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viernes, 8 de abril de 2016

Reconciliarse con el Señor a través de un Sacramento

La Confesión o Reconciliación es el Sacramento mediante el cual Dios nos perdona los pecados cometidos después del Bautismo y recuperamos la vida de gracia, es decir, la amistad con Dios. Es la gran oportunidad que tenemos para acercarnos de nuevo a Dios que es nuestra verdadera felicidad.

La confesión no es un sacramento de tristeza, sino de alegría, es el sacramento del hijo arrepentido que vuelve a los brazos de su Padre.

No es el Sacramento del final de nuestra vida, sino el que nos da la oportunidad de empezar una nueva vida cerca de Dios.

Todo camino de espiritualidad cristiana es seguimiento de Jesucristo. Al querer hacer camino para renovar la vivencia del sacramento de la Reconciliación en nuestras casas, nos parece necesario renovar nuestro deseo de “ver a Jesús” y de presentarlo a nuestros jóvenes: “ven y verás”: ¿Cuál es la misión que el Padre le asignó? “He venido para que tengan vida y vida en abundancia.” La Reconciliación es una apuesta a la alegría del encuentro con Jesús que perdona mis pecados y me regala el don de su amistad.

Dice el Papa Francisco que Confesarse es ir hacia el amor de Jesús con sinceridad de corazón y con la transparencia de los niños, no rechazando nunca sino acogiendo “la gracia de la vergüenza” que nos hace percibir el perdón de Dios.

Para muchos creyentes adultos, confesarse ante el sacerdote es un esfuerzo insoportable, que a veces les lleva a esquivar el Sacramento, o una pena tal que transforma un momento de verdad en un ejercicio de ficción. San Pablo, en la Carta a los Romanos, comentada por el Papa Francisco, hace exactamente lo contrario: admite públicamente ante la comunidad en la que “en su carne no habita el bien”. Afirma ser un “esclavo” que no hace el bien que quiere, sino que realiza el mal que no quiere. Esto sucede en la vida de fe, observa el Papa, por lo que “cuando quiero hacer el bien, es el mal el que está a mi lado”.

“Esta es la lucha de los cristianos. Es nuestra lucha de todos los días. Y nosotros no siempre tenemos la valentía de hablar como habla Pablo sobre esta lucha. Siempre buscamos una vía de justificación: ‘Pero sí, todos somos pecadores’. Pero, ¿lo afirmamos así, no? Esto lo dice dramáticamente: es nuestra lucha. Y si no reconocemos esto, nunca podremos tener el perdón de Dios. Porque si el ser pecador es una palabra, una forma de hablar, una manera de decir, entonces no necesitamos el perdón de Dios. Pero si es una realidad que nos hace esclavos, necesitamos esta liberación interior del Señor, esa fuerza. Pero lo más importante aquí es que para encontrar la vía de salida, Pablo confiesa a la comunidad su pecado, su tendencia de pecado. No la esconde”.

La confesión de los pecados hecha con humildad y es eso “lo que la Iglesia nos pide a nosotros”, recuerda el Papa Francisco, que recuerda también la invitación de Santiago: “Confesad entre vosotros los pecados”. Pero “no, aclara el Papa, para hacer publicidad”, sino “para dar gloria a Dios” y reconocer que es “Él el que me salva”. He aquí la razón, prosigue el Papa, para confesarse uno va al hermano, “al hermano cura”: Para comportarse como Pablo. Sobre todo, destaca, con la misma “eficacia”.

“Algunos dicen: ‘Ah, yo me confieso con Dios’. Esto es fácil, es como confesarte por e-mail, ¿no? Dios está allá, lejos, yo le digo las cosas y no ha un cara a cara. Pablo confiesa su debilidad a los hermanos, cara a cara. Otros dicen: ‘No, yo me confieso’, pero se confiesan de tantas cosas etéreas, tan en el aire, que no concretan nada. Esto es lo mismo que no hacerlo. Confesar nuestros propios pecados no es ir a un sillón del psiquiatra, ni ir a una sala de tortura: es decir al Señor: ‘Señor, soy un pecador’, pero decirlo a través del hermano, para que esta afirmación sea eficaz. ‘Y soy un pecador por esto, por esto y por esto”.

Concreción, honestidad y también, añade el Papa Francisco, una sincera capacidad de avergonzarse de los propios errores, no hay caminos en la sombra alternativos al camino abierto que lleva al perdón de Dios, a percibir en el profundo del corazón su perdón y su amor. Aquí el Papa pide que imitemos también a los niños.

“Los pequeños tienen esta sabiduría, cuando un niño viene a confesarse, nunca dice cosas generales. ‘Padre he hecho esto, y esto a mi tía, al otro le dije esta palabra’ y dicen la palabra. Son concretos, ¿eh? Y tienen la sencillez de la verdad. Y nosotros tendemos siempre a esconder la realidad de nuestras miserias. Pero hay una cosa muy bella: cuando nosotros confesamos nuestros pecados, como están en la presencia de Dios, sentimos siempre la gracia de la vergüenza. Avergonzarse ante Dios es una gracia. Es una gracia: ‘Me avergüenzo’.

Pensemos en Pedro, cuando después del milagro de Jesús en el lago dijo: ‘Señor aléjate de mí, que soy un pecador’. Se avergonzaba de su pecado ante la santidad de Jesucristo”.


¿Qué es el pecado?

Esta pregunta que parece tan obvia cada vez lo es menos en nuestro mundo. Vale la pena, pues, detenerse a explicitar qué es el pecado y cómo realmente atenta contra nuestra propia existencia y la de nuestros hermanos.

◙ Es un NO a Dios, una ofensa a Dios. Porque daña la dignidad del hombre. Todo lo que ofende al ser humano ofende a Dios.
◙ Rechazar la invitación a ser felices. Deshumaniza.
◙ La primera víctima del pecado es el propio pecador: se destruye y deshumaniza; es una ruptura con todo y todos.
◙ No hay nada malo, por oculto y secreto que sea, que no rebaje a toda la humanidad.
◙ Tres condiciones para el pecado personal: libertad / conciencia / materia.


El misterio de Dios
cuento escrito por Mamerto Menapace.

Dios lo abandonó para probarlo
y descubrir todo lo que tenía
en su corazón
2 Cron 32, 31

Frente al misterio del pecado, muchas veces sube en nosotros esa pregunta: ¿por qué Dios lo abandonó?

Y si la experiencia de pecado se ha dado en nosotros, entonces se hace mucho más quemante la pregunta: Señor, ¿por qué me abandonaste ? ¿por qué dejás que mi corazón se extravíe lejos de vos? como dice Isaías hablando de su pueblo en el capítulo 63, 17.

Pienso que nuestro corazón es mucho más ancho de lo que nosotros pensamos. Nosotros hemos alambrado un retazo de nuestro corazón y pretendemos allí vivir nuestra fidelidad a Dios. Nos hemos decidido a cultivar sólo un trozo de nuestra tierra fértil. Y hemos dejado sin recorrer lo cañadones de nuestra entera realidad humana, el campo bruto que sólo es pastizal de guarida par a nuestros bichos silvestres. Hemos trabajado con cariño y con imaginación ese trozo alambrado. Tal vez hemos logrado un jardín con flores y todo; y para ellos hemos rodeado con un tejido que lo hacía inaccesible a toda nuestra fauna silvestre. Y nos ha dolido la sorpresa de ver una mañana que alguno de los bichos (nuestros pero no reconocidos) ha invadido nuestro jardín y ha hecho destrozos. Y la dolorosa experiencia de la presencia de ese bicho nuestro, introducido en nuestra geografía cultivada, llegó incluso a desanimarnos y a quitarnos las ganas de continuar. Es la experiencia del corazón sorprendido y dolorido.

Y no pensamos que a lo mejor a Dios también le dolía el corazón, viendo que tanta tierra que él nos había regalado para vivir en ella un encuentro con él, había quedado sin cultivar. Que nosotros le habíamos cerrado el acceso a gran parte de nuestra tierra fértil.

A veces, por ahí, uno de esos salmos (gritador y polvoriento) sacude alguno de los pajones de nuestro inconsciente, y se despiertan allí sentimientos que buscan llegar a oración. Pero nosotros enseguida los espantamos. No queremos que en nuestro diálogo con Dios se mezcle el canto agreste nuestra fauna lagunera. Quisiéramos mantener a Dios en la ignorancia de todo aquello que está en nosotros pero que nosotros no aceptamos.

Y es entonces cuando Dios nos obliga a reconocer nuestro corazón. Dios nos abandona para probarnos y descubrirnos todo lo que hay en nuestro corazón. Para que urgido por la dura experiencia de nuestro pecado hagamos llegar hasta sus oídos ese grito pleno de nuestro corazón. Y en esa dolorosa experiencia empieza a morir nuestra dificultar psicológica de rezar ciertos salmos. Nosotros no los aceptábamos porque nos sentíamos plenamente inmunes, puros, totalmente cristianos. Nos parecía que esos salmos eran "precristianos". Gritos de una geografía dejada atrás. Pero nuestro pecado nos llama a la dolorosa realidad de tener que comprobar que la mayor parte de nuestro corazón debe aún ser evangelizado. Que hasta ahí aún no ha llegado la buena noticia de que Cristo se hizo hombre, que murió asumiendo nuestro pecado y que con ellos descendió a los infiernos, para vencer en su propia guarida la raíz venenosa del pecado y de su compañera la muerte.

Dios podría impedir la quemazón de nuestros pajonales. Y sin embargo prefiere sembrar más allá de las cenizas, en la tierra fértil que hay debajo. Dios no impide nuestra muerte; en el surco de nuestra muerte siembra la resurrección para el más allá.

Porque Dios se ha comprometido con todo nuestro corazón. Porque nuestro corazón se salva en plenitud, o no se salva nada. Pero Dios es poderoso. Y lo salvará.

(fuente: www.salesianosuruguay.org)

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