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viernes, 6 de abril de 2012

La Virgen Dolorosa

I. El dolor de la Virgen en la infancia y en la pasión de su Hijo:

El misterio de la participación de la Virgen madre dolorosa en la pasión y muerte de su Hijo es probablemente el acontecimiento evangélico que ha encontrado un eco más amplio y más intenso en la religiosidad popular, en determinados ejercicios de piedad (Vía crucis, Vía Matris...) Y, en proporción con los demás misterios, también en la liturgia cristiana de oriente y de occidente. Es curioso cómo estas tres dimensiones de la piedad están idealmente unidas en la liturgia de rito romano en el Stábat Mater, atribuido a Jacopone de Todi, secuencia nacida en un contexto de intensa religiosidad popular, utilizada de varias maneras en los ejercicios piadosos y, aunque de forma facultativa, presente en la liturgia de las horas y en la liturgia de la palabra de la misa del 15 de septiembre de la Virgen de los Dolores. Esta singularidad revela que las tres áreas de piedad que hemos señalado, dejando aparte ciertas intemperancias ocasionales, reflejan agudamente lo esencial del misterio evangélico.

Pero el dolor de la Virgen, aunque encuentra en el misterio de la cruz su primera y última significación, fue captado por la piedad mariana también en otros acontecimientos de la vida de su Hijo en los que la madre participó personalmente. En general, se suele considerar el dolor de la Virgen en la infancia de Jesús y no sólo en su pasión. La meditación cristiana captó y en cierto modo fue codificando progresivamente a lo largo de los siglos siente sucesos dolorosos, siete episodios bíblicos en los que está atestiguada expresamente o intuida por la tradición la participación de María. Se recuerda la subida al templo de José y de María para presentar allí a Jesús a los cuarenta días de su nacimiento, con la relativa profecía del anciano Simeón: “Una espada atravesará tu alma” (Lc. 2, 34-35). Espada que es, “según parece, la progresiva revelación que Dios le hace de la suerte de su Hijo”; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada símbolo del camino doloroso de la Virgen, que en la tradición posterior será asumida como signo plástico de los dolores sufridos por la madre del redentor y representada luego en número de siete puñales clavados en el corazón de la Virgen. El camino de fe de la Virgen se vio muy pronto marcado por un nuevo suceso doloroso: la huida a Egipto con Jesús y José (Mt. 2, 13-14). Y una vez más, durante la infancia de Jesús, el suceso de la pérdida en Jerusalén y la búsqueda ansiosa y dolorida de María y de José (Lc 2, 43ss), que se concluirá con el hallazgo del Hijo en el templo, nuevo motivo de meditación y de interpretación sobre la voluntad de Dios en el corazón de la madre. La contemplación de la tradición ha querido descubrir en la subida de Jesús con la cruz al Calvario la experiencia síntesis del camino de fe de la madre, y aunque los evangelios no mencionan nada de eso, la piedad tradicional ve también la presencia de María en el encuentro de Cristo con las mujeres (Lc 23, 26-27). Como ya se ha dicho, es en el acontecimiento de la crucifixión donde encontramos el significado primero y último de la Dolorosa: “Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre” (Jn. 19. 25-27a). Y una vez más la devoción de los fieles quiso prolongar la participación amorosa de la madre en la muerte redentora del Hijo recordando, como en un díptico, la acogida en el regazo de María de Jesús bajado de la cruza (Mc 15, 42), acontecimiento objeto de atención particular por parte de pintores y escultores, y la entrega al sepulcro del cuerpo exánime de su Hijo (Jn 19, 40-42a).

II. Situación actual en la doctrina.

1. La doctrina:

La distribución antigua y contemporánea de los aspectos del dolor de María de Nazaret, más allá del reparto de los misterios que tuvo lugar en otros siglos que los veneraron por separado, en la sensibilidad teológica de nuestros días y también, al parecer, en la piedad de los fieles, no se percibe como una división puntual de compartimientos estancos, sino que, incluso en la especificación de los diversos episodios, los dolores se relacionan armónicamente con el camino de un misterio de fe que conoció el sufrimiento, en comunión total con el hombre de dolores y abierto a la voluntad de Dios Padre. Tenemos una síntesis autorizada de esta nueva mentalidad en el magisterio del Vat II: “También la Virgen bienaventurada avanzó en esta peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su comunión con el Hijo hasta la cruz, ante la cual resistió en pie (Jn 19,25), no sin cierto designio divino, sufriendo profundamente con su unigénito y asociándose a su sacrificio con ánimo maternal, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella había engendrado” (LG 58). En realidad es la comunión profunda, que en cierto modo se hace consciente, entre la madre y el Hijo, comunión ligada no solamente a la generación, sino también a la fe, lo que llevó a María a cooperar en la obra de Jesús hasta el Calvario: “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo moribundo en la cruz, cooperó de un modo muy especial a la obra del Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad para restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61)

Debido a esta participación amorosa y total, María se convierte “para nosotros en madre en el orden de la gracia” (KG 61). La enseñanza conciliar ha abandonado de hecho los problemas sutiles y las objetivaciones ontológicas, explicitando la doctrina mariológica de las encíclicas papales que se habían ocupado de estos temas con datos bíblicos y existenciales. Por esta línea ha seguido la investigación, sirviéndose especialmente de la profundización exegética que subraya como María junto a la cruz, como hija de Sión, es figura de la iglesia madre a cuyo seno están convocados en la unidad los hijos dispersos de Dios, con sus relativas consecuencias, y cómo “en la pasión según Juan -de tan altos vuelos teológicos- Jesús es el hombre de dolores, que conoce bien lo que es sufrir (Is 53,3), aquel a quien traspasaron (Jn 19,37; Zac 12,1). Y paralelamente su madre es la mujer de dolores... Ella expresa también el modelo de perfecta unión con Jesús hasta la cruz. Precisamente el estar junto a la cruz, la propia y la de los demás, es una de las tareas más arduas del amor cristiano, que exige alegrarse con los que se alegran (Rom 12,15; Jn 2,1: bodas de Caná) y llorar con los que lloran (Rom 12,15; Jn 19,25: la cruz de Jesús)”.

Esta ejemplaridad de María adquiere nuevos matices de profundización en las reflexiones de un episcopado como el de Sudamérica: “En María se manifiesta preclaramente que Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su cooperación libre en la nueva alianza de Cristo, es junto a él protagonista de la historia”. El misterio de la mater dolorosa, leído en relación con Cristo y con la iglesia, se convierte en experiencia vital para el cristiano no sólo respecto al conocimiento de la historia salvífica, sino también como fuente singular de consuelo y de esperanza para su vida cotidiana.

Conclusión

La historia de esta devoción, como ya se ha observado y como se deduce igualmente de estas notas, parece trazar una línea curva que alcanza su apogeo en los períodos de codificación litúrgica. La ósmosis entre lo popular y lo oficial, aun en medio de los reflujos pietistas que es posible constatar, conduce a una intensidad difusa del sentimiento de devoción hacia la mater dolorosa. Precisamente cuando la ósmosis es mayor es cuando la intensidad aparece más profunda. Pero es preciso subrayar que el progresivo replanteamiento litúrgico a lo largo del s. XX, ayudado en este punto por la reflexión bíblico-patrística, coincide con la “cualidad” de la meditación sobre el misterio del dolor de santa María, insertándolo en un contexto más amplio de historia de la salvación; no se contempla ni se venera a la mater dolorosa solamente para participar conscientemente, en cuanto personas particulares, en la pasión de Cristo a fin de vivir su resurrección, sino que además se hace esto para que María, como imagen de la iglesia, inspire a los creyentes el deseo de estar al lado de las infinitas cruces de los hombres para poner allí aliento, presencia liberadora y cooperación redentora. Además, la Dolorosa puede recordad a los hombres de nuestro tiempo, inquietos y preocupados por la esencialidad de las cosas, que la confrontación con la palabra de la verdad y su manifestación pasa ciertamente por la experiencia de la espada (Lc 2,35; 14, 17; 33,36; Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4,12; Ap 1,16), que traspasa el alma, pero que abre también a una nueva conciencia y a una misión renovada (Jn 19, 25-27), que va más allá de la carne y de la sangre y de la voluntad del hombre, puesto que brota de Dios (Jn 1, 13).

(fuente: www.catolico.org)

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