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viernes, 24 de diciembre de 2010

"Hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor"

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (Lc 2,1-14)

Por aquellos días, se promulgó un edicto de César Augusto, que ordenaba un censo de todo el imperio. Este primer censo se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a empadronarse, cada uno en su propia ciudad; así es que también José, perteneciente a la casa y familia de David, se dirigió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, para empadronarse, juntamente con María, su esposa, que estaba encinta. Mientras estaban ahí, le llego a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche en el campo, vigilando por turno sus rebaños. Un ángel del Señor se les apareció y la gloria de Dios los envolvió con su luz y se llenaron de temor: El ángel les dijo: "No teman. Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre". De pronto se le unió al ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: "¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!". 

Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús. 

¡Si pudiéramos imaginar realmente cómo era la situación de la humanidad antes de la venida de Cristo! ¡Si pudiéramos penetrar realmente lo que sentía la gente que esperaba al Mesías prometido! Es tan fácil ahora que ya Cristo vino tomar su venida como un derecho adquirido y hasta darnos el lujo de rechazar o de no importarnos lo que Dios ha hecho para con nosotros: todo un Dios se rebaja desde su condición divina para hacerse uno como nosotros. ¿Nos damos cuenta realmente de este misterio que, además de misterio, es el regalo más grande que se nos haya podido dar?

¿Cómo podemos acostumbrarnos a esta idea tan excepcional? ¿Cómo podemos no conmovernos cada Navidad ante este misterio insólito? ¿Cómo podemos no agradecer a Dios cada 25 de diciembre por este grandísimo regalo que nos ha dado?

Los Profetas del Antiguo Testamento, nos hablan de que la humanidad se encontraba perdida y en la oscuridad, subyugada y oprimida, hasta que vino al mundo “un Niño”. Es lo que nos comenta el Profeta Isaías en la Primera Lectura de la Misa de Medianoche (Is. 9, 1-3 y 5-6). Fue así como “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz ... se rompió el yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano”.

Ante esta situación de opresión y de oscuridad, podemos imaginar entonces, cómo fue lo que leemos en el Evangelio de la Misa de Medianoche (Lc. 2, 1-14). Podemos imaginar, entonces, la alegría inmensa ante el anuncio del Angel a los Pastores cercanos a la cueva de Belén: “Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: Hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor”.

¿Hemos pensado cómo estaríamos si ese “Niño” no hubiera nacido? Estaríamos aún bajo “el cetro del tirano”, el “príncipe de este mundo”. Pero con la venida de Cristo, con el nacimiento de ese Niño hace más de dos mil años, se ha pagado nuestro rescate y estamos libres del secuestro del Demonio.

Con su nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección, Cristo vino a establecer su reinado, “a establecerlo y consolidarlo”, desde el momento de su nacimiento “y para siempre”. Y su Reino no tendrá fin.

Y ese Dios que se rebaja hasta nuestra condición humana, levanta nuestra condición humana hasta su dignidad.

En efecto, nos dice San Juan al comienzo de su Evangelio (Jn. 1, 1-18), el cual leemos en la Misa del Día de Navidad, que Dios concedió “a todos los que le reciben, a todos los que creen en su Nombre, llegar a ser hijos de Dios”.

Esto que se repite muy fácilmente, pues de tanto oírlo sin poner la atención que merece se nos ha convertido en un “derecho adquirido”, es un inmensísimo privilegio. ¡Hijos de Dios! ¡Lo mismo que Jesucristo! El se hace Hombre y nos da la categoría de hijos de Dios; nos lleva de nuestro nivel de indignidad a su nivel de dignidad.

Y esto significa que “podemos compartir la vida divina de Aquél que ha querido compartir nuestra vida humana” (Oración Colecta).

Es así como “el pueblo que caminaba en tinieblas vio un gran Luz”. Y esa Luz que es Cristo nos hace, además de hijos de Dios, herederos del Reino de los Cielos y confiere a nuestra humanidad derechos de eternidad.

Por eso, como reza el Prefacio de Navidad III: “resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva; pues al revestirse el Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos”.

Por eso aclamemos llenos de alegría, junto con los coros angélicos del día de Navidad: ¡“Gloria a Dios en el Cielo”!

(fuente: www.homilia.org)

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