San Fernando del Valle de Catamarca, 20 Abr. 12 (AICA) La procesión de la Virgen del Valle, que se llevará a cabo el domingo 22 de abril, será televisada a través de una veintena de señales audiovisuales de cable y aire con una cobertura de un 95 por ciento del territorio catamarqueño, según estimaciones de los organizadores de la propuesta.
La iniciativa, coordinada por el Sindicato de Televisión, seccional Catamarca, junto al trabajo técnico y especializado de Satsaid, los canales 8, 10, TVCa, Catamarca Televisión Pública, y el apoyo de Canal 9 de la provincia de La Rioja, producirá las imágenes de la fiesta religiosa.
Por primera vez, la transmisión estará disponible en todos los departamentos de la provincia de Catamarca, como así también para sistemas audiovisuales de cable de las provincias de La Rioja, San Juan, Mendoza, Tucumán, Santiago del Estero y ciudades de la Patagonia, entre otras, que confirmaron la retransmisión del acontecimiento.
La transmisión satelital comenzará a partir de las 16.45 y más de cincuenta periodistas, camarógrafos, compaginadores, productores, iluminadores, y técnicos sonidistas, participarán de la propuesta.
Los canales del interior provincial que emitirán son: Belén Televisora Color, Video cable "Calchaquí" de Santa María, Cable "Sonovisión" de Tinogasta, "Alternativa Cable Color" de Andalgalá, "Andalgalá TV Color", cable "Imagen Color" de Saujil, "TV Cable de Chumbicha", TV Cable de La Merced, TV Cable de Los Varela, TV Cable de La Puerta, "Telenueva" con una cobertura en Recreo, San Antonio de la Paz, Icaño, Lavalle, Bañado de Ovanta, Los Altos.
Por otra parte, también televisarán la procesión, canal 2 de Chamical y el cable "Telefrías" de la ciudad de Frías, Santiago del Estero.
Además, el canal 8 de aire, canal 10 Teletec y canal 12 de la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca transmitirán en una emisión especial, las alternativas de la celebración religiosa, además la emisora radial de Valle Viejo, que se encuentra ubicada en las inmediaciones de la plaza 25 de Mayo, Rivadavia esquina San Martin, transmitirá la procesión en una pantalla gigante.
Asimismo, el matutino "El Esquiú.com" ofrecerá la transmisión a todo el mundo, a través de su página web: www.elesquiu.com.
Informes: correo electrónico info.catamarca@satv.org.ar +
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viernes, 20 de abril de 2012
Vía Crucis para salvar una Familia
Tienen 91 y 83 años, medio siglo juntos, y Benedicto XVI les confió a ellos las meditaciones del Viernes Santo en el Coliseo.
La Iglesia ya no puede dejar más claro hasta qué punto considera la familia como el sostén de la vida cristiana y el eje de la nueva evangelización. Por si no lo reiterasen el Papa y los obispos a cada ocasión, Benedicto XVI quiso simbolizarlo este año encargando a un matrimonio en las bodas de oro, el que conforman los focolares Danillo y Anna María, el matrimonio Zanzucchi, las meditaciones que acompañaron este Viernes Santo a las catorce estaciones del Via Crucis en el Coliseo.
Lo presidió el Papa y portaron la cruz, alternativamente, el cardenal Agostino Vallini, vicario general de la diócesis de Roma, frailes venidos de Tierra Santa y familias de Italia, Irlanda, Burkina Fasso y Perú.
Éstas son las ideas principales que transmitieron los Zanzucchi concernientes a la familia (abajo puede encontrarse el enlace al documento completo).
Muchas de nuestras familias sufren por la traición del cónyuge, la persona más querida. ¿Dónde ha quedado la alegría de la cercanía, del vivir al unísono? ¿Qué ha sido del sentirse una sola cosa? ¿Qué pasó de aquel «para siempre» que se había declarado?
Mirarte, Jesús, el traicionado, y vivir contigo el momento en el que se derrumba el amor y la amistad que se había creado en nuestra pareja, sentir en el corazón las heridas de la confianza traicionada, de la confianza perdida, de la seguridad desvanecida.
Mirarte, Jesús, precisamente ahora que soy juzgado por quien no recuerda el vínculo que nos unía, en el don total de nosotros mismos. Solo tú, Jesús, me puedes entender, me puedes dar ánimo, puedes decirme palabras de verdad, incluso si me cuesta entenderlas. Puedes darme la fuerza que me ayude a no juzgar a mi vez, a no sucumbir, por amor de esas criaturas que me esperan en casa y para las cuales soy ahora el único apoyo.
Pero lo más grave, Jesús, es que yo he contribuido a tu dolor. También nosotros, esposos, y nuestras familias. También nosotros hemos contribuido a cargarte con un peso inhumano. Cada vez que no nos hemos amado, cuando nos hemos echado las culpas unos a otros, cuando no nos hemos perdonado, cuando no hemos recomenzado a querernos.
Y nosotros, en cambio, seguimos prestando atención a nuestra soberbia, queremos tener siempre razón, humillamos a quien está a nuestro lado, incluso a quien ha unido su propia vida a la nuestra. Ya no recordamos, Jesús, que tú mismo nos dijiste: «Cuanto hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». Así dijiste precisamente: «A mí».
Habíamos prometido seguir a Jesús, respetar y cuidar a las personas que ha puesto a nuestro lado. Sí, en realidad las queremos, o al menos así nos parece. Si faltaran sufriríamos mucho. Pero, después cedemos en las situaciones concretas de cada día.
¡Cuántas caídas en nuestras familias! ¡Cuántas separaciones, cuántas traiciones! Y después, los divorcios, los abortos, los abandonos. Jesús, ayúdanos a entender qué es el amor, enséñanos a pedir perdón.
Para todos los hombres y mujeres de este mundo, pero en particular para nosotros, familias, el encuentro de Jesús con la madre allí, en el camino del Calvario, es un acontecimiento intensísimo, siempre actual. Jesús se ha privado de la madre para que nosotros, cada uno de nosotros -también nosotros esposos- tuviéramos una madre siempre disponible y presente. Por desgracia, a veces nos olvidamos. Pero cuando recapacitamos, nos damos cuenta de que en nuestra vida de familia muchísimas veces hemos acudido a ella. ¡Qué cerca de nosotros ha estado en los momentos de dificultad! ¡Cuántas veces le hemos recomendado a nuestros hijos, le hemos suplicado que intervenga por su salud física y aún más por una protección moral!
Tú nos amas con amor infinito. Más que el padre, la madre, los hermanos, la mujer, el esposo, los hijos. Nos amas con un amor que ve más lejos, un amor que, por encima de todo, aun de nuestra miseria, nos quiere salvos, felices, contigo, para siempre.
También en familia, en los momentos más difíciles, cuando se debe tomar una decisión importante, si la paz habita en el corazón, si se está atento a percibir lo que Dios quiere de nosotros, somos iluminados por una luz que nos ayuda a discernir y a llevar nuestra cruz.
El Cirineo nos recuerda también los rostros de tantas personas que nos han acompañado cuando una cruz muy pesada se ha abatido sobre nosotros o nuestra familia.
Y, sin embargo, pocas veces nos acordamos de que en cada uno de nuestros hermanos necesitados te escondes tú, Hijo de Dios. ¡Qué distinta sería nuestra vida si lo recordáramos! Poco a poco tomaríamos conciencia de la dignidad de cada hombre que vive en la Tierra. Toda persona, bonita o fea, capaz o no, desde el primer instante en el vientre de la madre o tal vez ya anciana, te representa, Jesús. No sólo. Cada hermano eres tú. Mirándote, reducido a bien poca cosa allí en el Calvario, entenderemos con la Verónica que en toda criatura humana podemos reconocerte.
Nuestros pecados, que has cargado sobre ti, te aplastan, pero tu misericordia es infinitamente más grande que nuestras miserias. Sí, Jesús, gracias a ti nos levantamos. Nos hemos equivocado. Nos hemos dejado vencer por las tentaciones del mundo, quizá por espejismos de satisfacción, por querer escuchar que alguien todavía nos desea, porque alguien dice que nos quiere, incluso que nos ama. Nos cuesta a veces hasta mantener el compromiso adquirido en nuestra fidelidad de esposos. Ya no tenemos la frescura y el dinamismo de una vez. Todo se hace repetitivo, cada acto parece una carga, vienen ganas de evadirnos.
Pero tratamos de levantarnos de nuevo, Jesús, sin caer en la más grande de las tentaciones: la de no creer que tu amor lo puede todo.
Jesús, cuantas veces por cansancio o inconsciencia, por egoísmo o temor, cerramos los ojos y no queremos afrontar la realidad. Sobre todo, no nos implicamos personalmente, no nos comprometemos en la participación profunda y activa en la vida y las necesidades de nuestros hermanos, cercanos y lejanos. Continuamos a vivir cómodamente, reprobamos el mal y quien lo hace, pero no cambiamos nuestra vida y no arriesgamos personalmente para que las cosas cambien, el mal sea abatido y se haga justicia.
Con frecuencia las situaciones no mejoran porque no nos esforzamos en hacerlas cambiar. Nos hemos retirado sin hacer mal a nadie, pero también quizás sin hacer el bien que habríamos podido y debido hacer. Y tal vez alguno paga por nosotros, por nuestro abandono.
Con estos hermanos nuestros en el corazón, queremos ofrecer nuestra vida, nuestra fragilidad, nuestra miseria, nuestras pequeñas y grandes penas cotidianas. Vivimos con frecuencia anestesiados por el bienestar, sin comprometernos con todas las fuerzas en levantarnos de nuevo y levantar a la humanidad. Pero podemos volver a ponernos en pie, porque Jesús ha encontrado la fuerza de volverse a alzar y reemprender el camino.
También nuestras familias son parte de este tejido deshilachado, están sujetas a un estado de bienestar que se convierte en la meta misma de la vida. Nuestros hijos crecen. Intentemos habituarles a la sobriedad, al sacrificio, a la renuncia. Tratemos de darles una vida social satisfactoria en el ámbito deportivo, asociativo y recreativo, pero sin que estas actividades sean sólo un modo para llenar la jornada y tener todo lo que se desea.
Cuántos han sufrido y sufren por esta falta de respeto por la persona humana, por la propia intimidad. Puede que a veces tampoco nosotros tengamos el respeto debido a la dignidad personal de quien está a nuestro lado, «poseyendo» a quien está a nuestro lado, hijo, marido, esposa, pariente, conocido o desconocido. En nombre de nuestra supuesta libertad herimos la de los demás: cuánto descuido, cuánta dejadez en los comportamientos y en el modo de presentarnos el uno al otro.
Jesús, que se deja mostrar así a los ojos del mundo de entonces y de la humanidad de siempre, nos recuerda la grandeza de la persona humana, la dignidad que Dios ha dado a cada hombre, a cada mujer, y que nada ni nadie debería violar, porque están plasmados a imagen de Dios. A nosotros se nos confía la tarea de promover el respeto de la persona humana y de su cuerpo. En particular a nosotros, los esposos, la tarea de conjugar estas dos realidades fundamentales e inseparables: la dignidad y el don total de sí mismo.
Es la ley del amor lo que lleva a dar la propia vida por el bien del otro. Lo confirman esas madres que han afrontado incluso la muerte para dar a luz a sus hijos. O los padres que han perdido un hijo en la guerra o en atentados terroristas y que no desean vengarse.
Jesús, en el Calvario nos representas a todos, a todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. Sobre la cruz nos has enseñado a amar. Ahora comenzamos a comprender el secreto de aquella alegría perfecta de la que hablabas a los discípulos en la última cena. Has tenido que bajar del cielo, hacerte niño, después adulto y entonces padecer en el Calvario para decirnos con tu vida lo que es el verdadero amor.
Mirándote allí arriba en la cruz, también nosotros, como familia, esposos, padres e hijos estamos aprendiendo a amarnos y a amar, a cultivar entre nosotros esa acogida que se da a sí misma y que sabe ser aceptada con reconocimiento. Que sabe sufrir, que sabe trasformar el sufrimiento en amor.
Un misterio nos envuelve al revivir cada paso de tu pasión. Jesús, tú no guardas celoso el tesoro de tu ser igual a Dios, sino que te haces pobre de todo para enriquecernos.
«En tus manos entrego mi espíritu». ¿Cómo has hecho, Jesús, en aquel abismo de desolación, para confiarte al amor del Padre, para abandonarte a él, para morir en él? Sólo mirándote a ti, sólo contigo, podemos afrontar las tragedias, el sufrimiento de los inocentes, las humillaciones, los ultrajes, la muerte.
Jesús vive su muerte como don para mí, para nosotros, para nuestra familia, para cada persona, para cada familia, para cada pueblo, la humanidad entera. En aquel acto renace la vida.
Jesús y María, he aquí una familia que, sobre el Calvario, vive y sufre la suprema separación. La muerte los aleja, o por lo menos así parece, a una madre y a un hijo con un lazo al mismo tiempo humano y divino inimaginable. Lo ofrecen por amor. Juntos se abandonan a la voluntad de Dios.
En la grieta abierta en el corazón de María entra otro hijo, que representa a la humanidad entera. Y el amor de María por cada uno de nosotros es la prolongación del amor que ella ha tenido por Jesús. Sí, porque verá su rostro en los discípulos. Y vivirá para ellos, para sostenerlos, ayudarlos, animarlos, llevarlos a reconocer el Amor de Dios, y que en su libertad se dirijan al Padre.
¿Qué me dicen, qué nos dicen, qué les dicen a nuestras familias esa Madre y ese Hijo en el Calvario? Uno sólo se puede parar, atónito, ante esta escena. Se intuye que esta Madre, este Hijo nos están dando un don único, irrepetible. En efecto, en ellos encontramos la capacidad de ensanchar nuestro corazón y abrir nuestro horizonte a la dimensión universal.
Allí comienzan a ser Iglesia, en espera de la Resurrección y de la efusión del Espíritu Santo. Con ellos esta la madre de Jesús, María, que el Hijo había confiado a Juan. Se reúnen con ella, alrededor de ella. En espera. A la espera de que el Señor se manifieste.
Sabemos que aquel cuerpo después de tres días ha resucitado. Así, Jesús vive por siempre y nos acompaña, él personalmente, en nuestro viaje terreno entre alegrías y tribulaciones.
Jesús, haz que nos amemos mutuamente. Para tenerte de nuevo entre nosotros, cada día, como tu mismo has prometido: «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
Las palabras del Papa Al término del Via Crucis, el Papa ilustró las implicaciones del sufrimiento en la vida familiar: "La experiencia del sufrimiento marca a la humanidad, marca también a la familia. ¡Cuántas veces el camino se hace cansado y difícil! Incomprensiones, divisiones, preocupaciones por el futuro de los hijos, enfermedades, disgustos de todo tipo... Una situación agravada en nuestro tiempo por la precariedad laboral y otras consecuencias negativas de la crisis económica".
Pero ante todo esto, dijo Benedicto XVI, "el camino del Via Crucis que hemos recorrido espiritualmente esta noche es una invitación a todos nosotros, especialmente a las familias, a contemplar a Cristo crucificado para encontrar la fuerza de superar las dificultades. La Cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios a todos los hombres, es la respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda persona de ser amada".
"Cuando somos probados, cuando nuestras familia se encuentran frente al dolor o la tribulación, miremos hacia la Cruz de Cristo. En ella encontramos el coraje para seguir caminando. En ella podemos repetir con firme esperanza las palabras de San Pablo...: ´Venceremos gracias a quien nos ha amado´ ", concluyó.
La Iglesia ya no puede dejar más claro hasta qué punto considera la familia como el sostén de la vida cristiana y el eje de la nueva evangelización. Por si no lo reiterasen el Papa y los obispos a cada ocasión, Benedicto XVI quiso simbolizarlo este año encargando a un matrimonio en las bodas de oro, el que conforman los focolares Danillo y Anna María, el matrimonio Zanzucchi, las meditaciones que acompañaron este Viernes Santo a las catorce estaciones del Via Crucis en el Coliseo.
Lo presidió el Papa y portaron la cruz, alternativamente, el cardenal Agostino Vallini, vicario general de la diócesis de Roma, frailes venidos de Tierra Santa y familias de Italia, Irlanda, Burkina Fasso y Perú.
Éstas son las ideas principales que transmitieron los Zanzucchi concernientes a la familia (abajo puede encontrarse el enlace al documento completo).
Primera estación: Jesús
es condenado a muerte
Muchas de nuestras familias sufren por la traición del cónyuge, la persona más querida. ¿Dónde ha quedado la alegría de la cercanía, del vivir al unísono? ¿Qué ha sido del sentirse una sola cosa? ¿Qué pasó de aquel «para siempre» que se había declarado?
Mirarte, Jesús, el traicionado, y vivir contigo el momento en el que se derrumba el amor y la amistad que se había creado en nuestra pareja, sentir en el corazón las heridas de la confianza traicionada, de la confianza perdida, de la seguridad desvanecida.
Mirarte, Jesús, precisamente ahora que soy juzgado por quien no recuerda el vínculo que nos unía, en el don total de nosotros mismos. Solo tú, Jesús, me puedes entender, me puedes dar ánimo, puedes decirme palabras de verdad, incluso si me cuesta entenderlas. Puedes darme la fuerza que me ayude a no juzgar a mi vez, a no sucumbir, por amor de esas criaturas que me esperan en casa y para las cuales soy ahora el único apoyo.
Segunda estación: Jesús
con la cruz a cuestas
Pero lo más grave, Jesús, es que yo he contribuido a tu dolor. También nosotros, esposos, y nuestras familias. También nosotros hemos contribuido a cargarte con un peso inhumano. Cada vez que no nos hemos amado, cuando nos hemos echado las culpas unos a otros, cuando no nos hemos perdonado, cuando no hemos recomenzado a querernos.
Y nosotros, en cambio, seguimos prestando atención a nuestra soberbia, queremos tener siempre razón, humillamos a quien está a nuestro lado, incluso a quien ha unido su propia vida a la nuestra. Ya no recordamos, Jesús, que tú mismo nos dijiste: «Cuanto hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». Así dijiste precisamente: «A mí».
Tercera estación: Jesús cae por primera
vez
Habíamos prometido seguir a Jesús, respetar y cuidar a las personas que ha puesto a nuestro lado. Sí, en realidad las queremos, o al menos así nos parece. Si faltaran sufriríamos mucho. Pero, después cedemos en las situaciones concretas de cada día.
¡Cuántas caídas en nuestras familias! ¡Cuántas separaciones, cuántas traiciones! Y después, los divorcios, los abortos, los abandonos. Jesús, ayúdanos a entender qué es el amor, enséñanos a pedir perdón.
Cuarta estación: Jesús encuentra a su Madre
Para todos los hombres y mujeres de este mundo, pero en particular para nosotros, familias, el encuentro de Jesús con la madre allí, en el camino del Calvario, es un acontecimiento intensísimo, siempre actual. Jesús se ha privado de la madre para que nosotros, cada uno de nosotros -también nosotros esposos- tuviéramos una madre siempre disponible y presente. Por desgracia, a veces nos olvidamos. Pero cuando recapacitamos, nos damos cuenta de que en nuestra vida de familia muchísimas veces hemos acudido a ella. ¡Qué cerca de nosotros ha estado en los momentos de dificultad! ¡Cuántas veces le hemos recomendado a nuestros hijos, le hemos suplicado que intervenga por su salud física y aún más por una protección moral!
Quinta estación: El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz
Tú nos amas con amor infinito. Más que el padre, la madre, los hermanos, la mujer, el esposo, los hijos. Nos amas con un amor que ve más lejos, un amor que, por encima de todo, aun de nuestra miseria, nos quiere salvos, felices, contigo, para siempre.
También en familia, en los momentos más difíciles, cuando se debe tomar una decisión importante, si la paz habita en el corazón, si se está atento a percibir lo que Dios quiere de nosotros, somos iluminados por una luz que nos ayuda a discernir y a llevar nuestra cruz.
El Cirineo nos recuerda también los rostros de tantas personas que nos han acompañado cuando una cruz muy pesada se ha abatido sobre nosotros o nuestra familia.
Sexta estación: La Verónica enjuga el rostro de
Jesús
Y, sin embargo, pocas veces nos acordamos de que en cada uno de nuestros hermanos necesitados te escondes tú, Hijo de Dios. ¡Qué distinta sería nuestra vida si lo recordáramos! Poco a poco tomaríamos conciencia de la dignidad de cada hombre que vive en la Tierra. Toda persona, bonita o fea, capaz o no, desde el primer instante en el vientre de la madre o tal vez ya anciana, te representa, Jesús. No sólo. Cada hermano eres tú. Mirándote, reducido a bien poca cosa allí en el Calvario, entenderemos con la Verónica que en toda criatura humana podemos reconocerte.
Séptima estación: Jesús cae por segunda vez
Nuestros pecados, que has cargado sobre ti, te aplastan, pero tu misericordia es infinitamente más grande que nuestras miserias. Sí, Jesús, gracias a ti nos levantamos. Nos hemos equivocado. Nos hemos dejado vencer por las tentaciones del mundo, quizá por espejismos de satisfacción, por querer escuchar que alguien todavía nos desea, porque alguien dice que nos quiere, incluso que nos ama. Nos cuesta a veces hasta mantener el compromiso adquirido en nuestra fidelidad de esposos. Ya no tenemos la frescura y el dinamismo de una vez. Todo se hace repetitivo, cada acto parece una carga, vienen ganas de evadirnos.
Pero tratamos de levantarnos de nuevo, Jesús, sin caer en la más grande de las tentaciones: la de no creer que tu amor lo puede todo.
Octava estación: Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén que lloran por
él
Jesús, cuantas veces por cansancio o inconsciencia, por egoísmo o temor, cerramos los ojos y no queremos afrontar la realidad. Sobre todo, no nos implicamos personalmente, no nos comprometemos en la participación profunda y activa en la vida y las necesidades de nuestros hermanos, cercanos y lejanos. Continuamos a vivir cómodamente, reprobamos el mal y quien lo hace, pero no cambiamos nuestra vida y no arriesgamos personalmente para que las cosas cambien, el mal sea abatido y se haga justicia.
Con frecuencia las situaciones no mejoran porque no nos esforzamos en hacerlas cambiar. Nos hemos retirado sin hacer mal a nadie, pero también quizás sin hacer el bien que habríamos podido y debido hacer. Y tal vez alguno paga por nosotros, por nuestro abandono.
Novena estación: Jesús cae por tercera vez
Con estos hermanos nuestros en el corazón, queremos ofrecer nuestra vida, nuestra fragilidad, nuestra miseria, nuestras pequeñas y grandes penas cotidianas. Vivimos con frecuencia anestesiados por el bienestar, sin comprometernos con todas las fuerzas en levantarnos de nuevo y levantar a la humanidad. Pero podemos volver a ponernos en pie, porque Jesús ha encontrado la fuerza de volverse a alzar y reemprender el camino.
También nuestras familias son parte de este tejido deshilachado, están sujetas a un estado de bienestar que se convierte en la meta misma de la vida. Nuestros hijos crecen. Intentemos habituarles a la sobriedad, al sacrificio, a la renuncia. Tratemos de darles una vida social satisfactoria en el ámbito deportivo, asociativo y recreativo, pero sin que estas actividades sean sólo un modo para llenar la jornada y tener todo lo que se desea.
Décima estación: Jesús es despojado de sus vestiduras
Cuántos han sufrido y sufren por esta falta de respeto por la persona humana, por la propia intimidad. Puede que a veces tampoco nosotros tengamos el respeto debido a la dignidad personal de quien está a nuestro lado, «poseyendo» a quien está a nuestro lado, hijo, marido, esposa, pariente, conocido o desconocido. En nombre de nuestra supuesta libertad herimos la de los demás: cuánto descuido, cuánta dejadez en los comportamientos y en el modo de presentarnos el uno al otro.
Jesús, que se deja mostrar así a los ojos del mundo de entonces y de la humanidad de siempre, nos recuerda la grandeza de la persona humana, la dignidad que Dios ha dado a cada hombre, a cada mujer, y que nada ni nadie debería violar, porque están plasmados a imagen de Dios. A nosotros se nos confía la tarea de promover el respeto de la persona humana y de su cuerpo. En particular a nosotros, los esposos, la tarea de conjugar estas dos realidades fundamentales e inseparables: la dignidad y el don total de sí mismo.
Undécima estación: Jesús es clavado en
la cruz
Es la ley del amor lo que lleva a dar la propia vida por el bien del otro. Lo confirman esas madres que han afrontado incluso la muerte para dar a luz a sus hijos. O los padres que han perdido un hijo en la guerra o en atentados terroristas y que no desean vengarse.
Jesús, en el Calvario nos representas a todos, a todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. Sobre la cruz nos has enseñado a amar. Ahora comenzamos a comprender el secreto de aquella alegría perfecta de la que hablabas a los discípulos en la última cena. Has tenido que bajar del cielo, hacerte niño, después adulto y entonces padecer en el Calvario para decirnos con tu vida lo que es el verdadero amor.
Mirándote allí arriba en la cruz, también nosotros, como familia, esposos, padres e hijos estamos aprendiendo a amarnos y a amar, a cultivar entre nosotros esa acogida que se da a sí misma y que sabe ser aceptada con reconocimiento. Que sabe sufrir, que sabe trasformar el sufrimiento en amor.
Duodécima estación: Jesús muere en
la cruz
Un misterio nos envuelve al revivir cada paso de tu pasión. Jesús, tú no guardas celoso el tesoro de tu ser igual a Dios, sino que te haces pobre de todo para enriquecernos.
«En tus manos entrego mi espíritu». ¿Cómo has hecho, Jesús, en aquel abismo de desolación, para confiarte al amor del Padre, para abandonarte a él, para morir en él? Sólo mirándote a ti, sólo contigo, podemos afrontar las tragedias, el sufrimiento de los inocentes, las humillaciones, los ultrajes, la muerte.
Jesús vive su muerte como don para mí, para nosotros, para nuestra familia, para cada persona, para cada familia, para cada pueblo, la humanidad entera. En aquel acto renace la vida.
Decimotercera estación: Jesús es bajado de la cruz
y entregado a su Madre
Jesús y María, he aquí una familia que, sobre el Calvario, vive y sufre la suprema separación. La muerte los aleja, o por lo menos así parece, a una madre y a un hijo con un lazo al mismo tiempo humano y divino inimaginable. Lo ofrecen por amor. Juntos se abandonan a la voluntad de Dios.
En la grieta abierta en el corazón de María entra otro hijo, que representa a la humanidad entera. Y el amor de María por cada uno de nosotros es la prolongación del amor que ella ha tenido por Jesús. Sí, porque verá su rostro en los discípulos. Y vivirá para ellos, para sostenerlos, ayudarlos, animarlos, llevarlos a reconocer el Amor de Dios, y que en su libertad se dirijan al Padre.
¿Qué me dicen, qué nos dicen, qué les dicen a nuestras familias esa Madre y ese Hijo en el Calvario? Uno sólo se puede parar, atónito, ante esta escena. Se intuye que esta Madre, este Hijo nos están dando un don único, irrepetible. En efecto, en ellos encontramos la capacidad de ensanchar nuestro corazón y abrir nuestro horizonte a la dimensión universal.
Decimocuarta estación: Jesús es colocado en el sepulcro
Allí comienzan a ser Iglesia, en espera de la Resurrección y de la efusión del Espíritu Santo. Con ellos esta la madre de Jesús, María, que el Hijo había confiado a Juan. Se reúnen con ella, alrededor de ella. En espera. A la espera de que el Señor se manifieste.
Sabemos que aquel cuerpo después de tres días ha resucitado. Así, Jesús vive por siempre y nos acompaña, él personalmente, en nuestro viaje terreno entre alegrías y tribulaciones.
Jesús, haz que nos amemos mutuamente. Para tenerte de nuevo entre nosotros, cada día, como tu mismo has prometido: «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
Las palabras del Papa Al término del Via Crucis, el Papa ilustró las implicaciones del sufrimiento en la vida familiar: "La experiencia del sufrimiento marca a la humanidad, marca también a la familia. ¡Cuántas veces el camino se hace cansado y difícil! Incomprensiones, divisiones, preocupaciones por el futuro de los hijos, enfermedades, disgustos de todo tipo... Una situación agravada en nuestro tiempo por la precariedad laboral y otras consecuencias negativas de la crisis económica".
Pero ante todo esto, dijo Benedicto XVI, "el camino del Via Crucis que hemos recorrido espiritualmente esta noche es una invitación a todos nosotros, especialmente a las familias, a contemplar a Cristo crucificado para encontrar la fuerza de superar las dificultades. La Cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios a todos los hombres, es la respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda persona de ser amada".
"Cuando somos probados, cuando nuestras familia se encuentran frente al dolor o la tribulación, miremos hacia la Cruz de Cristo. En ella encontramos el coraje para seguir caminando. En ella podemos repetir con firme esperanza las palabras de San Pablo...: ´Venceremos gracias a quien nos ha amado´ ", concluyó.
(fuente: catholic.net)
jueves, 19 de abril de 2012
Acerca del PRIMER CONCILIO ECUMÉNICO DE CONSTANTINOPLA
Este concilio fue convocado en mayo de 381 por el emperador Teodosio para proporcionar una sucesión católica a la sede patriarcal de Constantinopla, confirmar el símbolo de fe de Nicea, reconciliar a los semiarrianos con la Iglesia y poner fin a la herejía macedonia.
Originalmente era sólo un concilio de la Iglesia de Oriente; son inválidos los argumentos de Baronio (ad an. 381, nos. 19, 20) para probar que fue convocado por el Papa San Dámaso I, (Hefele- Leclercq, Historia de los Concilios, París, 1908, II, 4). Estuvieron presentes 150 obispos católicos y 36 heréticos (macedonios y semiarrianos), y fue presidido por Melecio de Antioquía; después de su muerte, por los sucesivos patriarcas de Constantinopla, San Gregorio Nacianceno y Nestorio.
Su primera medida fue confirmar a Gregorio Nacianceno como obispo de Constantinopla. Las actas de este concilio han desaparecido casi totalmente; sus procedimientos se conocen principalmente por las narraciones de los historiadores eclesiásticos Sócrates, Sozomen y Teodoreto. Hay buena razón para creer que redactó un tratado formal (tomos) sobre la doctrina católica de la Trinidad, también en contra del apolinarismo; este importante documento se ha perdido, excepto el primer canon del concilio y su famoso Credo (Niceno-Constantinopolitano). Este último es tradicionalmente tomado como una ampliación del Credo de Nicea, con énfasis en la divinidad del Espíritu Santo. Sin embargo, parece tener un origen más temprano, y fue compuesto probablemente (369-373) por San Cirilo de Jerusalén como una expresión de la fe de esa Iglesia (Bois), aunque su adopción por este concilio, le dio una autoridad especial, tanto como credo bautismal como fórmula teológica. Recientemente Harnack (Realencyklopadie fur prot. Theol. und Kirche, 3rd ed., XI, 12-28), ha mantenido, sobre bases no muy concluyentes, que no fue hasta después del Concilio de Calcedonia (451), que este credo (la fórmula de Jerusalén con la adición de Nicea) fue atribuido a los Padres de ese Concilio. En Calcedonia, ciertamente, fue recitado dos veces y aparece dos veces en las Actas de ese Concilio; fue también leído y aceptado en el Sexto Concilio General que se efectuó en Constantinopla en el año 680. La muy antigua versión latina de su texto se debe a Dionisio el Exiguo (Mansi, Coll. Conc., III, 567).
Los griegos reconocen siete cánones, pero las versiones latinas más antiguas tienen cuatro; las otras tres, probablemente son adiciones posteriores (Hefele)
El primer canon es una importante condenación dogmática de todas las sombras de arrianismo, también del macedonismo y del apolinarianismo.
El segundo canon renueva la legislación de Nicea imponiendo sobre los obispos la observancia de los límites diocesanos y patriarcales.
El famoso tercer canon, declara que como Constantinopla es la Nueva Roma, el obispo de esa ciudad debería tener una preeminencia de honor después del obispo de la Vieja Roma. Baronio mantuvo erróneamente la no autenticidad de este canon, mientras que algunos griegos de la Edad Media mantienen (una tesis igualmente errónea) que declaró al obispo de la ciudad real igual al Papa en todas las cosas. La razón puramente humana de la antigua autoridad de Roma que sugiere este canon nunca fue admitida por la Sede Apostólica, quien siempre basó su reclamo a la supremacía sobre la sucesión de San Pedro. Roma no reconoció fácilmente este injustificable reordenamiento de rangos entre los antiguos patriarcados de Oriente. Fue rechazado por los legados papales en Calcedonia. El Papa San León I (Ep. CVI in P.L., LIV, 1003, 1005) declaró que este canon nunca había sido sometido a la consideración de la Sede Apostólica y que era una violación del orden establecido en Nicea. En el Octavo Concilio General en 869, los legados romanos (Mansi, XVI, 174) reconocieron a Constantinopla como segunda en el rango patriarcal. En 1215, en el Cuarto Concilio de Letrán (op. cit., XXII, 991), esto fue admitido formalmente por el nuevo patriarca latino, y en 1439, en el Concilio de Florencia, por el patriarca griego (Hefele-Leclercq, Historia de los Concilios, II, 25-27). Los correctores romanos de Graciano (1582), at dist. XXII, c. 3, insertaron las palabras: "canon hic ex iis est quos apostolica Romana sedes a principio et longo post tempore non recipit."
El cuarto canon declara inválida la consagración de Máximo, el filósofo cínico, rival de San Gregorio Nacianceno, como obispo de Constantinopla.
Al final de este Concilio, el Emperador Teodosio emitió un decreto imperial (30 de julio), declarando que las iglesias debían ser devueltas a aquellos obispos que confesaran la igual Divinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que hubiesen mantenido la comunión con Nectario de Constantinopla y otros importantes prelados orientales a quienes mencionó. El carácter ecuménico de este concilio parece datar, entre los griegos, del Concilio de Calcedonia (451). De acuerdo a Focio (Mansi, III, 596) el Papa Dámaso I lo aprobó; pero si cualquier parte del concilio fue aceptada por este Papa, sólo pudo haber sido el credo antes mencionado. En la segunda mitad del siglo V los sucesores de León Magno, guardan silencio respecto de este concilio. Su mención en el llamado "Decretum Gelasii", hacia fines del siglo V, no es original sino una inserción posterior en ese texto (Hefele). Papa San Gregorio I Magno, siguiendo el ejemplo del Papa Vigilio y el Papa Pelagio II, lo reconoce como uno de los cuatro concilios generales, pero sólo en sus pronunciamientos dogmáticos (P.G., LXXVII, 468, 893).
Fuente: Shahan, Thomas. "First Council of Constantinople." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908..
Traducido por Hugo Barona Becerra. L H M
(fuente: ec.aciprensa.com)
Originalmente era sólo un concilio de la Iglesia de Oriente; son inválidos los argumentos de Baronio (ad an. 381, nos. 19, 20) para probar que fue convocado por el Papa San Dámaso I, (Hefele- Leclercq, Historia de los Concilios, París, 1908, II, 4). Estuvieron presentes 150 obispos católicos y 36 heréticos (macedonios y semiarrianos), y fue presidido por Melecio de Antioquía; después de su muerte, por los sucesivos patriarcas de Constantinopla, San Gregorio Nacianceno y Nestorio.
Su primera medida fue confirmar a Gregorio Nacianceno como obispo de Constantinopla. Las actas de este concilio han desaparecido casi totalmente; sus procedimientos se conocen principalmente por las narraciones de los historiadores eclesiásticos Sócrates, Sozomen y Teodoreto. Hay buena razón para creer que redactó un tratado formal (tomos) sobre la doctrina católica de la Trinidad, también en contra del apolinarismo; este importante documento se ha perdido, excepto el primer canon del concilio y su famoso Credo (Niceno-Constantinopolitano). Este último es tradicionalmente tomado como una ampliación del Credo de Nicea, con énfasis en la divinidad del Espíritu Santo. Sin embargo, parece tener un origen más temprano, y fue compuesto probablemente (369-373) por San Cirilo de Jerusalén como una expresión de la fe de esa Iglesia (Bois), aunque su adopción por este concilio, le dio una autoridad especial, tanto como credo bautismal como fórmula teológica. Recientemente Harnack (Realencyklopadie fur prot. Theol. und Kirche, 3rd ed., XI, 12-28), ha mantenido, sobre bases no muy concluyentes, que no fue hasta después del Concilio de Calcedonia (451), que este credo (la fórmula de Jerusalén con la adición de Nicea) fue atribuido a los Padres de ese Concilio. En Calcedonia, ciertamente, fue recitado dos veces y aparece dos veces en las Actas de ese Concilio; fue también leído y aceptado en el Sexto Concilio General que se efectuó en Constantinopla en el año 680. La muy antigua versión latina de su texto se debe a Dionisio el Exiguo (Mansi, Coll. Conc., III, 567).
Los griegos reconocen siete cánones, pero las versiones latinas más antiguas tienen cuatro; las otras tres, probablemente son adiciones posteriores (Hefele)
El primer canon es una importante condenación dogmática de todas las sombras de arrianismo, también del macedonismo y del apolinarianismo.
El segundo canon renueva la legislación de Nicea imponiendo sobre los obispos la observancia de los límites diocesanos y patriarcales.
El famoso tercer canon, declara que como Constantinopla es la Nueva Roma, el obispo de esa ciudad debería tener una preeminencia de honor después del obispo de la Vieja Roma. Baronio mantuvo erróneamente la no autenticidad de este canon, mientras que algunos griegos de la Edad Media mantienen (una tesis igualmente errónea) que declaró al obispo de la ciudad real igual al Papa en todas las cosas. La razón puramente humana de la antigua autoridad de Roma que sugiere este canon nunca fue admitida por la Sede Apostólica, quien siempre basó su reclamo a la supremacía sobre la sucesión de San Pedro. Roma no reconoció fácilmente este injustificable reordenamiento de rangos entre los antiguos patriarcados de Oriente. Fue rechazado por los legados papales en Calcedonia. El Papa San León I (Ep. CVI in P.L., LIV, 1003, 1005) declaró que este canon nunca había sido sometido a la consideración de la Sede Apostólica y que era una violación del orden establecido en Nicea. En el Octavo Concilio General en 869, los legados romanos (Mansi, XVI, 174) reconocieron a Constantinopla como segunda en el rango patriarcal. En 1215, en el Cuarto Concilio de Letrán (op. cit., XXII, 991), esto fue admitido formalmente por el nuevo patriarca latino, y en 1439, en el Concilio de Florencia, por el patriarca griego (Hefele-Leclercq, Historia de los Concilios, II, 25-27). Los correctores romanos de Graciano (1582), at dist. XXII, c. 3, insertaron las palabras: "canon hic ex iis est quos apostolica Romana sedes a principio et longo post tempore non recipit."
El cuarto canon declara inválida la consagración de Máximo, el filósofo cínico, rival de San Gregorio Nacianceno, como obispo de Constantinopla.
Al final de este Concilio, el Emperador Teodosio emitió un decreto imperial (30 de julio), declarando que las iglesias debían ser devueltas a aquellos obispos que confesaran la igual Divinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que hubiesen mantenido la comunión con Nectario de Constantinopla y otros importantes prelados orientales a quienes mencionó. El carácter ecuménico de este concilio parece datar, entre los griegos, del Concilio de Calcedonia (451). De acuerdo a Focio (Mansi, III, 596) el Papa Dámaso I lo aprobó; pero si cualquier parte del concilio fue aceptada por este Papa, sólo pudo haber sido el credo antes mencionado. En la segunda mitad del siglo V los sucesores de León Magno, guardan silencio respecto de este concilio. Su mención en el llamado "Decretum Gelasii", hacia fines del siglo V, no es original sino una inserción posterior en ese texto (Hefele). Papa San Gregorio I Magno, siguiendo el ejemplo del Papa Vigilio y el Papa Pelagio II, lo reconoce como uno de los cuatro concilios generales, pero sólo en sus pronunciamientos dogmáticos (P.G., LXXVII, 468, 893).
Fuente: Shahan, Thomas. "First Council of Constantinople." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908.
Traducido por Hugo Barona Becerra. L H M
miércoles, 18 de abril de 2012
La Belleza de Cristo como poderoso vínculo de hermandad
Después de la Semana Santa se abre un magnífico escenario de caridad fraterna, de autodonación del cristiano.
La Semana Santa evoca el comienzo de nuestra historia personal, el lugar de origen, el pueblo que nos vio nacer, formado por una comunidad de lazos y recuerdos, sentimientos, creencias y emociones, capaces de elaborar un sentido de las cosas, una maduración del vivir personal. No hay nada como volver a las raíces, experimentar el encuadramiento existencial de un seno íntimo, de un hogar primero que te alberga y alimenta, dispuesto siempre a la acogida, como una madre que te ha engendrado, portador inconmensurable de promesas y sueños. El hombre, dirá Goethe, no es sólo descendiente, sino que además es heredero, posee un pasado que lo contiene.
Pero más allá del factor intimista y emotivo, interior y propio, donde uno se complace y no olvida el conjunto de bienes que nuestros antepasados han creado en el decurso de las generaciones, existe algo más determinante: la vigencia absoluta de la fe religiosa. Esta vigencia significa que la persona se encuentra envuelta en un amor primero, en una presencia de gracia que antecede y funda la propia vida del hombre; que la persona es portadora de una vocación que la religa a Dios. Y significa también el vínculo socializador del cristianismo, la capacidad natural de la religión para crear unión entre los hombres, la importancia del compromiso y la responsabilidad, de la entrega personal de cada hombre en la construcción de nuestro mundo. Lo expresaba Schiller: “el mundo es lo que hacemos de él. Nada permite definir lo que era en su origen ni lo que sería sin nosotros”.
La belleza de los pasos de Semana Santa, habitados de silencio y esperanza, de oración y adoración, manifiesta la Belleza de Cristo como un poderoso vínculo de hermandad, el anhelo del alma -que es anhelo de Dios- por lo imperecedero y lo divino, sin cuya presencia el hombre y la sociedad se corrompen y cuya recusación del cotidiano vivir no sólo sería contraria a la fe sino a la misma razón, convirtiendo la vida en dramática y desdichada.
Las procesiones de Semana Santa no hacen sino evidenciar la incidencia de un orden sobrenatural y eterno en la naturaleza finita que determina en la persona un destino trascendente irrealizable con las solas fuerzas naturales; manifiestan un modo de ser, un profundo sentir y creer, un patrimonio religioso y espiritual capaz de forjar una comunidad viviente de herederos; la necesidad que el hombre y la sociedad tienen de Dios, asumiendo su condición de ser algo esencialmente religiosos, así como la firme voluntad de honrar a Dios con el culto público, haciendo de la religión católica, públicamente profesada, un inequívoco lazo de comunión entre los hombres.
La sociedad sabe que tiene deberes ante Dios y no quiere, en estos días de Semana Santa, sustraerse a la eficacia vivificante del cristianismo, a la sólida garantía de orden y salvación, al más poderoso vínculo de fraternidad, a la fuente inagotable de las virtudes individuales y públicas. La sociedad desea vivir ante Dios, como si Dios existiese, en el reconocimiento de que no hay progreso sin religión ni culto a Dios, ni los hombres son productivos sino mientras son religiosos.
Después de la Semana Santa queda por delante la más hermosa, sugerente y esperanzadora de las tareas: “¿comprendéis lo que he hecho con vosotros? Haced vosotros lo mismo” (Jn 13, 12-14). Después de haber experimentado el atractivo seductor de su Presencia y recibirla como vida nueva entregada, se abre un magnífico escenario de caridad fraterna, de autodonación del cristiano, que prolonga la entrega del Hijo al mundo por parte del Padre y la entrega de la vida que Jesús nos hizo. Esta voluntad de autodonación constituye la única acreditación fidedigna del humano “haber nacido de Dios”. Si Dios es amor, si Cristo dio su vida por nosotros, no puede haber otra prueba de que nos hemos apropiado de su vida que no sea la de actuar como él actúa, hacer las obras que él hace, pasar de la muerte a la vida a través del amor.
La Semana Santa evoca el comienzo de nuestra historia personal, el lugar de origen, el pueblo que nos vio nacer, formado por una comunidad de lazos y recuerdos, sentimientos, creencias y emociones, capaces de elaborar un sentido de las cosas, una maduración del vivir personal. No hay nada como volver a las raíces, experimentar el encuadramiento existencial de un seno íntimo, de un hogar primero que te alberga y alimenta, dispuesto siempre a la acogida, como una madre que te ha engendrado, portador inconmensurable de promesas y sueños. El hombre, dirá Goethe, no es sólo descendiente, sino que además es heredero, posee un pasado que lo contiene.
Pero más allá del factor intimista y emotivo, interior y propio, donde uno se complace y no olvida el conjunto de bienes que nuestros antepasados han creado en el decurso de las generaciones, existe algo más determinante: la vigencia absoluta de la fe religiosa. Esta vigencia significa que la persona se encuentra envuelta en un amor primero, en una presencia de gracia que antecede y funda la propia vida del hombre; que la persona es portadora de una vocación que la religa a Dios. Y significa también el vínculo socializador del cristianismo, la capacidad natural de la religión para crear unión entre los hombres, la importancia del compromiso y la responsabilidad, de la entrega personal de cada hombre en la construcción de nuestro mundo. Lo expresaba Schiller: “el mundo es lo que hacemos de él. Nada permite definir lo que era en su origen ni lo que sería sin nosotros”.
La belleza de los pasos de Semana Santa, habitados de silencio y esperanza, de oración y adoración, manifiesta la Belleza de Cristo como un poderoso vínculo de hermandad, el anhelo del alma -que es anhelo de Dios- por lo imperecedero y lo divino, sin cuya presencia el hombre y la sociedad se corrompen y cuya recusación del cotidiano vivir no sólo sería contraria a la fe sino a la misma razón, convirtiendo la vida en dramática y desdichada.
Las procesiones de Semana Santa no hacen sino evidenciar la incidencia de un orden sobrenatural y eterno en la naturaleza finita que determina en la persona un destino trascendente irrealizable con las solas fuerzas naturales; manifiestan un modo de ser, un profundo sentir y creer, un patrimonio religioso y espiritual capaz de forjar una comunidad viviente de herederos; la necesidad que el hombre y la sociedad tienen de Dios, asumiendo su condición de ser algo esencialmente religiosos, así como la firme voluntad de honrar a Dios con el culto público, haciendo de la religión católica, públicamente profesada, un inequívoco lazo de comunión entre los hombres.
La sociedad sabe que tiene deberes ante Dios y no quiere, en estos días de Semana Santa, sustraerse a la eficacia vivificante del cristianismo, a la sólida garantía de orden y salvación, al más poderoso vínculo de fraternidad, a la fuente inagotable de las virtudes individuales y públicas. La sociedad desea vivir ante Dios, como si Dios existiese, en el reconocimiento de que no hay progreso sin religión ni culto a Dios, ni los hombres son productivos sino mientras son religiosos.
Después de la Semana Santa queda por delante la más hermosa, sugerente y esperanzadora de las tareas: “¿comprendéis lo que he hecho con vosotros? Haced vosotros lo mismo” (Jn 13, 12-14). Después de haber experimentado el atractivo seductor de su Presencia y recibirla como vida nueva entregada, se abre un magnífico escenario de caridad fraterna, de autodonación del cristiano, que prolonga la entrega del Hijo al mundo por parte del Padre y la entrega de la vida que Jesús nos hizo. Esta voluntad de autodonación constituye la única acreditación fidedigna del humano “haber nacido de Dios”. Si Dios es amor, si Cristo dio su vida por nosotros, no puede haber otra prueba de que nos hemos apropiado de su vida que no sea la de actuar como él actúa, hacer las obras que él hace, pasar de la muerte a la vida a través del amor.
escrito por Roberto Esteban Duque, sacerdote y profesor de Teología
(fuente: revistaecclesia.com)
martes, 17 de abril de 2012
Adan o Cristo, Eva o María
San Pablo estableció en Romanos 5 un claro paralelismo entre Adán y Cristo. El primero introduce el pecado en el mundo. El segundo nos trae la salvación: “Si, pues, por la transgresión de uno solo, esto es, por obra de uno solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo” (Rom 5,17).
Igualmente conocemos que desde muy temprano los cristianos supieron ver la obvia relación entre la Eva del Génesis y la Virgen María del Nuevo Testamento. Así, san Justino Mártir escribe: “Porque Eva, cuando era todavía virgen e incorrupta, habiendo concebido la palabra que recibió de la serpiente, dio a luz la desobediencia y la muerte: en cambio, la virgen María concibió fe y alegría cuando el ángel Gabriel le dio la buena noticia de que el Espiritu del Señor vendría sobre ella y el poder del Altísimo la cubriría con su sombra, por lo cual lo santo nacido de ella seria hijo de Dios; a lo que ella contestó: «Hágase en mi según tu palabra» (Lc 1, 38). Y de la Virgen nació aquel al que hemos mostrado que se refieren tantas Escrituras, por quien Dios destruye la serpiente y los ángeles y hombres que a ella se asemejan, y libra de la muerte a los que se arrepienten de sus malas obras y creen en él“.
San Ireneo de Lyon es aún más explícito: “Y así como por obra de una virgen desobediente fue el hombre herido y —precipitado— murió, así también, reanimado el hombre por obra de una Virgen, que obedeció a la Palabra de Dios, recibió él en el hombre nuevamente reavivado, por medio de la vida, la vida. Pues el Señor vino a buscar la oveja perdida, es decir, el hombre que se había perdido. De donde no se hizo el Señor otra carne, sino de aquella misma que traía origen de Adán y de ella conservó la semejanza. Porque era conveniente y justo que Adán fuese recapitulado en Cristo, a fin de que fuera abismado y sumergido lo que es mortal en la inmortalidad. Y que Eva fuese recapitulada en María, a fin de que una Virgen, venida a ser abogada de una virgen [Eva], deshiciera y destruyera la desobediencia virginal mediante la virginal obediencia” (AH III,22,4).
Nada ha cambiado desde el “Fiat” de María al ángel Gabriel, que anula el “sí” de Eva a Satanás, y desde el “Hágase tu voluntad y no la mía” de Cristo al Padre en Getsemaní, que nos libra de la condenación por el “no” de Adán a la voluntad de Dios. Hoy, hombres y mujeres tenemos dos opciones. O decimos sí a Dios y a la santidad o decimos sí a Satanás y el pecado. San Justino habla del resultado de una elección equivocada: “En efecto, el Espiritu Santo reprende a los hombres porque habiendo sido creados impasibles e inmortales a semejanza de Dios con tal de que guardaran sus mandamientos, y habiéndoles Dios concedido el honor de llamarse hijos suyos, ellos, por querer asemejarse a Adán y a Eva, se procuran a sí mismos la muerte“.
En este día de la Inmaculada Concepción, fiesta de la gracia divina derramada sobre la Madre del Señor, estamos todos llamados a seguir el ejemplo de Aquella que no temió las consecuencias de unir su voluntad a la de Dios. Siendo virgen habría de quedarse embarazada, con los peligros que ello supondría de ser repudiada, no sólo por su prometido, José, sino por toda la sociedad de entonces. Sin embargo, María no optó por la cultura de la muerte. No optó por el aborto o por la huida. Optó por la vida y por ello se convirtió en Trono de la Vida, en nueva Arca de la Alianza, en Árbol de cuyo Fruto, Jesucristo, obtenemos la salvación: “Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús“.
¿De quién quieres ser hijo? ¿De Eva o de María? ¿del primer Adán o del Salvador? Acojámonos a la intercesión de la Madre de Dios que nos lleva a su Hijo, cuyo nombre es el único dado a los hombres para que puedan ser salvos.
Dios te salve María, Llena eres de gracia, Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, Ruega por nosotros pecadores, Ahora y en la hora de nuestra muerte,
Amén.
Igualmente conocemos que desde muy temprano los cristianos supieron ver la obvia relación entre la Eva del Génesis y la Virgen María del Nuevo Testamento. Así, san Justino Mártir escribe: “Porque Eva, cuando era todavía virgen e incorrupta, habiendo concebido la palabra que recibió de la serpiente, dio a luz la desobediencia y la muerte: en cambio, la virgen María concibió fe y alegría cuando el ángel Gabriel le dio la buena noticia de que el Espiritu del Señor vendría sobre ella y el poder del Altísimo la cubriría con su sombra, por lo cual lo santo nacido de ella seria hijo de Dios; a lo que ella contestó: «Hágase en mi según tu palabra» (Lc 1, 38). Y de la Virgen nació aquel al que hemos mostrado que se refieren tantas Escrituras, por quien Dios destruye la serpiente y los ángeles y hombres que a ella se asemejan, y libra de la muerte a los que se arrepienten de sus malas obras y creen en él“.
San Ireneo de Lyon es aún más explícito: “Y así como por obra de una virgen desobediente fue el hombre herido y —precipitado— murió, así también, reanimado el hombre por obra de una Virgen, que obedeció a la Palabra de Dios, recibió él en el hombre nuevamente reavivado, por medio de la vida, la vida. Pues el Señor vino a buscar la oveja perdida, es decir, el hombre que se había perdido. De donde no se hizo el Señor otra carne, sino de aquella misma que traía origen de Adán y de ella conservó la semejanza. Porque era conveniente y justo que Adán fuese recapitulado en Cristo, a fin de que fuera abismado y sumergido lo que es mortal en la inmortalidad. Y que Eva fuese recapitulada en María, a fin de que una Virgen, venida a ser abogada de una virgen [Eva], deshiciera y destruyera la desobediencia virginal mediante la virginal obediencia” (AH III,22,4).
Nada ha cambiado desde el “Fiat” de María al ángel Gabriel, que anula el “sí” de Eva a Satanás, y desde el “Hágase tu voluntad y no la mía” de Cristo al Padre en Getsemaní, que nos libra de la condenación por el “no” de Adán a la voluntad de Dios. Hoy, hombres y mujeres tenemos dos opciones. O decimos sí a Dios y a la santidad o decimos sí a Satanás y el pecado. San Justino habla del resultado de una elección equivocada: “En efecto, el Espiritu Santo reprende a los hombres porque habiendo sido creados impasibles e inmortales a semejanza de Dios con tal de que guardaran sus mandamientos, y habiéndoles Dios concedido el honor de llamarse hijos suyos, ellos, por querer asemejarse a Adán y a Eva, se procuran a sí mismos la muerte“.
En este día de la Inmaculada Concepción, fiesta de la gracia divina derramada sobre la Madre del Señor, estamos todos llamados a seguir el ejemplo de Aquella que no temió las consecuencias de unir su voluntad a la de Dios. Siendo virgen habría de quedarse embarazada, con los peligros que ello supondría de ser repudiada, no sólo por su prometido, José, sino por toda la sociedad de entonces. Sin embargo, María no optó por la cultura de la muerte. No optó por el aborto o por la huida. Optó por la vida y por ello se convirtió en Trono de la Vida, en nueva Arca de la Alianza, en Árbol de cuyo Fruto, Jesucristo, obtenemos la salvación: “Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús“.
¿De quién quieres ser hijo? ¿De Eva o de María? ¿del primer Adán o del Salvador? Acojámonos a la intercesión de la Madre de Dios que nos lleva a su Hijo, cuyo nombre es el único dado a los hombres para que puedan ser salvos.
Dios te salve María, Llena eres de gracia, Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, Ruega por nosotros pecadores, Ahora y en la hora de nuestra muerte,
Amén.
escrito por Luis Fernando Pérez
(fuente: www.infocatolica.com)
lunes, 16 de abril de 2012
Oración para ser misericordiosos
Oh Señor, deseo transformarme toda en Tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti.
Que este supremo atributo de Dios, es decir su insondable misericordia, pase a través de mi corazón al prójimo.
Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla.
Ayúdame, oh Señor, a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos.
Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos.
Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargue sobre mí las tareas más difíciles y más penosas.
Ayúdame, oh Señor, a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio. (...)
Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo (...)
Que Tu misericordia, oh Señor mío, repose dentro de mí”
AMÉN.
Que este supremo atributo de Dios, es decir su insondable misericordia, pase a través de mi corazón al prójimo.
Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla.
Ayúdame, oh Señor, a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos.
Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos.
Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargue sobre mí las tareas más difíciles y más penosas.
Ayúdame, oh Señor, a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio. (...)
Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo (...)
Que Tu misericordia, oh Señor mío, repose dentro de mí”
AMÉN.
Escrito por Santa Faustina
(fuente: www.corazones.org)
domingo, 15 de abril de 2012
"Hemos visto al Señor"
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!". Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!". El les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré".
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!". Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe". Tomas respondió: "¡Señor mío y Dios mío!". Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!".
Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.
Palabra de Dios.
Gloria a ti, Señor Jesús.
Escondidos en una casa, los apóstoles ven a Cristo; entra, con todas las puertas cerradas. Pero Tomás, ausente entonces, cierra sus oídos y quiere abrir sus ojos... Deja estallar su incredulidad, confiando así en que su deseo será concedido. "Mis dudas desaparecerán en cuanto lo vea, dice. Pondré mi dedo en las marcas de los clavos, y estrecharé al Señor al que tanto deseo.
Que censure mi falta de fe, pero que me colme con su vista. Ahora soy descreído, pero después de verlo, creeré. Creeré cuando lo abrace y lo contemple. Quiero ver sus manos agujeradas, que han curado las manos maléficas de Adán. Quiero ver su costado, que cazó a la muerte del costado del hombre. Quiero ser testigo del Señor y el testimonio de otro no me basta. Lo que contáis exaspera mi impaciencia. La buena noticia que me dais, sólo aumenta mi turbación. No curaré este dolor, si no le toco con mis manos."
El Señor se vuelve a aparecer y disipa al mismo tiempo la tristeza y la duda de su discípulo. ¿Qué digo? No disipa su duda, colma su espera. Entra, con todas las puertas cerradas.
comentario escrito por San Basilio de Seleucia
La visión de Jesús de la Divina Misericordia
El 22 de febrero de 1931, santa Faustina recibió la primera revelación de la Misericordia de Dios, ella lo anota así en su diario:
"En la noche cuando estaba en mi celda, vi al Señor Jesús vestido de blanco. Una mano estaba levantada en ademán de bendecir y, con la otra mano, se tocaba el vestido, que aparecía un poco abierto en el pecho, brillaban dos rayos largos: uno era rojo y, el otro blanco. Yo me quedé en silencio contemplando al Señor. Mi alma estaba llena de miedo pero también rebosante de felicidad. Después de un rato, Jesús me dijo:
"Pinta una imagen Mía, según la visión que ves, con la Inscripción : "¡Jesús, yo confío en Ti!." Yo deseo que esta Imagen sea venerada, primero en tu capilla y después en el mundo entero. Yo prometo que el alma que honrare esta imagen, no perecerá. También le prometo victoria sobre sus enemigos aquí en la tierra, pero especialmente a la hora de su muerte. Yo el Señor la defenderé como a Mi propia Gloria."
Cuando contó esto en confesión, el padre le dijo que seguramente Jesús deseaba pintar esta imagen en su corazón pero ella sentía que Jesús le decía "Mi Imagen ya está en tu corazón. Yo deseo que se establezca una fiesta de la Misericordia y que esta imagen sea venerada por todo el mundo. Esta fiesta será el primer domingo después de Pascua. Deseo que los sacerdotes proclamen esta gran misericordia Mía a los pecadores."
Por orden de su confesor Santa Faustina le preguntó al Señor el significado de los rayos que aparecen en la imagen emanando del corazón y el Señor le respondió:
"Los dos rayos significan Sangre y Agua- el rayo pálido representa el Agua que justifica a las almas; el rayo rojo simboliza la Sangre, que es la vida de las almas-. Ambos rayos brotaron de las entrañas mas profundas de Mi misericordia cuando mi corazón agonizado fué abierto por una lanza en la Cruz... Bienaventurado aquel que se refugie en ellos, porque la justa mano de Dios no le seguirá hasta allí".
El Señor manifiesta su Corazón, y el agua y la sangre que de el brotaron como manantial de reconciliación para todos los hombres.
Esta revelación es una continuación de la misericordia divina que Jesús nos ofrece en la cruz y que se reveló también a Santa Margarita María.
(fuente: www.evangeliodeldia.org)
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