idioma.
De no ser así, tenía que poder fiarse de su compañero: si no ambos, al menos uno tenía que ser experto en aquel idioma.
Antonio no pudo seguir con su proyecto de predicación porque contrajo una enfermedad tropical. Para conseguir recuperar, aunque fuera en parte la salud, decidió volver a su patria, pero sin abandonar su ideal de martirio. Fue por lo tanto obligado a irse de Marruecos, volviendo a hacerse a la mar.
Pero, a causa de una inesperada ráfaga de vientos contrarios, la nave fue transportada hasta la lejana Sicilia (Italia). Antonio, que la tradición nos dice que desembarcó en Milazzo (Mesina), era un desconocido fraile extranjero, joven y sin cargos de gobierno, que había sufrido físicamente. Su convalecencia en Sicilia duró casi dos meses.
Informado por sus hermanos sicilianos, Antonio dejó Sicilia, subió por la península italiana para participar en el capítulo general -llamado de las Esteras- que se celebraba en Asís del 30 de mayo al 8 de junio de 1221. Antonio desde Lisboa, desconocido por todos porque había entrado hacía sólo unos meses en la Orden, pasó los nueve días de la reunión apartado y solitario, inmerso en la observación y en la reflexión.
Era uno entre tantos, no tenía nada que lo hiciera distinto a los demás. Al momento de la despedida ninguno de los 'ministros' se lo llevó consigo.
Cuando se habían ido casi todos los conventuales, Antonio fue notado por el padre Graciano, ministro provincial de la región de Romaña. Cuando supo que el joven fraile era también sacerdote, le pidió que lo siguiera.
domingo, 12 de junio de 2011
"Reciban al Espíritu Santo"
Lectura del Santo Evangelio según San Juan (Juan 20, 19-23)
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: "La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo". Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar".
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
El autor del cuarto evangelio sitúa las apariciones del Señor resucitado narradas en el capítulo 20, del que hoy la Iglesia nos propone unos versículos, con los detalles del tiempo y lugar en que se realizan. Teniendo presente su estilo habitual, sabemos que todas estas indicaciones tienen un sentido preciso, son ellas también “signos”, con un valor teológico profundo.
Así pues, la perícopa que hoy proclamamos y que nos acompaña en la oración personal y en la celebración, nos sitúa en el domingo de Pascua, “el primer día de la semana”. Este apelativo en el Nuevo Testamento indica siempre el domingo. A finales ya del primer siglo, el vidente de Patmos lo llamará también “el día del Señor” (Ap 1,10). Día importante, porque recuerda la resurrección de Cristo el Señor (cf. Mc 16, 9), y también el día en el que el mismo Resucitado se aparece a los discípulos, sus “hermanos” (cf. Mt 28,10) y a las mujeres que “muy de madrugada van al sepulcro” (Mt 28,9-10; Mc 16,2; Lc 24,1; Jn 20, 1).
La primera aparición del Maestro resucitado tiene, pues, lugar en “el atardecer de aquel día, el día primero de la semana” (Jn 20, 19). Los discípulos están “en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”. Cristo resucitado es Señor del tiempo y del espacio: las puertas cerradas, lo mismo que la muerte, ya no constituyen un obstáculo para que él se manifieste, “ya no tienen dominio sobre él” (cf. Rom 6, 9.
Entra en casa, se pone en medio de los suyos, les muestra las señales que lo identifican: “las manos y el costado” con las heridas propias del Crucificado el viernes santo.
Por dos veces les saluda con el saludo propio de Israel, “Shalom!”, que aquí es también el primer don de su resurrección. Inmediatamente los saca de sus miedos, los lanza al anuncio, a la misión, la misma que él realizó por voluntad del Padre. En las palabras del envío “Como el Padre me envió os envío yo también a vosotros” (v. 21), encuentro una expresión repetida de la igualdad entre Jesús y el Padre. Esta fórmula es frecuente en el evangelio de Juan de manera especial. Me gusta por lo menos citar alguna otra, teniendo en cuenta no sólo ni tanto la belleza literaria de las expresiones cuanto más bien la profunda realidad ontológica que revelan: “El Padre y yo somos uno” (cf. Jn 5, 19.21.23.26; 10, 15.25.30; 14, 6-7.11.20; 15, 9; 17, 21).
“Como el Padre, así también Yo”. El modelo, el referente es siempre el Abbá, el Padre. Y Jesús hablará de lo que le ha oído al Padre, hará las obras que ha visto realizar al Padre; como el Padre le conoce íntimamente a él, él conoce a sus ovejas, a los que son suyos, a los que el Padre le ha confiado. ¡Que seguridad le tenía que dar a Jesús esta igualdad con el Padre en todo y qué seguridad me da también a mí! Con Jesús está siempre el Padre...
Juan prosigue en su narración: “Dicho esto”, el Maestro exhala su aliento, su “ruah” sobre los discípulos y les comunica el Espíritu Santo. Otro gesto preñado de significado: Jesús exhala sobre los discípulos su mismo Espíritu. Les transmite así el verdadero don pascual. "Es el Pentecostés joaneo, que el evangelista aproxima al evento de la resurrección para subrayar su particular perspectiva teológica: es única la “hora”, a la que tendía toda la existencia terrena de Jesús, es la hora en la que glorifica al Padre mediante el sacrificio de la cruz y la entrega del Espíritu en la muerte, y es también, inseparablemente, la hora en la que el Padre glorifica al Hijo en la resurrección. En esta hora única Jesús transmite a los discípulos el Espíritu”.
En la cruz, “sabiendo Jesús que todo estaba cumplido”, había entregado el espíritu (cf. Jn 19, 28.30), como preludio de esta efusión plena la tarde de Pascua. La entrega-comunicación del Espíritu está aquí relacionada con el poder de perdonar el pecado. El Espíritu es, en efecto, “la remisión de los pecados”. Así lo identifica la liturgia.
(fuente: www.discipulasdm.org)
sábado, 11 de junio de 2011
Cielo, Purgatorio e Infierno en el Catecismo de Nuestra Madre Iglesia
II. El cielo
1023 Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4):
«Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos [...] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron [...]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte [...] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura» (Benedicto XII: Const. Benedictus Deus: DS 1000; cf. LG 49).
1024 Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo" . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.
1025 Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en Él", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):
«Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).
1026 Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él.
1027 Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9).
1028 A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia "la visión beatífica":
«¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios [...], gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada» (San Cipriano de Cartago, Epistula 58, 10).
1029 En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él "ellos reinarán por los siglos de los siglos" (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).
III. La purificación final o purgatorio
1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820; 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador:
«Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, Dialogi 4, 41, 3).
1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:
«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? [...] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios homilia 41, 5).
IV. El infierno
1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3, 14-15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
1034 Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga" (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles [...] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!" (Mt 25, 41).
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14):
«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes"» (LG 48).
1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2 P 3, 9):
«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (Plegaria eucarística I o Canon Romano, 88: Misal Romano)
1023 Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4):
«Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos [...] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron [...]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte [...] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura» (Benedicto XII: Const. Benedictus Deus: DS 1000; cf. LG 49).
1024 Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo" . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.
1025 Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en Él", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):
«Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).
1026 Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él.
1027 Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9).
1028 A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia "la visión beatífica":
«¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios [...], gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada» (San Cipriano de Cartago, Epistula 58, 10).
1029 En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él "ellos reinarán por los siglos de los siglos" (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).
III. La purificación final o purgatorio
1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820; 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador:
«Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, Dialogi 4, 41, 3).
1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:
«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? [...] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios homilia 41, 5).
IV. El infierno
1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3, 14-15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
1034 Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga" (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles [...] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!" (Mt 25, 41).
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14):
«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes"» (LG 48).
1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2 P 3, 9):
«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (Plegaria eucarística I o Canon Romano, 88: Misal Romano)
(fuente: www.vatican.va)
viernes, 10 de junio de 2011
Ven, Dios Espíritu Santo...
Ven, Dios Espíritu Santo, y envíanos desde el cielo tu luz, para iluminarnos.
Ven ya, padre de los pobres, luz que penetra en las almas, dador de todos los dones.
Fuente de todo consuelo, amable huésped del alma, paz en las horas de duelo.
Eres pausa en el trabajo; brisa, en un clima de fuego consuelo, en medio del llanto.
Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran.
Sin tu inspiración divina los hombres nada podemos y el pecado nos domina.
Lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas.
Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas.
Concede a aquellos que ponen en ti su fe y su confianza tus siete sagrados dones.
Danos virtudes y méritos, danos una buena muerte y contigo el gozo eterno.
Amén.
Ven ya, padre de los pobres, luz que penetra en las almas, dador de todos los dones.
Fuente de todo consuelo, amable huésped del alma, paz en las horas de duelo.
Eres pausa en el trabajo; brisa, en un clima de fuego consuelo, en medio del llanto.
Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran.
Sin tu inspiración divina los hombres nada podemos y el pecado nos domina.
Lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas.
Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas.
Concede a aquellos que ponen en ti su fe y su confianza tus siete sagrados dones.
Danos virtudes y méritos, danos una buena muerte y contigo el gozo eterno.
Amén.
jueves, 9 de junio de 2011
¿Quién es el Espíritu Santo?
Según el Catecismo de la Iglesia Católica, el Espíritu Santo es la "Tercera Persona de la Santísima Trinidad". Es decir, habiendo un sólo Dios, existen en Él tres personas distinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta verdad ha sido revelada por Jesús en su Evangelio.
El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su consumación, pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. El Señor Jesús nos lo presenta y se refiere a Él no como una potencia impersonal, sino como una Persona diferente, con un obrar propio y un carácter personal.
"Dios es Amor" (Jn 4,8-16) y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor "Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". (Rom 5,5).
Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo, "La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros." 2 Co 13,13; es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado. Por el Espíritu Santo nosotros podemos decir que "Jesús es el Señor ", es decir para entrar en contacto con Cisto es necesario haber sido atraído por el Espíritu Santo.
Mediante el Bautismo se nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les concede la incorruptibilidad. Por tanto, sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo.
Vida de fe. El Espíritu Santo con su gracia es el "primero" que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Sin embargo, es el "último" en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad.
El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Sólo en los "últimos tiempos", inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, es cuando el Espíritu se revela y se nos da, y se le reconoce y acoge como Persona.
El Paráclito. Palabra del griego "parakletos", que literalmente significa "aquel que es invocado", es por tanto el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. Jesús nos presenta al Espíritu Santo diciendo: "El Padre os dará otro Paráclito" (Jn 14,16). El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo merecido, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado Cristo, y el Espíritu Santo es llamado "otro paráclito" porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna.
Espíritu de la Verdad: Jesús afirma de sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Y al prometer al Espíritu Santo en aquel "discurso de despedida" con sus apóstoles en la Última Cena, dice que será quien después de su partida, mantendrá entre los discípulos la misma verdad que Él ha anunciado y revelado.
El Paráclito, es la verdad, como lo es Cristo. Los campos de acción en que actúa el Espíritu Santo, son el espíritu humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y el error es el primer momento de dicha actuación.
Permanecer y obrar en la verdad es el problema esencial para los Apóstoles y para los discípulos de Cristo, desde los primeros años de la Iglesia hasta el final de los tiempos, y es el Espíritu Santo quien hace posible que la verdad a cerca de Dios, del hombre y de su destino, llegue hasta nuestros días sin alteraciones.
Al Espíritu Santo se le representa de diferentes formas:
→ Agua: El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que el agua se convierte en el signo sacramental del nuevo nacimiento.
→ Unción: Simboliza la fuerza. La unción con el óleo es sinónima del Espíritu Santo. En el sacramento de la Confirmación se unge al confirmado para prepararlo a ser testigo de Cristo.
→ Fuego: Simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu.
→ Nube y luz: Símbolos inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Así desciende sobre la Virgen María para "cubrirla con su sombra". En el Monte Tabor, en la Transfiguración, el día de la Ascensión; aparece una sombra y una nube.
→ Sello: Es un símbolo cercano al de la unción. Indica el carácter indeleble de la unción del Espíritu en los sacramentos y hablan de la consagración del cristiano.
→ La Mano: Mediante la imposición de manos los Apóstoles y ahora los Obispos, trasmiten el "don del Espíritu".
→ La Paloma: En el Bautismo de Jesús, el Espíritu Santo aparece en forma de paloma y se posa sobre Él.
El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su consumación, pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. El Señor Jesús nos lo presenta y se refiere a Él no como una potencia impersonal, sino como una Persona diferente, con un obrar propio y un carácter personal.
El Espíritu Santo, el don de Dios
"Dios es Amor" (Jn 4,8-16) y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor "Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". (Rom 5,5).
Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo, "La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros." 2 Co 13,13; es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado. Por el Espíritu Santo nosotros podemos decir que "Jesús es el Señor ", es decir para entrar en contacto con Cisto es necesario haber sido atraído por el Espíritu Santo.
Mediante el Bautismo se nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les concede la incorruptibilidad. Por tanto, sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo.
Vida de fe. El Espíritu Santo con su gracia es el "primero" que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Sin embargo, es el "último" en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad.
El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Sólo en los "últimos tiempos", inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, es cuando el Espíritu se revela y se nos da, y se le reconoce y acoge como Persona.
El Paráclito. Palabra del griego "parakletos", que literalmente significa "aquel que es invocado", es por tanto el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. Jesús nos presenta al Espíritu Santo diciendo: "El Padre os dará otro Paráclito" (Jn 14,16). El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo merecido, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado Cristo, y el Espíritu Santo es llamado "otro paráclito" porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna.
Espíritu de la Verdad: Jesús afirma de sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Y al prometer al Espíritu Santo en aquel "discurso de despedida" con sus apóstoles en la Última Cena, dice que será quien después de su partida, mantendrá entre los discípulos la misma verdad que Él ha anunciado y revelado.
El Paráclito, es la verdad, como lo es Cristo. Los campos de acción en que actúa el Espíritu Santo, son el espíritu humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y el error es el primer momento de dicha actuación.
Permanecer y obrar en la verdad es el problema esencial para los Apóstoles y para los discípulos de Cristo, desde los primeros años de la Iglesia hasta el final de los tiempos, y es el Espíritu Santo quien hace posible que la verdad a cerca de Dios, del hombre y de su destino, llegue hasta nuestros días sin alteraciones.
Símbolos
Al Espíritu Santo se le representa de diferentes formas:
→ Agua: El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que el agua se convierte en el signo sacramental del nuevo nacimiento.
→ Unción: Simboliza la fuerza. La unción con el óleo es sinónima del Espíritu Santo. En el sacramento de la Confirmación se unge al confirmado para prepararlo a ser testigo de Cristo.
→ Fuego: Simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu.
→ Nube y luz: Símbolos inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Así desciende sobre la Virgen María para "cubrirla con su sombra". En el Monte Tabor, en la Transfiguración, el día de la Ascensión; aparece una sombra y una nube.
→ Sello: Es un símbolo cercano al de la unción. Indica el carácter indeleble de la unción del Espíritu en los sacramentos y hablan de la consagración del cristiano.
→ La Mano: Mediante la imposición de manos los Apóstoles y ahora los Obispos, trasmiten el "don del Espíritu".
→ La Paloma: En el Bautismo de Jesús, el Espíritu Santo aparece en forma de paloma y se posa sobre Él.
(fuente: www.aciprensa.com)
miércoles, 8 de junio de 2011
Marcel Capellades, ermitaño: “Somos mucho más que un modelo, somos aquello que deseamos ser”
Este monje de una ermita de Capellades, Girona, considera que analizando la “sociedad de los valores” nos olvidamos el fundamental, la persona. Conversar con él es también recibir su amabilidad y calidez en un entorno de paz
Marcel Capellades Ràfols (Sant Pau d’Ordal, 58 años), ermitaño, lleva 18 años siendo el monje de una ermita cerca de Torelló (Girona). Ha pasado 10 en la Cartuja de Grenoble y desde los 17 años siguió a su maestro, el padre Estanislao, en su etapa en Montserrat y en Japón, donde estuvieron 4 años. Dice que ha encontrado su verdad en esta montaña. Ofrece un entorno de paz, amabilidad y calidez a aquel que busque su deseo y ayuda a encontrarlo con su mirada profunda y sus palabras clarividentes. Pasa largos ratos de oración dentro la ermita del s.XII que él mismo reconstruyó con la ayuda de algunos vecinos de la comarca.
No paga hipoteca pero con donaciones ha levantado su casa, la hospedería y está construyendo otra para grupos que hagan estancias largas. No concede entrevistas si el entrevistador no vive antes un domingo con él. Hace una misa muy personal a base de largos silencios, algunos cantos, partes de lecturas y reflexiones que se añaden al sermón del "sois la sal de la Tierra y la luz del mundo". Dice que si quieres estar solo no te hagas ermitaño. Una comunidad, básicamente formada por mujeres, lo visitan cada fin de semana para orar y profundizar en la Palabra. Le pregunto por este hecho y me dice que el hombre no está tan en contacto con los sentimientos y se deja fascinar más por la razón mientras que la mujer se siente muy atraída por el hombre de Dios y busca el amor puro.
- Cura diocesano, monje benedictino, ermitaño en Japón, cartujo y ermitaño en Torelló. ¿Con qué etapa se queda?
- Ser monje no es una forma, cada orden te reviste de una manera pero es algo más profundo. Es la búsqueda de la unión con Dios en cuerpo, alma y espíritu. Esto es ser monje, ser uno con Dios. Lo más habitual es hacer este camino a lo largo de una trayectoria monástica. Uno no se hace monje a sí mismo sino a través de una persona o comunidad.
- ¿Cómo llegó hasta Montserrat?
- A los 17 años conocí el padre Estanislao, un ermitaño que vivía en Montserrat. Al momento me dije: esto es lo que quiero ser. Descubrí que aquel hombre me podía enseñar el camino de la experiencia de Dios. Cuando decidió marcharse a Japón yo lo seguí porque comprendí que sólo a su lado podía ser el monje ermitaño que quería ser.
- ¿Cuantos años se necesitan para ser ermitaño?
- Desde los 17 hasta que cumplí los 40 me estuve preparando. No es algo improvisado sino muy meditado. Comprendí que esta opción de vida requería de preparación y fundamentos. Sin preparación no aconsejo a nadie que se vaya a la soledad.
- ¿Por qué escoge la soledad?
- La soledad es una opción mía de libertad. Me ha permitido dar lo mejor de mí mismo con todas mis capacidades. Puedo decir que nunca he estado tan en contacto con las personas y con Dios como aquí. No es un objetivo en sí mismo sino un medio. El objetivo es el amor a Dios ya los hombres. ¿Qué sacas de estar solo si no amas?
- ¿Qué les diría a los que piensan que "huye de algo"?
- Mi soledad es todo lo contrario, pero todo puede ser una huida si lo que eliges no es amor a Dios o a los hombres. Ser ermitaño o elegir una vida religiosa puede ser una huida si no amas. Casarse también puede ser una huida. Hagas lo que hagas, si no te lleva a más comunión con las personas, estarás huyendo.
- ¿Qué hace para estar centrado consigo mismo?
- La soledad es el medio y se fundamenta en la oración, el estudio y la misericordia. La misericordia es la escucha de las personas desde mi realidad. El estudio es la meditación de la palabra de Dios y también de lo que se refiere a la persona humana. La oración es todo mi tiempo personal de intimidad con Dios.
- ¿Ha cambiado la vocación de soledad por la de guía de otras personas?
- En cada momento he ido tomando una opción, entre abrirme o no, he tratado de no traicionar nunca la coherencia conmigo mismo y responder a lo que yo quiero ser teniendo presente que el amor lleva a la felicidad.
- ¿Por que huimos de esta felicidad, de este amor?
- Por el miedo a estar solos, a ser nosotros mismos, a equivocarnos, al qué dirán. El miedo nos impide ser nosotros mismos, ser libres y felices. Sólo puedo ser feliz siendo yo mismo, siendo lo que quiero ser. Esto se consigue arriesgándote, empezando a hacer pequeños pasos, observando lo que te hace sentir bien.
- ¿Puede que Dios nos pida sufrir?
- Dios no pide nunca el sufrimiento pero puede ser que a través del sufrimiento puedas realizar algo. Dios no es la causa del sufrimiento. El sufrimiento no es un camino para ser feliz sino que el único camino es el amor.
- Todo el mundo habla de una crisis económica y de valores. ¿Qué valores están en crisis?
- Esta crisis la veo como una gran oportunidad de crear algo nuevo. Hemos vivido de modelos que no nos servían. Hemos hecho de cualquier cosa un valor sacrificando aquel fundamental que es la persona. Se habla de que no hay valores: hay seis mil millones de valores (uno por cada persona humana). Teníamos a la persona supeditada a un estado del bienestar basado en saber, tener y disfrutar mucho. La persona era esclava de unos valores que habían decidido los políticos, la economía, la cultura o la religión.
- ¿También somos consumistas de valores?
- Tenemos niños que después de la escuela hacen música, inglés o artes marciales. Ellos son los valores, olvidamos que lo más importante es que aprendan a ser personas. Resulta que este niño quizás sólo quiere que estén por él. El niño de hoy es una máquina de obtener resultados. Los padres no tienen tiempo para escucharlos pero esta intimidad y capacidad de relación es esencial para ser feliz.
- ¿Cómo fue educado?
- De los cinco a los diez años cuando salía de la escuela mi madre me preparaba la merienda y me escuchaba, me preguntaba qué había hecho ese día. Aquellos años aprendí que era importante para alguien, descubrí la intimidad y aprendí a expresar las cosas que vivía desde dentro.
- ¿Dónde cree que nos llevan los últimos avances como el de las redes sociales?
- Hablamos de todo pero no comunicamos nada. No comunicamos lo mejor dentro de nosotros. Tenemos que buscar humanizar todo, hacer que nuestras relaciones sean humanas, de intimidad y llenas de sentido.
- ¿Qué le diría a un agnóstico?
- Que el valor más importante es él mismo porque es imagen de Dios, su posibilidad es el infinito. Es como una bellota: dentro está la encina más inmensa, es esta posibilidad pero hay que hacerla realidad según el clima, la tierra y las condiciones.
- El hombre se realiza si elige amar, pero debe hacerlo libremente. No depende de tener o saber, está al alcance de cualquier persona. Somos lo que deseamos y somos mucho más que los modelos que nos presenta la escuela, los padres o la cultura.
- Todo ello debe conducir a encontrar nuestra identidad. Los modelos nos abocan a reconocernos en unos valores y deseos pero llega un momento que nos tenemos que identificar en nosotros mismos y tener la fuerza para construir nuestro propio proyecto de vida.
- ¿Cuál cree que es la huella que dejaréis aquí?
- Mi propósito viniendo aquí, no era dejar ninguna huella pero caminando me estoy dando cuenta de que somos testigos de la revelación de Jesús que lleva a la felicidad y a la fraternidad. Siguiendo Jesucristo y el Evangelio somos hermanos. Desde mi soledad escucho a Dios y a las personas en cada momento para amar y dar una respuesta desde el amor. Esto responde al por qué la gente viene aquí, porque se ha creado este espacio material y humano.
Marcel Capellades Ràfols (Sant Pau d’Ordal, 58 años), ermitaño, lleva 18 años siendo el monje de una ermita cerca de Torelló (Girona). Ha pasado 10 en la Cartuja de Grenoble y desde los 17 años siguió a su maestro, el padre Estanislao, en su etapa en Montserrat y en Japón, donde estuvieron 4 años. Dice que ha encontrado su verdad en esta montaña. Ofrece un entorno de paz, amabilidad y calidez a aquel que busque su deseo y ayuda a encontrarlo con su mirada profunda y sus palabras clarividentes. Pasa largos ratos de oración dentro la ermita del s.XII que él mismo reconstruyó con la ayuda de algunos vecinos de la comarca.
No paga hipoteca pero con donaciones ha levantado su casa, la hospedería y está construyendo otra para grupos que hagan estancias largas. No concede entrevistas si el entrevistador no vive antes un domingo con él. Hace una misa muy personal a base de largos silencios, algunos cantos, partes de lecturas y reflexiones que se añaden al sermón del "sois la sal de la Tierra y la luz del mundo". Dice que si quieres estar solo no te hagas ermitaño. Una comunidad, básicamente formada por mujeres, lo visitan cada fin de semana para orar y profundizar en la Palabra. Le pregunto por este hecho y me dice que el hombre no está tan en contacto con los sentimientos y se deja fascinar más por la razón mientras que la mujer se siente muy atraída por el hombre de Dios y busca el amor puro.
- Cura diocesano, monje benedictino, ermitaño en Japón, cartujo y ermitaño en Torelló. ¿Con qué etapa se queda?
- Ser monje no es una forma, cada orden te reviste de una manera pero es algo más profundo. Es la búsqueda de la unión con Dios en cuerpo, alma y espíritu. Esto es ser monje, ser uno con Dios. Lo más habitual es hacer este camino a lo largo de una trayectoria monástica. Uno no se hace monje a sí mismo sino a través de una persona o comunidad.
- ¿Cómo llegó hasta Montserrat?
- A los 17 años conocí el padre Estanislao, un ermitaño que vivía en Montserrat. Al momento me dije: esto es lo que quiero ser. Descubrí que aquel hombre me podía enseñar el camino de la experiencia de Dios. Cuando decidió marcharse a Japón yo lo seguí porque comprendí que sólo a su lado podía ser el monje ermitaño que quería ser.
- ¿Cuantos años se necesitan para ser ermitaño?
- Desde los 17 hasta que cumplí los 40 me estuve preparando. No es algo improvisado sino muy meditado. Comprendí que esta opción de vida requería de preparación y fundamentos. Sin preparación no aconsejo a nadie que se vaya a la soledad.
“La soledad es una opción mía de libertad.
Me ha permitido dar lo mejor de mí mismo con todas mis capacidades”
- ¿Por qué escoge la soledad?
- La soledad es una opción mía de libertad. Me ha permitido dar lo mejor de mí mismo con todas mis capacidades. Puedo decir que nunca he estado tan en contacto con las personas y con Dios como aquí. No es un objetivo en sí mismo sino un medio. El objetivo es el amor a Dios ya los hombres. ¿Qué sacas de estar solo si no amas?
- ¿Qué les diría a los que piensan que "huye de algo"?
- Mi soledad es todo lo contrario, pero todo puede ser una huida si lo que eliges no es amor a Dios o a los hombres. Ser ermitaño o elegir una vida religiosa puede ser una huida si no amas. Casarse también puede ser una huida. Hagas lo que hagas, si no te lleva a más comunión con las personas, estarás huyendo.
- ¿Qué hace para estar centrado consigo mismo?
- La soledad es el medio y se fundamenta en la oración, el estudio y la misericordia. La misericordia es la escucha de las personas desde mi realidad. El estudio es la meditación de la palabra de Dios y también de lo que se refiere a la persona humana. La oración es todo mi tiempo personal de intimidad con Dios.
- ¿Ha cambiado la vocación de soledad por la de guía de otras personas?
- En cada momento he ido tomando una opción, entre abrirme o no, he tratado de no traicionar nunca la coherencia conmigo mismo y responder a lo que yo quiero ser teniendo presente que el amor lleva a la felicidad.
“Dios no pide nunca el sufrimiento
pero puede ser que a través del sufrimiento puedas realizar algo”
- ¿Por que huimos de esta felicidad, de este amor?
- Por el miedo a estar solos, a ser nosotros mismos, a equivocarnos, al qué dirán. El miedo nos impide ser nosotros mismos, ser libres y felices. Sólo puedo ser feliz siendo yo mismo, siendo lo que quiero ser. Esto se consigue arriesgándote, empezando a hacer pequeños pasos, observando lo que te hace sentir bien.
- ¿Puede que Dios nos pida sufrir?
- Dios no pide nunca el sufrimiento pero puede ser que a través del sufrimiento puedas realizar algo. Dios no es la causa del sufrimiento. El sufrimiento no es un camino para ser feliz sino que el único camino es el amor.
- Todo el mundo habla de una crisis económica y de valores. ¿Qué valores están en crisis?
- Esta crisis la veo como una gran oportunidad de crear algo nuevo. Hemos vivido de modelos que no nos servían. Hemos hecho de cualquier cosa un valor sacrificando aquel fundamental que es la persona. Se habla de que no hay valores: hay seis mil millones de valores (uno por cada persona humana). Teníamos a la persona supeditada a un estado del bienestar basado en saber, tener y disfrutar mucho. La persona era esclava de unos valores que habían decidido los políticos, la economía, la cultura o la religión.
- ¿También somos consumistas de valores?
- Tenemos niños que después de la escuela hacen música, inglés o artes marciales. Ellos son los valores, olvidamos que lo más importante es que aprendan a ser personas. Resulta que este niño quizás sólo quiere que estén por él. El niño de hoy es una máquina de obtener resultados. Los padres no tienen tiempo para escucharlos pero esta intimidad y capacidad de relación es esencial para ser feliz.
“Hablamos de todo pero no comunicamos nada.
No comunicamos lo mejor dentro de nosotros”
- ¿Cómo fue educado?
- De los cinco a los diez años cuando salía de la escuela mi madre me preparaba la merienda y me escuchaba, me preguntaba qué había hecho ese día. Aquellos años aprendí que era importante para alguien, descubrí la intimidad y aprendí a expresar las cosas que vivía desde dentro.
- ¿Dónde cree que nos llevan los últimos avances como el de las redes sociales?
- Hablamos de todo pero no comunicamos nada. No comunicamos lo mejor dentro de nosotros. Tenemos que buscar humanizar todo, hacer que nuestras relaciones sean humanas, de intimidad y llenas de sentido.
- ¿Qué le diría a un agnóstico?
- Que el valor más importante es él mismo porque es imagen de Dios, su posibilidad es el infinito. Es como una bellota: dentro está la encina más inmensa, es esta posibilidad pero hay que hacerla realidad según el clima, la tierra y las condiciones.
- El hombre se realiza si elige amar, pero debe hacerlo libremente. No depende de tener o saber, está al alcance de cualquier persona. Somos lo que deseamos y somos mucho más que los modelos que nos presenta la escuela, los padres o la cultura.
- Todo ello debe conducir a encontrar nuestra identidad. Los modelos nos abocan a reconocernos en unos valores y deseos pero llega un momento que nos tenemos que identificar en nosotros mismos y tener la fuerza para construir nuestro propio proyecto de vida.
- ¿Cuál cree que es la huella que dejaréis aquí?
- Mi propósito viniendo aquí, no era dejar ninguna huella pero caminando me estoy dando cuenta de que somos testigos de la revelación de Jesús que lleva a la felicidad y a la fraternidad. Siguiendo Jesucristo y el Evangelio somos hermanos. Desde mi soledad escucho a Dios y a las personas en cada momento para amar y dar una respuesta desde el amor. Esto responde al por qué la gente viene aquí, porque se ha creado este espacio material y humano.
(fuente: www.forumlibertas.com)
martes, 7 de junio de 2011
La sexualidad humana y su verdadero sentido
Podríamos decir que la raíz de la "cultura" de la muerte es el libertinaje sexual. Una vida sexual desordenada conduce al aborto para encubrir la evidencia de lo que se ha hecho. Por consiguiente, para vencer la "cultura" de la muerte el movimiento provida debe fomentar una cultura de la castidad, que es la base de la cultura de la vida.
Sin embargo, nuestra presentación de la castidad y del respeto por la sexualidad humana tiene que ser en clave positiva. No podemos limitarnos a denunciar las malas consecuencias del libertinaje sexual: infecciones de transmisión sexual (ITS), corazones rotos, divorcios, abortos, pérdida de la salvación, etc. Tenemos también que anunciar la belleza del Evangelio de la castidad y de la sexualidad humana.
La visión cristiana de la sexualidad humana se funda en la visión cristiana de la persona humana. La Palabra de Dios nos enseña que la persona humana goza de una dignidad o valor intrínseco y absoluto por razón de haber sido creada a imagen de Dios (Génesis 1:27), poseer un alma inmortal (Génesis 2:7) y ser objeto del amor eterno y salvador de Cristo (Juan 3:16).
El cuerpo humano está unido sustancialmente –no accidentalmente– al alma humana. Sin el cuerpo no existe una persona humana completa. Por ello Cristo lo resucitará en el último día, como lo confesamos en El Credo. Por tanto, el cuerpo es parte intrínseca de la persona humana y como tal debe ser respetado y valorado.
De ello se sigue que la sexualidad humana tampoco debe ser despreciada, sino valorada como un don natural maravilloso de Dios. La sexualidad humana comporta dos grandes valores: la unión conyugal en el amor (Génesis 2:24) y la apertura a la transmisión de la vida (Génesis 1:28). La castidad es la virtud que nos hace capaces de integrar el dinamismo de la sexualidad humana en el centro de nuestra persona para así poder colocarlo al servicio de estos dos grandes valores, ya sea en el matrimonio –castidad conyugal– o en la vida consagrada –continencia total– (Catecismo, 2337). La castidad, por tanto, no es algo negativo, sino muy positivo y hermoso. La castidad conyugal implica la continencia cuando, por ejemplo, se está practicando la planificación natural de la familia por motivos serios. Pero también implica la realización misma del acto conyugal en el respeto por sus dos grandes valores: la unión conyugal en el amor como don de sí al otro y la apertura a la transmisión de la vida. En ese sentido el acto conyugal es casto y el gozo implicado en él es perfectamente compatible con la santidad e incluso constituye una ayuda para ella (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 49).
Todas las personas no casadas, incluyendo las consagradas, deben vivir la castidad en continencia total. Los novios deben reservar para el matrimonio las muestras de afecto propias del estado conyugal. Los consagrados expresan su afectividad amando a todos y engendrando hijos espiritualmente para Dios y Su Iglesia, sin sensualismos ni relaciones peligrosas de ningún tipo. Su sexualidad es un dinamismo cuya fuerza queda totalmente integrada en el centro de su persona, de donde emana el amor de Dios por sus hermanos. En los consagrados el celibato es un don de Dios que en esa persona manifiesta la relación esponsal entre Cristo y su Iglesia de una manera amplia y dedicada.
Cristo elevó el matrimonio a sacramento, es decir, a signo eficaz que hace presente el amor y la unión entre Él y su Iglesia (Efesios 5). Por tanto, el matrimonio y la sexualidad no son cualquier cosa, deben ser respetados y valorados. Debemos agradecer a Dios por tan sublimes dones.
En base a los dos grandes valores de la sexualidad humana (el amor auténtico y la vida) –que son valores del propio Dios, en cuya imagen hemos sido creados– y en base al hecho de que el matrimonio y la vida consagrada, cada uno a su manera, reflejan el carácter esponsal de la relación Cristo-Iglesia, es que la Iglesia rechaza, entre otros, el adulterio, la fornicación, la anticoncepción y el homosexualismo. Estos actos contradicen el plan de Dios para la sexualidad humana y ofenden la dignidad humana y a Dios mismo. Son actos intrínsecamente inmorales porque contradicen valores intrínsecos al ser humano, por tanto no son justificables en ninguna circunstancia ni por ningún motivo. Son también actos gravemente inmorales porque contradicen valores tan elevados. La sexualidad humana no es ningún tabú, sino un gran don de Dios y, precisamente por serlo, es que debe ser respetada.
Como la persona humana ha sido afectada por el pecado, también lo ha sido su sexualidad. Por tanto, tenemos que luchar para ser castos con los medios a nuestro alcance: la vida espiritual, el apoyo de los hermanos, las actividades sanas y una vida de orden y disciplina. También debemos luchar con la verdad y el amor para sanear nuestra sociedad de la pornografía, la "educación" sexual hedonista, el homosexualismo y todo lo que se oponga a la castidad, al mismo tiempo que proclamamos el Evangelio de la castidad y de una sexualidad humana correctamente entendida, fundamento de la cultura de la vida.
Sin embargo, nuestra presentación de la castidad y del respeto por la sexualidad humana tiene que ser en clave positiva. No podemos limitarnos a denunciar las malas consecuencias del libertinaje sexual: infecciones de transmisión sexual (ITS), corazones rotos, divorcios, abortos, pérdida de la salvación, etc. Tenemos también que anunciar la belleza del Evangelio de la castidad y de la sexualidad humana.
La visión cristiana de la sexualidad humana se funda en la visión cristiana de la persona humana. La Palabra de Dios nos enseña que la persona humana goza de una dignidad o valor intrínseco y absoluto por razón de haber sido creada a imagen de Dios (Génesis 1:27), poseer un alma inmortal (Génesis 2:7) y ser objeto del amor eterno y salvador de Cristo (Juan 3:16).
El cuerpo humano está unido sustancialmente –no accidentalmente– al alma humana. Sin el cuerpo no existe una persona humana completa. Por ello Cristo lo resucitará en el último día, como lo confesamos en El Credo. Por tanto, el cuerpo es parte intrínseca de la persona humana y como tal debe ser respetado y valorado.
De ello se sigue que la sexualidad humana tampoco debe ser despreciada, sino valorada como un don natural maravilloso de Dios. La sexualidad humana comporta dos grandes valores: la unión conyugal en el amor (Génesis 2:24) y la apertura a la transmisión de la vida (Génesis 1:28). La castidad es la virtud que nos hace capaces de integrar el dinamismo de la sexualidad humana en el centro de nuestra persona para así poder colocarlo al servicio de estos dos grandes valores, ya sea en el matrimonio –castidad conyugal– o en la vida consagrada –continencia total– (Catecismo, 2337). La castidad, por tanto, no es algo negativo, sino muy positivo y hermoso. La castidad conyugal implica la continencia cuando, por ejemplo, se está practicando la planificación natural de la familia por motivos serios. Pero también implica la realización misma del acto conyugal en el respeto por sus dos grandes valores: la unión conyugal en el amor como don de sí al otro y la apertura a la transmisión de la vida. En ese sentido el acto conyugal es casto y el gozo implicado en él es perfectamente compatible con la santidad e incluso constituye una ayuda para ella (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 49).
Todas las personas no casadas, incluyendo las consagradas, deben vivir la castidad en continencia total. Los novios deben reservar para el matrimonio las muestras de afecto propias del estado conyugal. Los consagrados expresan su afectividad amando a todos y engendrando hijos espiritualmente para Dios y Su Iglesia, sin sensualismos ni relaciones peligrosas de ningún tipo. Su sexualidad es un dinamismo cuya fuerza queda totalmente integrada en el centro de su persona, de donde emana el amor de Dios por sus hermanos. En los consagrados el celibato es un don de Dios que en esa persona manifiesta la relación esponsal entre Cristo y su Iglesia de una manera amplia y dedicada.
Cristo elevó el matrimonio a sacramento, es decir, a signo eficaz que hace presente el amor y la unión entre Él y su Iglesia (Efesios 5). Por tanto, el matrimonio y la sexualidad no son cualquier cosa, deben ser respetados y valorados. Debemos agradecer a Dios por tan sublimes dones.
En base a los dos grandes valores de la sexualidad humana (el amor auténtico y la vida) –que son valores del propio Dios, en cuya imagen hemos sido creados– y en base al hecho de que el matrimonio y la vida consagrada, cada uno a su manera, reflejan el carácter esponsal de la relación Cristo-Iglesia, es que la Iglesia rechaza, entre otros, el adulterio, la fornicación, la anticoncepción y el homosexualismo. Estos actos contradicen el plan de Dios para la sexualidad humana y ofenden la dignidad humana y a Dios mismo. Son actos intrínsecamente inmorales porque contradicen valores intrínsecos al ser humano, por tanto no son justificables en ninguna circunstancia ni por ningún motivo. Son también actos gravemente inmorales porque contradicen valores tan elevados. La sexualidad humana no es ningún tabú, sino un gran don de Dios y, precisamente por serlo, es que debe ser respetada.
Como la persona humana ha sido afectada por el pecado, también lo ha sido su sexualidad. Por tanto, tenemos que luchar para ser castos con los medios a nuestro alcance: la vida espiritual, el apoyo de los hermanos, las actividades sanas y una vida de orden y disciplina. También debemos luchar con la verdad y el amor para sanear nuestra sociedad de la pornografía, la "educación" sexual hedonista, el homosexualismo y todo lo que se oponga a la castidad, al mismo tiempo que proclamamos el Evangelio de la castidad y de una sexualidad humana correctamente entendida, fundamento de la cultura de la vida.
Autor: Adolfo Castañeda
(fuente: www.autorescatolicos.org)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)