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domingo, 12 de junio de 2011

"Reciban al Espíritu Santo"

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (Juan 20, 19-23)

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: "La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo". Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar".

Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.

El autor del cuarto evangelio sitúa las apariciones del Señor resucitado narradas en el capítulo 20, del que hoy la Iglesia nos propone unos versículos, con los detalles del tiempo y lugar en que se realizan. Teniendo presente su estilo habitual, sabemos que todas estas indicaciones tienen un sentido preciso, son ellas también “signos”, con un valor teológico profundo.

Así pues, la perícopa que hoy proclamamos y que nos acompaña en la oración personal y en la celebración, nos sitúa en el domingo de Pascua, “el primer día de la semana”. Este apelativo en el Nuevo Testamento indica siempre el domingo. A finales ya del primer siglo, el vidente de Patmos lo llamará también “el día del Señor” (Ap 1,10). Día importante, porque recuerda la resurrección de Cristo el Señor (cf. Mc 16, 9), y también el día en el que el mismo Resucitado se aparece a los discípulos, sus “hermanos” (cf. Mt 28,10) y a las mujeres que “muy de madrugada van al sepulcro” (Mt 28,9-10; Mc 16,2; Lc 24,1; Jn 20, 1).

La primera aparición del Maestro resucitado tiene, pues, lugar en “el atardecer de aquel día, el día primero de la semana” (Jn 20, 19). Los discípulos están “en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”. Cristo resucitado es Señor del tiempo y del espacio: las puertas cerradas, lo mismo que la muerte, ya no constituyen un obstáculo para que él se manifieste, “ya no tienen dominio sobre él” (cf. Rom 6, 9.

Entra en casa, se pone en medio de los suyos, les muestra las señales que lo identifican: “las manos y el costado” con las heridas propias del Crucificado el viernes santo.

Por dos veces les saluda con el saludo propio de Israel, “Shalom!”, que aquí es también el primer don de su resurrección. Inmediatamente los saca de sus miedos, los lanza al anuncio, a la misión, la misma que él realizó por voluntad del Padre. En las palabras del envío “Como el Padre me envió os envío yo también a vosotros” (v. 21), encuentro una expresión repetida de la igualdad entre Jesús y el Padre. Esta fórmula es frecuente en el evangelio de Juan de manera especial. Me gusta por lo menos citar alguna otra, teniendo en cuenta no sólo ni tanto la belleza literaria de las expresiones cuanto más bien la profunda realidad ontológica que revelan: “El Padre y yo somos uno” (cf. Jn 5, 19.21.23.26; 10, 15.25.30; 14, 6-7.11.20; 15, 9; 17, 21).

“Como el Padre, así también Yo”. El modelo, el referente es siempre el Abbá, el Padre. Y Jesús hablará de lo que le ha oído al Padre, hará las obras que ha visto realizar al Padre; como el Padre le conoce íntimamente a él, él conoce a sus ovejas, a los que son suyos, a los que el Padre le ha confiado. ¡Que seguridad le tenía que dar a Jesús esta igualdad con el Padre en todo y qué seguridad me da también a mí! Con Jesús está siempre el Padre...

Juan prosigue en su narración: “Dicho esto”, el Maestro exhala su aliento, su “ruah” sobre los discípulos y les comunica el Espíritu Santo. Otro gesto preñado de significado: Jesús exhala sobre los discípulos su mismo Espíritu. Les transmite así el verdadero don pascual. "Es el Pentecostés joaneo, que el evangelista aproxima al evento de la resurrección para subrayar su particular perspectiva teológica: es única la “hora”, a la que tendía toda la existencia terrena de Jesús, es la hora en la que glorifica al Padre mediante el sacrificio de la cruz y la entrega del Espíritu en la muerte, y es también, inseparablemente, la hora en la que el Padre glorifica al Hijo en la resurrección. En esta hora única Jesús transmite a los discípulos el Espíritu”.

En la cruz, “sabiendo Jesús que todo estaba cumplido”, había entregado el espíritu (cf. Jn 19, 28.30), como preludio de esta efusión plena la tarde de Pascua. La entrega-comunicación del Espíritu está aquí relacionada con el poder de perdonar el pecado. El Espíritu es, en efecto, “la remisión de los pecados”. Así lo identifica la liturgia.

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