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miércoles, 9 de junio de 2010

Padre nuestro que estás en el Cielo

Sería digno de observar, si en el Antiguo Testamento se encuentra una oración en la que alguien invoca a Dios como Padre; porque nosotros hasta el presente no la hemos encontrado, a pesar de haberla buscado con todo interés. Y no decimos que Dios no haya sido llamado con el titulo de Padre, o que los que han creído en él no hayan sido llamados hijos de Dios; sino que por ninguna parte hemos encontrado en una plegaria esa confianza proclamada por el Salvador de invocar a Dios como Padre. Por lo demás, que Dios es llamado Padre e hijos los que se atuvieron a la palabra divina, se puede constatar en muchos pasajes veterotestamentarios. Así: «Dejaste a Dios que te engendró, y diste al olvido a Dios que te alimentó» (Dt 32, 18); y poco antes: «¿No es él el padre que te crió, el que por si mismo te hizo y te formó?» (Dt 32, 6), y todavía en el mismo pasaje: «Son hijos sin fidelidad alguna» (Dt 32, 20). Y en Isaías: «Yo he criado hijos y los he enaltecido, pero ellos me han despreciado (Is 1,2). Y en Malaquias: «El hijo honrará a su padre y el siervo a su señor. Pues si yo soy padre, ¿dónde está mi honra?» (Mal 1, 6).

Aunque en todos estos textos Dios sea llamado Padre, e hijos aquellos que fueron engendrados por la palabra de la fe en él, no se encuentra, sin embargo, en la antigüedad una afirmación clara e indefectible de esta filiación. Y así los mismos lugares aducidos muestran que eran realmente súbditos los que se llamaban hijos. Ya que, según el apóstol, «mientras el heredero es menor, siendo el dueño de todo, no difiere del siervo; sino que está bajo tutores y encargados hasta la fecha señalada por el padre» (Gál 4, 1). Mas la plenitud de los tiempos llegó con la venida de nuestro señor Jesucristo, cuando puede recibirse libremente la adopción, como enseña san Pablo cuando afirma que «¡habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: Abbá, Padre!» (Rom 8, 15). Y en el evangelio de san Juan leemos: «Mas a cuantos lo recibieron les dio poder para llegar a ser hijos de Dios; a los que creen en su nombre» (Jn 1, 12). Y por este espíritu de adopción de hijos sabemos [...], que «todo el que ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios» (I Jn 3, 9).

Por todo esto, si entendiéramos lo que escribe san Lucas al decir: «Cuando oréis, decid: Padre» (Lc 1 1, 2), nos avergonzaríamos de invocarlo bajo ese titulo, si no somos hijos legitimos. Porque seria triste que, junto a los demás pecados nuestros, añadiéramos el crimen de la impiedad. E intentaré explicarme. San Pablo afirma [...], que «nadie puede decir: , sino en el Espiritu santo; y nadie hablando en el Espíritu de Dios puede decir: »(1 Cor 12, 3). A uno mismo llama Espíritu santo y Espíritu de Dios. Mas no está claro lo que significa decir «Jesús es el Señor» en el Espíritu santo, ya que esta expresión la dicen muchísimos hipócritas y muchísimos heterodoxos; y a veces también los demonios, vencidos por la eficacia de este mismo nombre. Y nadie osará afirmar que alguno de éstos pronuncie el nombre del «Señor Jesús en el Espíritu santo». Porque ni siquiera querrían decir: Señor Jesús; ya que sólo lo dicen de corazón los que sirven al Verbo de Dios, y únicamente a él lo invocan como Señor, al hacer cualquier obra. Y si éstos son los que dicen: «Señor Jesús», entonces todo el que peca, anatematizando con su prevaricación al Verbo divino, con las obras mismas exclama: «anatema a Jesús». Pues de la manera que el que sirve al Verbo de Dios dice: «Señor Jesús», y el que se comporta de modo contrario dice: «anatema Jesús», así todo el que ha nacido de Dios y no hace pecado, por participar de la semilla divina que aparta de todo pecador (Cf. 1 Jn 3, 9), con sus obras está diciendo: «Padre nuestro que estás en los cielos», dando «el Espiritu mismo testimonio a su espíritu de que son hijos de Dios» (Rom 8, 16) y sus herederos y coherederos con Cristo, ya que al participar en los trabajos y dolores esperan lógicamente participar en la gloria ( Cf. Rom 8, 17).

Y para que no digan a medias el «Padre nuestro», al testimonio de sus obras se acompaña también el de su corazón—fuente y principio de toda obra buena—, y el de su boca, que confiesa para la salud (
Cf. Rom 10. 10).


Y de esta manera todas sus obras, palabras y pensamientos, configurados por el mismo Verbo unigénito, reproducen la imagen de Dios invisible y se hacen a imagen del Creador que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos (Mt. 5, 45), para que esté en ellos la imagen del Celestial (Cf. 1 Cor 15, 49), quien, a su vez, es imagen de Dios. Pues siendo los santos una imagen de la Imagen (que es el Hijo), expresan la filiación al haber sido hechos conforme no sólo al cuerpo glorioso de Cristo, sino a la persona que está en ese cuerpo. Son, pues, configurados con aquél, que está en el cuerpo glorioso, al haber sido transformados por la renovación del espíritu. Si, pues, los que son del todo así, dicen: «Padre nuestro que estás en los cielos», es evidente que quien comete pecado [...] es del diablo, porque «el diablo desde el principio peca» ( 1 Jn 3, 8a). Y así como la semilla de Dios, al permanecer en quien ha nacido de Dios, es la causa de que no pueda pecar por estar configurado al Verbo unigénito, así en todo el que comete pecado se encuentra la semilla del diablo, que mientras está en el alma no le deja posibilidad de realizar el bien. Pero como «el Hijo de Dios ha aparecido» para esto, «para destruir las obras del diablo» (1 Jn 3, 8b), puede ocurrir que, viniendo a nuestra alma el Verbo de Dios, destruyendo la obra del diablo, haga desaparecer la mala semilla arrojada en nosotros, viniendo a ser hechos de Dios.

No pensemos que hemos aprendido solamente a recitar unas palabras en determinados momentos destinados a la oración, sino que, entendiendo lo que arriba dijimos con respecto al «orad sin cesar» (
Cf. Xll, 1-2), comprenderemos que toda nuestra vida, en incesante oración, debería decir: «Padre nuestro que estás en los cielos»; y no debería estar nuestra conversación en modo alguno sobre la tierra, sino completamente en el cielo (Cf. Flp 3, 20), que es el trono de Dios, ya que ha sido establecido el reino de Dios en todos los portadores de la imagen del Celestial (Cf. 1 Cor 15. 49) y, por esto, han venido a ser celestiales.

Cuando se dice que el Padre de los santos «está en los cielos», no se ha de pensar que está limitado por una figura corpórea y que habita en los cielos como en un lugar. Pues, si estuviera comprehendido por los cielos, vendría a ser menor que los cielos, que lo abarcan. Por el contrario, se ha de creer que es él el que, con su inefable y divina virtud, lo abarca y lo contiene todo. En general, las palabras que, tomadas a la letra, pueden parecer a la gente sencilla que indican estar en un lugar, hay que entenderlas en un sentido elevado y espiritual, acomodado a la noción de Dios.

Consideremos estas palabras [...]: «Antes de la fiesta de la pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (
Jn 13, 1). Y poco más adelante: «Sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, y que había salido de Dios y a él se volvía» (Jn 13, 3). Y en el capítulo siguiente: «Habéis oído lo que os dije: me voy, pero vuelvo a vosotros. Si me amarais, os alegraríais, porque voy al Padre» (Jn 14, 28). y nuevamente más adelante: «Mas ahora voy al que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿adónde vas?» (Jn 16, 5). Si estas frases se han de tomar en relación a un lugar, del mismo modo también la siguiente: «Respondió Jesús y les dijo: si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14, 23).

Mas esta expresión no implica que haya de entenderse como un tránsito de un lugar a otro la venida del Padre y del Hijo a aquél que ama la palabra de Jesús. Luego ni aquellas primeras se han de tomar localmente, sino que el Verbo de Dios, que se acomodó a nosotros y se humilló en su dignidad mientras estuvo entre los hombres, dice que pasa de este mundo al Padre, para que nosotros allí lo contemplemos a él en su perfección—vuelto desde la vacuidad con que se despojó (cuando estuvo con nosotros) a su propia plenitud—, donde también nosotros, sirviéndonos de él como de jefe, seremos llevados a la plenitud y librados de toda vacuidad. ¡Marche, pues, después de abandonar el mundo, el Verbo de Dios a aquél que lo envió! ¡Vaya al Padre! Tratemos de entender en sentido más místico aquellas palabras [...]: «Deja ya de tocarme, porque aún no he subido al Padre» (
Jn 20, 17), y concibamos con santa claridad la ascensión del Hijo hasta el Padre de una cierta manera más divina, de suerte que con esta subida más bien suba la mente que el cuerpo[...].

escrito por Orígenes, Padre de la Iglesia
(fuente: www.mercaba.org)

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