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lunes, 27 de febrero de 2012

La conversión: iniciativa de Dios, respuesta humana

LA CONVERSIÓN ES INICIATIVA DE DIOS

El hombre está llamado a colmar el deseo de plenitud inscrito por Dios en su corazón. Ese deseo, que solo Dios puede saciar, constituye un dato primor eso los puede saciar, constituye un dato primordial de su experiencia. Pero no es el único. Pues «al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno» . El hombre no sólo es finito, sino también pecador, y eso desde el origen: «Rompió el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas» . Lo que la experiencia intuye y descubre en el fondo del corazón del hombre, la Revelación -el Evangelio-- lo ilumina en toda su verdad y fuerza, dramática y esperanzadora a la vez. Dios va a satisfacer la inextinguible nostalgia del hom-bre, y va a curar en él la herida del pecado, por una vía absolutamente inesperada, gratuita y maravillosa: la del amor misericordioso.

Todos deseamos profundamente que el tiempo de la vida no pase en vano, sino que sea útil, constructivo para nosotros y para los demás. Sin embargo, tenemos que reconocer con dolor que, a menudo, nuestra vida se bloquea, se aparta del camino, se distrae con otras cosas, cae en el pecado, se pierde; entonces reconoce-mos la verdad que contienen aquellas palabras del Señor: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a si mismo?» (Lc 9,25).

Dios, sin embargo, no ha dejado al hombre a su propia suerte y, ya desde el principio, la Escritura está llena de llamadas a la conversión, esto es, de invitacio-nes para que camine hacia su plenitud. A través de ellas se manifiesta el interés de Dios por nuestra vida. Conmueve ver cómo Dios se hace presente una y otra vez, incansablemente, en la historia de su pueblo, para sacarle de su letargo y de sus cobardías, sacudirle, estimularle, ayudarle a caminar: «He visto la miseria de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor. Ciertamente conozco sus angustias. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle a esta tierra» (Ex 3,7-8). Dios no permanece indiferente ante la situación de miseria que vive su pueblo, y toma la iniciativa de salvarlo. Su compasión por Israel --por el hombre- le mueve a intervenir en la historia, y preci-samente a través de su actuación se irá manifestando quién es Dios: «¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto? Te lo han hecho ver para que reconozcas que el Señor es Dios, y que no hay otro fuera de Él» (Dt 4,34-35).



LA LLAMADA A LA CONVERSIÓN EXIGE UNA RESPUESTA DEL HOMBRE

El pueblo necesita acoger la iniciativa de Dios, para que ésta pueda realizarse. La conversión es, desde el principio, respuesta a la iniciativa de Otro, que hace una promesa de perdón y vida en una situación deter-minada por la infidelidad y la desgracia. La acogida de esta iniciativa constituye el comienzo de una historia siempre nueva en la que el pueblo va asistiendo al cumplimiento de la promesa, es decir, a la salvación.

Dios no aparece, pues, como un obstáculo para la realización de la vida del pueblo, sino como Aquel que le permite alcanzarla; en efecto, en este caminar de Dios con Israel, el pueblo va teniendo experiencia de que su vocación se realiza y que su destino se cumple mediante la acogida de esta iniciativa. En la conviven-cia con el Dios que le salva, Israel va tomando concien-cia de que vivir es pertenecer a su Dios, ser fiel a la Alianza.

Sólo en este marco pueden comprenderse adecua-damente los mandamientos: si los israelitas han visto con sus propios ojos la salvación de Dios, ¿qué puede ser más razonable que «amar al Seiíor su Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas?» (cf. Dt 6,5).

Sin embargo, el pueblo sucumbe con frecuencia a la tentación de una total autonomía, de querer vivir total por sí mismo sin depender de Dios. El hombre se revela contra esta dependencia, a pesar de haber expe-rimentado que en ella se salva; el rechazo a reconocer la bondad de esta dependencia es el pecado. Israel experimentará entonces cómo su intento de valerse sólo por si mismo es una mera ilusión: «¿Qué encon-traban vuestros padres en mi de torcido que se alejaron de mi vera y yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos?» Ur 2,5). El hombre palpa cómo la vida se le deshace entre las manos, se hace vana.

En esta situación Dios revela cada vez más profundamente aquella compasión que le habla movido a salvar al pueblo elegido: Dios perdona a su pueblo.

Pocos profetas como Oseas han puesto tanto de relieve la terquedad del hombre por alejarse de Dios, y la fidelidad de Dios que busca atraerse a su pueblo: «Cuando Israel era un niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuando más los llamaba, más se alejaban de mi... Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él para darle de comer... Mi corazón se me revuelve por dentro, a la vez que mis entrañas se estremecen. No ejecutaré el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre...» (Os 11,1-2.4.8-9). De esta forma Dios va revelando al hombre su más pro-funda intimidad: su misericordia. Sin la intervención continua de Dios, a través de la cual renueva incansa-blemente el diálogo con el hombre, este sucumbiría a su propia destrucción. Si Dios no saliese permanente-mente en su búsqueda, al hombre no le quedarla más que asistir finalmente a su propia perdición; porque sin la misericordia constante, el hombre fallarla el camino; se frustrarla.

De este amor misericordioso y gratuito de Dios nace su llamada ininterrumpida al hombre, para que se convierta y vuelva a Él. Con ese fin, Dios suscita en medio de su pueblo profetas que, con su vida, palabras y obras, le manifiesten el camino de vuelta a Él y lo confirmen de nuevo en la esperanza de la salvación.

fragmento de la Carta Pastoral 
del Arzobispo de Madrid D. Antonio María Rouco Varela 
en la Cuaresma de 1996 
(fuente: www.mercaba.org)

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