Buscar en mallinista.blogspot.com

jueves, 5 de febrero de 2015

Parece que Dios no escucha mi plegaria

Será que no somos perseverantes en la plegaria o no pedimos como debemos.

Se cuenta que el emperador romano Alejandro Severo, pagano, pero naturalmente honesto, tuvo un día entre sus manos un pergamino en donde se hallaba escrito el Padrenuestro. Lo leyó lleno de curiosidad y tanto le gustó que ordenó a los orfebres de su corte fundir una estatua de Jesucristo, de oro purísimo, para colocarla en su propio oratorio doméstico, entre las demás estatuas de sus dioses, ordenando pregonar en la vía pública las palabras de aquella oración. Una oración tan bella sólo podía venir del mismo Dios.

Se han escrito muchísimos comentarios sobre el Padrenuestro, y creo que nunca terminaríamos de agotar su contenido. No en vano fue la oración que Jesucristo mismo nos enseñó y que, con toda razón, se ha llamado la “oración del Señor”. Es la plegaria de los cristianos por antonomasia y la que, desde nuestra más tierna infancia, aprendemos a recitar de memoria, de los labios de nuestra propia madre.

En una iglesia de Palencia, España, se escribió hace unos años esta exigente admonición:

No digas "Padre", si cada día no te portas como hijo.
No digas "nuestro", si vives aislado en tu egoísmo.
No digas "que estás en los cielos", si sólo piensas en cosas terrenas.
No digas "santificado sea tu nombre", si no lo honras.
No digas "venga a nosotros tu Reino", si lo confundes con el éxito material.
No digas "hágase tu voluntad", si no la aceptas cuando es dolorosa.
No digas "el pan nuestro dánosle hoy", si no te preocupas por la gente con hambre.
No digas "perdona nuestras ofensas", si guardas rencor a tu hermano.
No digas "no nos dejes caer en la tentación", si tienes intención de seguir pecando.
No digas "líbranos del mal", si no tomas partido contra el mal.
No digas "amén", si no has tomado en serio las palabras de esta oración.

La parábola del amigo inoportuno, tan breve como tan bella, nos revela la necesidad de orar con insistencia y perseverancia a nuestro Padre Dios. Es sumamente elocuente: “Yo os digo que si aquel hombre no se levanta de la cama y le da los panes por ser su amigo –nos dice Jesús— os aseguro que, al menos por su inoportunidad, se levantará y le dará cuanto necesite”. Son impresionantes estas consideraciones. Nuestro Señor nos hacen entender que, si nosotros atendemos las peticiones de los demás al menos para que nos dejen en paz, sin tener en cuenta las exigencias de la amistad hacia nuestros amigos, ¡con cuánta mayor razón escuchará Dios nuestras plegarias, siendo Él nuestro Padre amantísimo e infinitamente bueno y cariñoso!

Por eso, Cristo nos dice: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá”. Si oramos con fe y confianza a Dios nuestro Señor, tenemos la plena seguridad de que Él escuchará nuestras súplicas. Y si muchas veces no obtenemos lo que pedimos en la oración es porque no oramos con la suficiente fe, no somos perseverantes en la plegaria o no pedimos como debemos; es decir, que se cumpla, por encima de todo, la voluntad santísima de Dios en nuestra vida. Orar no es exigir a Dios nuestros propios gustos o caprichos, sino que se haga su voluntad y que sepamos acogerla con amor y genrosidad. Y, aun cuando no siempre nos conceda exactamente lo que le pedimos, Él siempre nos dará lo que más nos conviene. Es obvio que una mamá no dará un cuchillo o una pistola a su niñito de cinco años, aunque llore y patalee, porque ella sabe que eso no le conviene.

¿No será que también nosotros a veces le pedimos a Dios algo que nos puede llevar a nuestra ruina espiritual? Y Él, que es infinitamente sabio y misericordioso, sabe muchísimo mejor que nosotros lo que es más provechoso para nuestra salvación eterna y la de nuestros seres queridos. Pero estemos seguros de que Dios siempre obra milagros cuando le pedimos con total fe, confianza filial, perseverancia y pureza de intención. ¡La oración es omnipotente!

Y, para demostrarnos lo que nos acaba de enseñar, añade: “¿Qué padre entre vosotros, si el hijo le pide un pan, le dará una piedra? ¿O, si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O, si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”

Efectivamente, con un Dios tan bueno y que, además, es todopoderoso, ¡no hay nada imposible!

Termino con esta breve historia. En una ocasión, un niño muy pequeño hacía grandes esfuerzos por levantar un objeto muy pesado. Su papá, al ver la lucha tan desigual que sostenía su hijito, le preguntó:

- "¿Estás usando todas tus fuerzas?"
- "¡Claro que sí!" -contestó malhumorado el pequeño.
- "No es cierto –le respondió su padre— no me has pedido que te ayude".

Pidamos ayuda a nuestro Padre Dios…. ¡¡y todo será infinitamente más sencillo en nuestra vida!!

escrito por P. Sergio Córdova LC 
(fuente: catholic.net)

miércoles, 4 de febrero de 2015

Francisco en la audiencia: "los hijos necesitan un padre que les espera"

Texto completo. En la audiencia general de este miércoles, el Santo Padre prosigue con el ciclo de catequesis sobre la familia

Ciudad del Vaticano, 04 de febrero de 2015 (Zenit.org)

Queridos hermanos y hermanas,

hoy quisiera desarrollar la segunda parte de la reflexión sobre la figura del padre en la familia. La semana pasada hablé del peligro de los padres “ausentes”, hoy quiero mirar más bien al aspecto positivo. También san José tuvo la tentación de dejar a María, cuando descubrió que estaba embarazada; pero intervino el ángel del Señor que le reveló el diseño de Dios y su misión de padre putativo; y José, hombre justo, “tomó consigo a su esposa” y se convirtió en el padre de la familia de Nazaret.

Toda familia necesita al padre. Hoy nos detenemos sobre el valor de este rol, y quisiera iniciar por algunas expresiones que se encuentran en el Libro de los Proverbios, palabras que un padre dirige al propio hijo y dice así: “Hijo mío, si tu corazón es sabio, también se alegrará mi corazón:

mis entrañas se regocijarán, cuando tus labios hablen con rectitud”. No se podría expresar mejor el orgullo y la conmoción de un padre que reconoce haber transmitido al hijo lo que cuenta de verdad en la vida, o sea, un corazón sabio. Este padre no dice: “Estoy orgulloso de ti porque eres igual a mí, porque repites las cosas que digo y que hago”. No, no dice eso. Le dice algo más importante, que podríamos interpretar así: “Estaré feliz cada vez que te vea actuar son sabiduría, y estaré conmovido cada vez que te escuche hablar con rectitud. Esto es lo que he querido dejarte, para que se convirtiera en una cosa tuya: la costumbre de escuchar y actuar, de hablar y juzgar con sabiduría y rectitud. Y para que tu pudieras ser así, te he enseñado cosas que no sabías, he corregido errores que no veías. Te he hecho sentir un afecto profundo y a la vez discreto, que quizá no has reconocido plenamente cuanto eras joven e incierto. Te ha dado un testimonio de rigor y de firmeza que quizá no entendías, cuando hubieras querido solamente complicidad y protección. Yo mismo he tenido que, en primer lugar, ponerme a prueba de la sabiduría del corazón, y vigilar en los excesos del sentimiento y del resentimiento, para llevar el peso de las inevitables comprensiones y encontrar las palabras justas para hacerme entender. Ahora, continúa el padre, cuando veo que tú tratas de ser así con tus hijos, y con todos, me conmuevo. Soy feliz de ser tu padre”. Y así, es lo que dice un padre sabio, un padre maduro.

Un padre sabe bien cuánto cuesta transmitir esta herencia: cuánta cercanía, cuánta dulzura y cuánta firmeza. Pero, ¡qué consolación y que recompensa se recibe, cuando los hijos rinden honor a esta herencia! Es una alegría que rescata cualquier fatiga, que supera cualquier incomprensión y sana cualquier herida.

La primera necesidad, por tanto, es precisamente esta: que el padre esté presente en la familia. Que esté cerca de la mujer, para compartir todo, alegría y dolores, fatigas y esperanzas. Y que esté cerca de los hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando se comprometen, cuando están preocupados y cuando están angustiados, cuando se expresan y cuando están callados, cuando osan y cuando tienen miedo, cuando dan un paso erróneo y cuando encuentran de nuevo el camino. Padre presente, siempre. Pero decir presente no es lo mismo que decir controlador. Porque los padres demasiados controladores anulan a los hijos, no les dejan crecer.

El Evangelio nos habla del ejemplo del Padre que está en los cielos --el único, dice Jesus, que pude ser llamado verdaderamente “Padre bueno”. Todos conocen esa extraordinaria parábola llamada del “hijo pródigo” o mejor “padre misericordioso” que se encuentra en el Evangelio de Lucas, en el capítulo quince. ¡Cuánta dignidad y cuánta ternura en la espera de ese padre que está en la puerta de casa esperando que el hijo vuelva! Los padres deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que hacer que esperar. Rezar y esperar con paciencia, dulzura, generosidad y misericordia.

Un buen padre sabe esperar y sabe perdonar, desde lo profundo del corazón. Cierto, sabe también corregir con firmeza: no es un padre débil, sumiso, sentimentale. El padre que sabe corregir sin degradarse es el mismo que sabe proteger sin descanso. Una vez escuché en una reunión de un matrimonio decir a un padre, ‘yo algunas veces debo pegar un poco a los hijos, pero nunca en la cara, para no degradarlo’ ¡Que bonito! Tiene sentido de la dignidad. Debe castigar, lo hace justo y va adelante.

Si por tanto hay alguno que puede explicar hasta el fondo la oración de “Padre nuestro”, enseñada por Jesús, estos son precisamente quienes viven en primera persona la paternidad. Sin la gracia que viene del Padre que está en los cielos, los padres pierden valentía y abandonan el campo. Pero los hijos necesitan encontrar un padre que les espera cuando vuelven de sus fracasos. Harán de todo para no admitirlo, para no mostrarlo, pero lo necesitan: y el no encontrarlo abre en ellos heridas difíciles de sanar.

La Iglesia, nuestra madre, está comprometida con apoyar con todas sus fuerzas la presencia buena y generosa de los padres en las familias, porque ellos son para las nuevas generaciones cuidadores y mediadores insustituibles de la fe en la bondad, en la fe y en la justicia y en la protección de Dios, como san José.

Texto traducido y transcrito por ZENIT

(04 de febrero de 2015) © Innovative Media Inc.

"¡Vamos a misa!", una interesante app para teléfonos móviles

“Ya tenemos parroquias en muchos países, en Argentina, España, Italia, en Estados Unidos y esperamos que cada vez sean más, que cada vez más voluntarios se animen a agregar lugares nuevos”, dijo el joven uruguayo Rodrigo Pérez, al presentar una nueva aplicación que permite saber dónde y cuándo se puede ir a Misa en distintos países de América Latina y el mundo.

“La aplicación Vamos a Misa surge en primera instancia por un tuit del ex rector de los Salesianos, Don Pascual Chávez, en el que invitaba a los salesianos, a los religiosos, a que salgan a las redes sociales porque era ahí donde estaban los jóvenes, donde pasaban la mayor parte del tiempo”, afirmó a ACI Prensa Pablo Sanchez, otro de los creadores de esta iniciativa.

Con esta inquietud Pablo conoció a Rodrigo, que estaba de vacaciones lejos de su comunidad y no sabía dónde ir a Misa. Así empezaron este servicio digital y pastoral.

Varios cientos “entran por día a utilizarla… Siempre decimos y bromeamos que pensamos que lo íbamos a usar solamente nosotros dos y los que nos conocían a la vuelta, pero de hecho ni bien la lanzamos en la Jornada Nacional de la Juventud, empezó a replicar entre muchos jóvenes”, añadió Sanchez.

El inicio no fue sencillo, la primera dificultad que encontraron fue la de tener actualizados todos los horarios de Misa de las distintas parroquias. “Esa primera dificultad fue lo que llevó a realizar una de las principales características de Vamos a Misa, que es que la información se mantiene actualizada y es creada por los mismos usuarios”, explicó Rodrigo Pérez.

Rodrigo explicó que “automáticamente la aplicación identifica el lugar donde se encuentra el usuario, el punto geográfico, y ya le recomienda a qué parroquia ir y a qué horario asistir a la Misa más cercana que tenga… Es igual que en la Wikipedia, se confía en los usuarios y, además, entre los mismos usuarios se van corrigiendo y mejorando la información”.

Por otro lado, Pablo resaltó que no se quieren quedar con esto, sino ir más allá, y ayudar a que las parroquias puedan publicar sus actividades, los momentos de catequesis, los encuentros o celebraciones especiales que allí se realizan.

De esta manera, los creadores de esta aplicación desean que los usuarios se puedan “integrar a la parroquia y que la parroquia se pueda integrar al barrio”, resaltó Pablo Sanchez.

Por último, los creadores de “Vamos a Misa” manifestaron que cualquier colaboración o sugerencia la pueden hacer a través de sus redes sociales que la aplicación tiene en Facebook y Twitter . De igual manera enviaron un mensaje a otros jóvenes a que se lancen a evangelizar por estos medios.

“Si tienen una idea de una aplicación diferente a la nuestra, háganla, llévenla a cabo, conviértanla en una acción concreta, que realmente se puede desde todo sentido. No se precisa tampoco tanto dinero, solamente ganas y estamos a las órdenes”, concluyeron los jóvenes uruguayos.

Los usuarios pueden ingresar a la app desde cualquier dispositivo que tenga navegador web y si las “tablets” o celulares tienen “Android”, se puede descargar la aplicación de manera gratuita. Para ingresar nuevos horarios y editar los horarios de Misa, sólo se necesita una cuenta Google o Facebook.



(fuente: www.radiomaria.org.ar)

martes, 3 de febrero de 2015

¿Cómo hay que decirle a Dios: Jehová o Yahvéh?

El término Yahveh, es el término bíblico que aparece en Exodo 3,14.

‘Jehová’, en realidad, no aparece nunca en los textos bíblicos originales… Si, no es una exageración. Se trata del nombre del Dios de los hebreos trascrito erróneamente del texto hebreo masorético.

La palabra original consta de las consonantes JHVH o JHWH (también conocidas como tetragrámaton) intercaladas con las vocales de una palabra separada, Adonai (Señor). Debido a que el hebreo antiguo no disponía, a diferencia del actual, de un sistema de representación de sus sonidos vocálicos, sus vocales originales son cuestión de especulación.

A consecuencia de una interpretación de textos como Éxodo 20:7 y Levítico 24:11, el nombre vino a ser demasiado sagrado para pronunciarlo; los escribas, al leer en voz alta, preferían decir ‘Señor’ y por consiguiente escribieron las vocales de ‘Señor’ (Adonai) en el armazón de las consonantes JHVH como un recordatorio a los lectores futuros.

Los traductores del hebreo, sin darse cuenta de lo que los escribas habían hecho, creyeron que las vocales de la palabra introducida por los escribas pertenecían al nombre de su Dios en lugar de ser nada más que un recordatorio de la necesidad de no pronunciar la palabra sagrada. Este es el origen del término Jehová o Jehovah.

La evidencia de los Padres de la iglesia griega da pruebas de que las formas Jabe y Jao eran corrientes, así como formas acortadas hebreas como las palabras Jah (ver Salmo 68: 4, por ejemplo) y Jahu (en nombres propios). Todo esto indica que originalmente el nombre debió pronunciarse Yavé o Yaveh (modernamente a menudo deletreado Yahweh). Etimológicamente, es la tercera persona del singular, probablemente del verbo hawah ohajah, que significa ‘estar.’

Los intérpretes más antiguos explican el verbo en un sentido metafísico y abstracto; el ‘estoy’ de la Escritura es ‘Él que está,’ el completamente existente.

Indudablemente Charles Taze Russell, el fundador de los autodenominados Testigos de Jehová en 1872, desconocía este hecho, lo que le llevó a hacer un énfasis absurdo en la palabra Jehová, considerando su uso como distintivo de la nueva religión, que según él, sería la única en dirigirse constantemente a Dios mediante su verdadero nombre.

escrito por el P. Miguel A. Fuentes, IVE 
(fuente: www.teologoresponde.org)

lunes, 2 de febrero de 2015

La fidelidad de Dios se hace salvación

Este evangelio de la presentación de Jesús en el templo nos permite descubrir que Dios es fiel, es fiel a su alianza, y así como en Cristo nos muestra la expresión de su amor, también a lo largo de nuestra vida nos va mostrando su presencia que nos acompaña y nos ayuda a ser testigos de su amor.

“El que dice que está en la luz y no ama a su hermano, está todavía en las tinieblas. El que ama a su hermano permanece en la luz y nada lo hace tropezar. Pero el que no ama a su hermano, está en las tinieblas y camina en ellas, sin saber a dónde va, porque las tinieblas lo han enceguecido” (1 Jn 2,9)

Es la “luz para alumbrar a las naciones” proclama el viejo Simeón. Se canta un cántico nuevo porque la luz de Dios está con nosotros y en medio nuevo.

María y José llevaron al niño al Templo para presentarlo a Dios, conforme la ley de Israel. Y allí ofrecen un par de tórtolas, la ofrenda de los pobres. Dichoso el anciano Simeón a quien el paso de los años en lugar de apagarlo, le dio una visión más penetrante, para ver en aquella presentación tan común al Mesías. El Espíritu Santo moraba en él.

La Iglesia mira más allá del cumplimiento de las leyes, el misterio de la Salvación. Es la continuidad donde Dios permanece fiel, es fiel porque nos ha enviado al Salvador, porque cumple con su Palabra, la que nos salva. Su Palabra tiene un nombre: Cristo. En este niño ofrecido Dios nos anticipa que Él va a ofrecer su vida por toda nuestra salvación. No solo ofrecerá su vida para salvarnos, sino que también nos va a a invitar a que nosotros también podamos seguir este camino. ¿Cómo? Ofreciendo nuestra vida en las cosas concretas. María oferente nos enseña a hacer de nuestra vida en el trabajo diario, en nuestro apostolado, en nuestra realidad que puede ser de gozo o de tristeza, a irlo ofreciendo porque ofrecerlo agranda nuestro corazón, nos hace generosos…. ofrecerlo nos hace comprender lo que también Dios hizo en Cristo, su divino hijo. Ofrecer lo que vivimos, sea lo que sea la realidad que nos toca, ofreciéndolo nosotros también experimentamos como Dios se hace presente en nuestras vidas, que Él ya lo hizo de una vez para siempre, y con nuestra ofrenda vamos viendo la historia de salvación que Él va tejiendo en nuestras vidas.

El anciano Simeón que tenía la expectativa de la salvación la ve cumplida, porque en él estaba la fuerza del espíritu. Había preparado su corazón para ser conducido y que el Espíritu lo llevara a este punto. Muchos tenían esta expectativa, pero este anciano tenía la grandeza de dejar que el Espíritu lo habitara, por eso se hizo profeta. El nos ayuda a proclamar la grandeza de Dios: “Ahora Señor puedes dejar que tu siervo descanse en paz porque mis ojos han visto la Salvación"

Él llama a Jesús “salvador”, “luz del mundo”, y “gloria del pueblo de Israel”, anticipando su gloria. Allí se añade el anuncio del drama de Cristo: él va a ser materia de caídas, signo de contradicción porque dejará en evidencia los corazones. Cristo que es la luz deja en evidencia el obrar de todos nosotros los cristianos y de todos los hombres. Por eso Él será causa de tropiezo, porque su claridad va a encontrar la intención de nuestras obras, porque la misma vida de Cristo que es luz va a dejar en evidencia lo que es bueno y malo en nosotros. Por eso es signo de contradicción, porque Él que es la luz deja en manifiesto nuestras intenciones. Él no admite dobleces, ante Él que es la luz nuestra vida tiene que ser sin dobleces… vivir en obras lo que creemos.

María es oferente y modelo de ofrenda. “Quien dice que ama a Dios a quien no ve y no ama al hermano a quien ve es un mentiroso”. Jesús pone en evidencia nuestro obrar y hace que nosotros también pidamos la gracia de que nuestra vida de fe se manifieste en las obras y por eso sea una vida coherente.


Jesús, signo de contradicción

El paso del tiempo ha confirmado que Cristo y su evangelio siguen siendo motivo de división y enfrentamiento. No se trata de una opción a favor o en contra de Cristo sino una actitud de fe o increencia. El tipo de increencia no suele ser el ateímos militante sino más bien la indiferencia religiosa, la abstención a lo que sea de Dios. Simplemente se pasa de Dios porque no es tan fácil prescindir de Él. La pregunta sobre Dios es la más constante en la historia de los hombres más alla de todas las revoluciones y cambios de la humanidad. En esto hay una invitación a que reflexiones: “este niño será causa de contradicción y a tí misma una espada te atravesará el corazón”. La profesía de Simeón también nos alcanza a nosotros. Abarca toda la historia y también hoy nos pregunta a nosotros: Cristo, el niño que hemos puesto en el pesebre con sentimientos de ternura, cuando lo vamos asumiendo en nuestras vidas es evidente que se transforma en signo de contradicción.

Hoy hay otra realidad más grave que el ateísmo que es la indiferencia religiosa. Es una tentación presente en nuestras vidas, el empezar a vivir y obrar como si Dios no existiera. A veces nos puede pasar cuando nosotros creemos en Cristo pero cuando las cosas no salen como nosotros quisiéramos, pegamos un portazo y empezamos a vivir como si no existiera. Es la indiferencia que a veces está en el trato entre nosotros en la familia o en el apostolado, cuando no nos queremos empezamos a obrar con indiferencia. También pasa con Dios, saber que Él está pero serles indiferentes. La fe no debe ser impuesta. El Papa Benedicto XVI decía que para nosotros la fe es una propuesta y una propuesta que queremos vivir desde la atracción no desde la imposición. La evangelización que es anuncio de la alegre buena noticia de Dios se comparte como testigos. Solamente así seremos testigos de la luz que es Cristo. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

Nos dice el Documento de Aparecida: “Por esto nosotros, como discípulos de Jesús y misioneros, queremos y debemos proclamar el Evangelio, que es Cristo mismo. Anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de desventuras.

(…) La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino pidiendo limosna y compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo.

escrito por Padre Daniel Cavallo 
(fuente: www.radiomaria.org.ar)

La presentación de Jesús en el Templo.Profecías de Simeón y de Ana

“Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel". Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de levación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos". Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.” 
(Lucas 2, 22-40)

Hoy tenemos a dos viejecitos en la escena que nos pinta tan hermosamente el Evangelio. Al anciano Simeón y a la anciana Ana. Dos personas de fe, buenas, creyentes, como esa gente que uno encuentra en tantos rincones de nuestra Patria. De Simeón se dice que era un hombre justo y piadoso, que esperaba el consuelo de Israel. De Ana, profetisa, se dice que era una mujer ya anciana, que había estado casada y que después quedó viuda, y que permaneció así hasta este momento, con 84 años. ¿Y qué hacía en esta etapa de su vida, a qué se dedicaba? No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. No se apartaba, sirviendo y alabando a Dios.

Los dos, en este tramo de su vida, esperaban ver a Dios, ver la salvación de Dios, que sabían que se iba a plasmar en la presencia de Dios hecho hombre. Y no se equivocaron. Los que esperan en Jesús, como dice la canción, no se equivocan. No se equivocó Simeón, no se equivocó Ana.

Toda su vida sostuvieron esa fe y casi cuando sus ojos ya se cerraban, pudieron ver al Salvador y experimentaron esa salvación en su corazón. Y por eso el texto nos trae una hermosa oración, de Simeón, tan profunda y tan real. Después de haber visto lo que esperaron durante todo una vida, dijeron que ya nada más importante podían ver en la vida que lo que habían visto: la presentación del Señor en el Templo.


La presentación del Señor en el Templo

Dice el Evangelio que unos cuarenta días después del nacimiento de Jesús (para nosotros, cuarenta días después de Navidad), María y José llevaron a su hijo, al niño Jesús, al Templo. La ley decía que todo matrimonio, cuando tenía su primer hijo varón, debía ser ofrecido y consagrado a Dios como signo de gratitud por el don de la vida, de la fertilidad y del amor. Todo varón primogénito será consagrado al Señor. Como gesto de ofrenda y sacrificio, tenían que llevar (las familias más humildes) unos pichones de tórtolas o palomas para ofrecérselo a Dios. Uno se imagina a María, a José y al Niño, cumpliendo con esta prescripción de la Ley del Antiguo Testamento: como signo de gratitud a Dios y de reconocimiento a Dios que la vida, si bien la engendra el amor del hombre y de la mujer, hay un tercero en cuestión: Dios mismo. En el momento mismo de la procreación, Dios está ahí soplando e infundiendo vida.

Para nosotros, esta presentación, este ofrecimiento y agradecimiento de esta joven familia, tiene un significado mayor al mero cumplimiento de lo que estaba mandado por la Ley. Porque para nosotros se torna en la novedad propia del Nuevo Testamento: este encuentro de esta familia con Dios, se transforma también en el encuentro del pueblo creyente y lleno de gozo con Dios mismo. Un Dios que se manifiesta como luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel, del nuevo pueblo de Dios que viene Jesús a inaugurar. ¿Cuáles son los signos que encontramos en el texto para hacer esta interpretación? Los que representan a ese nuevo pueblo creyente son, justamente, el anciano Simeón y la profetisa Ana. En ellos están representados la Iglesia, los hombres y las mujeres de todos los tiempos que anhelamos ver a Dios, a Jesús, que esperamos la salvación de Dios. Todo una vida de fidelidad y de espera, y nuestros ojos no descansarán hasta poder ver a Dios. Encontramos entonces a una familia, cumpliendo con un rito que era habitual en la época. Pero para nosotros, tiene un significado más profundo y que permanece a través del tiempo.

Nosotros ahora tenemos otro rito, que es el Bautismo, donde ofrecemos a nuestros hijos que por el Bautismo se transforman en hijos de Dios y miembros de la gran familia de Dios que es la Iglesia. Lo que sí sigue estando vigente es esto: un Dios que se acerca a su pueblo y un pueblo que manifiesta su gozo porque Dios se da a conocer.

Los primeros testimonios de celebración de esta fiesta de la presentación del Señor en el Templo datan del siglo IV en Jerusalén. Y hasta la última reforma del calendario litúrgico se llamaba Fiesta de la Purificación de la Virgen María, en recuerdo del episodio de la sagrada familia que estamos meditando hoy (“Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley…”). Después, por los años 1960/1969, con la reforma litúrgica que trajo el Concilio Vaticano II, se restituyó a la celebración el título de Presentación del Señor, que era el nombre que había tenido desde un comienzo. Este ofrecimiento de Jesús a Dios Padre es un anticipo del ofrecimiento que Jesús hará de sí mismo en la cruz a Dios Padre por toda la humanidad. Así son las cosas de Dios. Este acto de obediencia a un rito legal es a la vez como una gran enseñanza de humildad. En realidad, el Hijo de Dios no tenía que ser ofrecido en el Templo por parte de María y de José. Si ese Hijo nos había sido dado de parte de Dios, ¿qué le vamos a ofrecer a Dios! Sin embargo, aquí está parte del anonadamiento de Jesús: un Jesús que se abaja, deja y abandona su condición de Hijo de Dios y se hace niño, se hace familia, se hace ternura, lucha, búsqueda, esfuerzo, también dolor, como cualquier familia. Y María y José no quieren hacer uso de esta excepción por ser el Hijo de Dios. Al contrario, como cualquier familia creyente, con una gran humildad y fidelidad, van a ofrecer a Dios lo que Dios mismo les había dado: su Hijo Jesús.

Esto es importante para trasladar a nuestra vida, como bajada de la reflexión a la vida cotidiana. No pretendamos exceptuarnos de nuestras obligaciones porque estemos muy cerca de Dios, porque pertenecemos a tal parroquia… “pero si yo creo en Dios y siempre rezo, porque ahora me pasa esto?”… No, acá no hay privilegios. Ni María ni José hicieron uso de ningún tipo de privilegio.


El encuentro del Señor con Simeón y Ana en el Templo

El encuentro del Señor con Simeón y Ana en el Templo acentúan el aspecto del sacrificio y del ofrecimiento, porque tanto Ana como Simeón también van en esta línea. Simeón le dice a María: y a ti misma una espada te atravesará el corazón… Yo me imagino los ojitos de María… y los de José! ¿Qué habrá querido decir este viejito con esto…?! ¡Si habrá tenido que meditar en su corazón estas cosas María, y si se habrá acordado de estas palabras de Simeón treinta y tres años después, cuando efectivamente, mientras clavaban a su Hijo en la cruz, una espada atravesaba su corazón…!

María, gracias a su unión íntima con la persona de Jesús, queda asociada al sacrificio del Hijo, desde ahora -desde el inicio, por supuesto- pero hoy lo vemos de una forma particular, cuando Simeón se lo anticipa. La celebración de hoy tiene este significado profundo que nos une a toda la vida de Jesús y sobre todo a su entrega definitiva en la cruz.


Fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria

Esta fiesta también es la de Nuestra Señora de la Candelaria. Hace rato que se viene con esta práctica para litúrgica en la vida de la Iglesia, de bendecir las velas que luego llevamos a casa para usar en distintos momentos. Se tiene ya testimonio por allá en el siglo X. El rito de la bendición de los cirios, que se suele hacer dentro de la celebración de la misa del día de hoy, se inspira justamente en las palabras de Simeón: “… porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel". Y de este rito significativo viene también el nombre popular de esta fiesta “de la Candelaria”. En la celebración litúrgica se suelen bendecir las velas que los fieles llevan a la misa, y luego los encienden en distintos momentos durante el año, durante la oración. Mi abuela, por ejemplo, la prendía durante las tormentas; pero no como un rito mágico para que se fuera la tormenta, sino para orar, para pedirle a Dios que la tormenta pasara sin hacer daño. A las velas hay que velarlas, no como hacen algunos que la prenden por ahí, la dejan solita y se van. No es una cuestión mágica. ¡Sería muy fácil rezar así! Prendo una vela, dura una hora y media, y es una hora de oración. ¡No! ¡Eso es simplemente una hora que se quema la vela y nada más! A mí una vez me enseñaron esto y lo aprendí, e intento también enseñarlo: a la vela hay que velarla. ¿Qué quiere decir velarla? Si enciendo una vela pidiendo a Dios (tal vez a través de la intercesión de un santo o de la Virgen María) durante el momento en que tengo la vela prendida trato de permanecer en oración. Ése es el valor. La luz encendida tiene que ir acompañada por la oración de intercesión, de súplica o de agradecimiento. Cuando termino ese momento de oración, la apago y la dejo, para volver a encenderla en otro momento.

En muchos lugares de nuestra Patria se venera a la Virgen bajo la advocación de Nuestra Señora de la Candelaria. Que no es sino justamente la Virgen Madre que nos trae a Jesús, luz del mundo.


La oración de Simeón

En la Biblia encontramos muchos pasajes con oraciones tomadas del repertorio del pueblo de Israel. A veces elaboradas y recitadas durante años en distintos momento de la vida del pueblo elegido. Sus oraciones eran muchas veces populares: el pueblo repetía lo expresado por los profetas. Recordemos el contexto histórico: no existían manuscritos ni imprentas, todo era repetir de memoria… En el Antiguo Testamento encontramos muchos ejemplos, particularmente los Salmos.

En el Nuevo Testamento también encontramos pasajes con pequeñas oraciones, con súplicas, jaculatorias o exclamaciones de gratitud, de alabanza, de pedido de ayuda. El pasaje de hoy trae una de las más hermosas oraciones del Nuevo Testamento (esto sin considerar el Padre Nuestro que enseñó Jesús, la única oración que enseñó Jesús a sus discípulos). La oración de Simeón es muy simple y profunda, surgida del corazón, de la experiencia del encuentro con Dios. Es de alabanza, de gratitud y de súplica: "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel". ¡Qué lindo! Es una oración para aprendérsela de memoria, para recitar todos los días. Simeón era un hombre justo y piadoso, esperaba el consuelo de Israel. Más aún, el Espíritu Santo estaba en él. ¡Qué lindo es poder decir que uno ve en una persona la presencia del Espíritu! Y esto es lo que describe el evangelista de Simeón. Dice que el Espíritu de Dios le había revelado algo muy importante: que él no se iba a morir sin poder ver al Mesías. ¡Qué maravilla! Y aquel día, Simeón fue llevado, conducido por el mismo Espíritu Santo al Templo. Y cuando los padres de Jesús llevan al niño, Simeón se encuentra con María, José y el Niño. Entonces Simeón tomó al bebé en sus brazos, y alabó a Dios con su oración: "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación…”

Esta oración está en la Liturgia de las Horas (que es la oración oficial de la Iglesia, que los sacerdotes, los religiosos/as, los consagrados deben rezar cada día, por toda la Iglesia), en la oración de las Completas (la última oración del día). Hay también muchos laicos que rezan la Liturgia de las Horas, y entonces la última oración, por la noche, es "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación”.

Simeón tuvo que esperar toda una vida para poder rezar así. Solo en su ancianidad, con los ojos cansados de tanto buscar al Salvador, recién aquel día, con el Niño en sus brazos, pudo decir "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación…”

Nosotros, cada uno, tenemos la dicha de ver al Señor cada día: en su Palabra, en la Eucaristía, ver su presencia en el enfermo, el pobre, el hermano sufriente. ¡Nosotros somos más dichosos que Simeón! Porque Jesús nos abrió los ojos para que lo podamos ver no solo al final de nuestra vida, sino casi en cada paso de la vida. ¡Poder ver al Señor, qué más podemos pedir, qué otra cosa más importante podemos ver después de ver a nuestro Salvador en sus distintas presencias a lo largo de nuestros días, de nuestra vida! ¿Nos damos cuenta de que tenemos la dicha de ver al Señor? ¿Lo estás viendo? Y cuando lo vemos, ¿le decimos gracias? Nuestra vida, ¿se transforma en una alabanza?


Una profetisa llamada Ana

“Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.

Al igual que Simeón, ella también se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Ana es el prototipo del creyente que nunca baja los brazos; aquél que habiendo pasado por muchas situaciones de la vida (ella había pasado por la vida matrimonial, familiar, viudez, ahora estaba sola) llega a la ancianidad y aún tiene mucho por hacer. Su nueva tarea era servir a Dios con la oración y el ayuno; y contarle a la gente acerca del Niño, del Hijo de Dios. La vida es un continuo redescubrir nuestra misión. No estamos aquí para ocupar un lugar. Tenemos tareas que realizar. Lo importante es descubrirlas y ver cómo se van transformando en las distintas etapas de la vida. Toda la vida fue servicio en Ana. Nunca se dio por vencida, a pesar de las adversidades. Destacamos su fe, su esperanza, su confianza. Así la encuentra Jesús: llena de esperanza, sirviendo. Así queremos que nos encuentre Dios: en el servicio.

Servicio es: el trabajo responsable, el cuidado de los niños, el cuidado de la casa, el ejercicio de la profesión, del estudio, la investigación, el cultivo de la tierra, la elaboración de la comida familiar; es aconsejar a un amigo con problemas, hacer silencio en ciertas circunstancias, es pedirle a Dios por las necesidades de los demás.

Cualquier etapa de la vida es el momento oportuno y providencial para servir fielmente a Dios. No tenemos que esperar llegar a… para servir. Éste es el tiempo. Mañana no sé. Es más, algún día el mañana no llegará. Así que no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy. Aceptar el hoy, casi como si fuera la última vez en mi vida, no por morbo sino porque queremos vivir la vida en plenitud y con entusiasmo, porque ¡el día de hoy es único! Como único fue ese momento de Simeón y de Ana.

Cada etapa de la vida tiene una forma de servir a Dios en lo cotidiano.

“Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.” La familia de Jesús vuelve a Nazaret. Por eso se lo llamó el Nazareno.

Querido hermano, querida hermana, quiero desearte que vos también vayas creciendo y fortaleciéndote cada día, que Dios te llene de sabiduría y que la gracia de Dios esté siempre con vos.

escrito por el Padre Oscar “Cacho” Rigoni 
(fuente: www.radiomaria.org.ar)

domingo, 1 de febrero de 2015

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras una luz resplandeció

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos
(Mc 1, 21-28)
Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, se hallaba Jesús en Cafarnaúm y el sábado fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: "¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quien eres: el santo de Dios" Jesús le ordenó: "¡Cállate y sal de él!" El espíritu inmundo sacudiendo al hombre con violencia y dando un alarido, salió de él. Todos quedaron estupefactos y se preguntaban: "¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es ésta? Este hombre tiene autoridad para mandar hasta a los espíritus inmundos y lo obedecen? ". Y muy pronto se extendió su fama por toda Galilea.

Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.

El Evangelio que acabamos de oír, nos relata la expulsión de un demonio por Jesús. Tal vez, este hecho nos suena a nosotros un poco raro. Porque el estar poseído por un demonio nos parece algo exclusivo de aquellos tiempos. Sin embargo sucede también en nuestros días, aunque sea poco frecuente.

Pero el problema de fondo para el hombre de hoy es la pregunta, si el demonio como persona existe o no. Resulta que el hombre moderno e incluso el cristiano moderno apenas creen en el demonio. Éste ha conseguido realizar, en nuestros días, su mejor maniobra: hacer que se dude de su existencia.

Queremos, por eso, reflexionar sobre el diablo y su actuar en el mundo y en nuestra vida.

Sabemos que antes que existiera nuestro mundo, Dios ya había creado un mundo de espíritus puros: los ángeles. Ellos se dividieron en dos bandos - unos fieles a Dios y otros rebeldes en contra de Él. Éstos fueron arrojados al infierno y buscan, desde entonces, contrarrestar el poder y dominio de Dios.

Y porque no les es dado enfrentarse directa-mente con Dios, lo hacen indirectamente. Tratan de arrebatarle su creatura preferida de la tierra: el hombre. Así cada uno de nosotros es un campo de lucha en el que se enfrentan el bien y el mal, las fuerzas divinas y las fuerzas diabólicas.

¿Quién negaría tal realidad? Nadie de noso-tros va a ser tan ingenuo de creerse fuera de esa lucha permanente. Cada uno de nosotros experimen-ta esta tensión, este conflicto en su propio cuerpo y en su propia alma. Nos damos cuenta de que un ser fuerte obra en nosotros y nos quiere imponer su voluntad, y que necesitamos a otro más fuerte para liberarnos. Fuimos liberados ya el día de nuestro bautismo. Pero el demonio -volvió a nosotros y lo dejamos entrar de nuevo, por medio de nuestros pecados. La gran obra del diablo es el pecado. Él es el “padre del pecado”. La realidad del mal - que lleva a los hombres a matar, robar y engañar; que hace triunfar al injusto y sufrir al justo; que vuelve egoístas a los que tienen ya demasiado y lleva a la desesperación a los marginados - todo esto y mucho más es su obra, bien presente y actual en nuestro mundo.

Realmente, el hombre no vive solo su destino. Es incapaz de ser absolutamente independiente. O se entrega a Dios o es encadenado por el demonio. Tanto en el bien como en el mal, no somos nosotros los que vivimos: es Cristo o Satanás el que vive y triunfa en nosotros. ¡O somos hijos de Dios o somos hijos del diablo!

Me recuerda un cuento: Un cura párroco y un burlón viajan juntos en el mismo tren. Éste le dice: “¿Ya sabe la noticia? Ayer murió el diablo y hoy va a ser enterrado”. Enton-ces todo el mundo espera la respuesta del cura. Éste sonreía nomás y empieza a buscar algo en sus bolsillos. Por fin encuentra una moneda y se la da al burlón diciendo: “Siempre tuve mucha compa-sión con los huérfanos”. ¡O somos hijos de Dios o somos hijos del diablo!

Jesucristo choca, desde el comienzo de su misión, con esta potencia del mal increíblemente activa y extendida por el mundo. Por todas partes Jesús la descubre, la expulsa, la destrona. En este contexto debemos ver también el Evangelio de hoy. En el centro del texto no está el poseído por el demo-nio, sino Cristo mismo. En Él debe fijarse nuestra mirada.

Porque nosotros mismos no lograremos soltar-nos del poder del demonio. Con nuestras propias fuerzas no podremos vencer el mal dentro de noso-tros. Es necesario que Cristo nos fortalezca en nuestra lucha diaria contra el enemigo. Es nece-sario que Cristo nos libere, paso a paso, de su poder destructor. También María, la vencedora del diablo, ha de ayudarnos en ello. Como Cristo procedió, en el Evangelio de hoy, con el poseído, así quiere expulsar la injusticia, la mentira, el odio y todo el mal de esta tierra. Quiere en nosotros y por nosotros crear un mundo nuevo mejor, renovar la faz de la tierra. Quiere construir una Nación de Dios, donde reinan la verdad, la justicia y el amor.

Queridos hermanos, también nosotros seremos, un día, totalmente libres de la influencia del maligno. Será en el día feliz de nuestro encuen-tro final con Dios, de nuestra vuelta a la Casa del Padre.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

escrito por el Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
(fuente: catholic.net)
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...