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lunes, 2 de febrero de 2015

La fidelidad de Dios se hace salvación

Este evangelio de la presentación de Jesús en el templo nos permite descubrir que Dios es fiel, es fiel a su alianza, y así como en Cristo nos muestra la expresión de su amor, también a lo largo de nuestra vida nos va mostrando su presencia que nos acompaña y nos ayuda a ser testigos de su amor.

“El que dice que está en la luz y no ama a su hermano, está todavía en las tinieblas. El que ama a su hermano permanece en la luz y nada lo hace tropezar. Pero el que no ama a su hermano, está en las tinieblas y camina en ellas, sin saber a dónde va, porque las tinieblas lo han enceguecido” (1 Jn 2,9)

Es la “luz para alumbrar a las naciones” proclama el viejo Simeón. Se canta un cántico nuevo porque la luz de Dios está con nosotros y en medio nuevo.

María y José llevaron al niño al Templo para presentarlo a Dios, conforme la ley de Israel. Y allí ofrecen un par de tórtolas, la ofrenda de los pobres. Dichoso el anciano Simeón a quien el paso de los años en lugar de apagarlo, le dio una visión más penetrante, para ver en aquella presentación tan común al Mesías. El Espíritu Santo moraba en él.

La Iglesia mira más allá del cumplimiento de las leyes, el misterio de la Salvación. Es la continuidad donde Dios permanece fiel, es fiel porque nos ha enviado al Salvador, porque cumple con su Palabra, la que nos salva. Su Palabra tiene un nombre: Cristo. En este niño ofrecido Dios nos anticipa que Él va a ofrecer su vida por toda nuestra salvación. No solo ofrecerá su vida para salvarnos, sino que también nos va a a invitar a que nosotros también podamos seguir este camino. ¿Cómo? Ofreciendo nuestra vida en las cosas concretas. María oferente nos enseña a hacer de nuestra vida en el trabajo diario, en nuestro apostolado, en nuestra realidad que puede ser de gozo o de tristeza, a irlo ofreciendo porque ofrecerlo agranda nuestro corazón, nos hace generosos…. ofrecerlo nos hace comprender lo que también Dios hizo en Cristo, su divino hijo. Ofrecer lo que vivimos, sea lo que sea la realidad que nos toca, ofreciéndolo nosotros también experimentamos como Dios se hace presente en nuestras vidas, que Él ya lo hizo de una vez para siempre, y con nuestra ofrenda vamos viendo la historia de salvación que Él va tejiendo en nuestras vidas.

El anciano Simeón que tenía la expectativa de la salvación la ve cumplida, porque en él estaba la fuerza del espíritu. Había preparado su corazón para ser conducido y que el Espíritu lo llevara a este punto. Muchos tenían esta expectativa, pero este anciano tenía la grandeza de dejar que el Espíritu lo habitara, por eso se hizo profeta. El nos ayuda a proclamar la grandeza de Dios: “Ahora Señor puedes dejar que tu siervo descanse en paz porque mis ojos han visto la Salvación"

Él llama a Jesús “salvador”, “luz del mundo”, y “gloria del pueblo de Israel”, anticipando su gloria. Allí se añade el anuncio del drama de Cristo: él va a ser materia de caídas, signo de contradicción porque dejará en evidencia los corazones. Cristo que es la luz deja en evidencia el obrar de todos nosotros los cristianos y de todos los hombres. Por eso Él será causa de tropiezo, porque su claridad va a encontrar la intención de nuestras obras, porque la misma vida de Cristo que es luz va a dejar en evidencia lo que es bueno y malo en nosotros. Por eso es signo de contradicción, porque Él que es la luz deja en manifiesto nuestras intenciones. Él no admite dobleces, ante Él que es la luz nuestra vida tiene que ser sin dobleces… vivir en obras lo que creemos.

María es oferente y modelo de ofrenda. “Quien dice que ama a Dios a quien no ve y no ama al hermano a quien ve es un mentiroso”. Jesús pone en evidencia nuestro obrar y hace que nosotros también pidamos la gracia de que nuestra vida de fe se manifieste en las obras y por eso sea una vida coherente.


Jesús, signo de contradicción

El paso del tiempo ha confirmado que Cristo y su evangelio siguen siendo motivo de división y enfrentamiento. No se trata de una opción a favor o en contra de Cristo sino una actitud de fe o increencia. El tipo de increencia no suele ser el ateímos militante sino más bien la indiferencia religiosa, la abstención a lo que sea de Dios. Simplemente se pasa de Dios porque no es tan fácil prescindir de Él. La pregunta sobre Dios es la más constante en la historia de los hombres más alla de todas las revoluciones y cambios de la humanidad. En esto hay una invitación a que reflexiones: “este niño será causa de contradicción y a tí misma una espada te atravesará el corazón”. La profesía de Simeón también nos alcanza a nosotros. Abarca toda la historia y también hoy nos pregunta a nosotros: Cristo, el niño que hemos puesto en el pesebre con sentimientos de ternura, cuando lo vamos asumiendo en nuestras vidas es evidente que se transforma en signo de contradicción.

Hoy hay otra realidad más grave que el ateísmo que es la indiferencia religiosa. Es una tentación presente en nuestras vidas, el empezar a vivir y obrar como si Dios no existiera. A veces nos puede pasar cuando nosotros creemos en Cristo pero cuando las cosas no salen como nosotros quisiéramos, pegamos un portazo y empezamos a vivir como si no existiera. Es la indiferencia que a veces está en el trato entre nosotros en la familia o en el apostolado, cuando no nos queremos empezamos a obrar con indiferencia. También pasa con Dios, saber que Él está pero serles indiferentes. La fe no debe ser impuesta. El Papa Benedicto XVI decía que para nosotros la fe es una propuesta y una propuesta que queremos vivir desde la atracción no desde la imposición. La evangelización que es anuncio de la alegre buena noticia de Dios se comparte como testigos. Solamente así seremos testigos de la luz que es Cristo. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

Nos dice el Documento de Aparecida: “Por esto nosotros, como discípulos de Jesús y misioneros, queremos y debemos proclamar el Evangelio, que es Cristo mismo. Anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de desventuras.

(…) La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino pidiendo limosna y compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo.

escrito por Padre Daniel Cavallo 
(fuente: www.radiomaria.org.ar)

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