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jueves, 12 de noviembre de 2009

La puerta de salida

En la villa 21-24, de Barracas, funciona desde hace un año y medio el centro de recuperación de adictos San Antonio Hurtado, creado por iniciativa del padre Pepe Di Paola, el mismo que fue noticia cuando denunció públicamente la situación que estaba produciendo el paco en el barrio. Revista C compartió una semana junto al misionero y el terapeuta que llevan adelante el centro, por el que ya pasaron 135 personas. Salir, dicen, se puede.

Cualquiera de sus colegas diría que es un kamikaze. Pero él opina lo contrario. “Este taxi –dice– tiene buena prensa en el barrio. Y no es un símbolo de status, así que nadie lo va a tocar”. El auto avanza por Avenida Iriarte, dobla en Luna y encara hacia el centro de la villa 21-24, señalada como la más peligrosa de la Capital Federal. El que maneja es Gustavo Bareiro, y en la villa todos le dicen el Hermanito. Uno puede intentar llamarlo de otra forma, pero no hay caso: a la quinta vez que repita esa palabra, no habrá más remedio que rendirse.

–¡Hermanito! –le grita un pibe–. Quiero presentarle a mi hijo.

Y el Hermanito saluda a toda la familia, acepta un mate dulce, pregunta las novedades, da algún que otro consejo y se escapa. Va hasta un rancho a la orilla del Riachuelo y golpea las manos frente a una puerta abierta. Desde adentro preguntan
quién es.

–Soy yo, hermanita.

El Hermanito entra, atraviesa una cortina, busca en habitaciones vacías. En la última de todas, tapada con una frazada de felpa, una mujer llora. Él se sienta en el borde de la cama. La mujer se seca las lágrimas y habla.

–Conocí a un chico. Despues me enteré de que andaba con otra piba. Una que tiene HIV.

–Bueno hermanita. Levantate y vamos al centro de salud. Te hacés los análisis y en una semana te entregan los resultados.

El Hermanito sale, espera en la puerta. Mira el Riachuelo y piensa. La mujer adentro se peina, intenta ponerse linda. Se sube al taxi y sigue la ronda.

Desde hace un año, el Hermanito dirige el programa de recuperación de adictos que lanzó la Parroquia de la Virgen de Caacupé. “Me llamaron –aclara – aunque no soy un experto en adicciones. Soy misionero, y esto necesita un perfil comunitario”.

Su destino anterior fue Catamarca. Allá trabajó en zonas rurales, con temas que iban desde el alcoholismo hasta los conflictos de tierras. Lo convocó el Padre Pepe Di Paola, el cura que se hizo famoso cuando lo amenazaron por denunciar la situación del paco en la Villa 21-24.

El taxi recorre la villa todos los mediodías. Su primera tarea es juntar pibes en situación de consumo y llevarlos hasta el Centro de Día San Alberto Hurtado. El hogar es la puerta de entrada para lo que luego puede transformarse en una internación o un largo retiro espiritual en una granja que la parroquia construyó en General Rodríguez. “Usamos el método de los 12 pasos de alcohólicos anónimos, y eso de que ‘solo por hoy no voy a consumir’ –explica el Hermanito–. Y le agregamos todo lo comunitario: acompañamos a los chicos al médico, a que se hagan los documentos, los seguimos.”

En la jerga parroquial, “subirse al taxi” es pedir ayuda. El Hermanito dice que es un gran primer paso, y que hay que tener paciencia: incluso las recaídas son parte de la recuperación. Para entender, ofrece como ejemplo una película de Kurosawa, Los Sueños. En una de las escenas, un grupo de hombres escala una montaña en medio de una tormenta de nieve. Todos van atados entre sí. El camino es dificil, y algunos se duermen.

Aparece la muerte y les dice ‘la nieve es cálida, el hielo quema’. Parece el fin, pero uno se despierta. Como está atado a los demás, los ayuda a levantarse y se salvan. “Nosotros –dice el Hermanito– escalamos una montaña juntos. Lo importante es que el pibe no se desenganche, que siga ligado al grupo”.

Camino al hospital —donde se bajará la mujer que necesita los análisis— sube al taxi Diego. Dice que el sábado salió a dar una vuelta y terminó borracho. Habla con murmullos, un poco por la culpa, otro poco por la resaca.

–Quiero hacer buena letra, a ver si puedo traer a mi hija para que esté conmigo todo un fin de semana.

Cuando tenía cinco años, el padre los dejó en la calle: eran tres hermanos y la madre. Los chicos salieron a robar y a pedir limosna, hasta que juntaron para comprar un rancho. Allí, por un momento, Diego pareció zafar de su destino. Tenía 13 años y lo convocaron para protagonizar Las Tumbas, una película sobre la vida en los institutos de menores. Fue un tiempo soñado, en el que dejó la calle y compartió un set con Federico Luppi y Norma Leandro. “Yo –dice con orgullo– no tuve que estudiar nada. Me salía del alma”. Gracias a la película, ganó el Condor de Plata a la revelación masculina, pero nunca retiró el trofeo: el día de la ceremonia estaba ‘de gira’. Lo había estado durante toda la filmación, y nadie se había dado cuenta.

El 21 de julio de 1991, a pocos días del estreno, lo llevaron preso por tenencia. La cámara de diputados, la prensa y el mundo del cine reclamó por él. “Está cautivo –dijo Javier Torre, el director de la película– por haber participado en Las Tumbas”. Un mes después lo liberaron y apareció en los diarios. Tenía corte taza y cara de agobio. Más tarde le ofrecieron hacer una novela con Arnaldo André en Italia, pero ya estaba perdido.

Durante un tiempo se dedicó al poxirrán, hasta volvió a las pastillas, la cocaína, el robo. Sus amigos famosos no lo vieron más.

El segundo quiebre fue el 13 de marzo de 2000. Su novia estaba a punto de parir. Diego iba camino a la maternidad Sardá y se acordó de que tenía una piedra de pasta base en el bolsillo. Nunca había fumado. La probó y no se despegó más. La mujer tuvo una nena y se fue del barrio. Él terminó en un volquete. Fue su centro de operaciones
durante más de ocho años.

–Estaba todo el tiempo acá adentro, no salía para nada. Me cortaba los brazos y las piernas por bronca de lo que me había pasado con la película, por no poder estar bien con mi vieja. Cada tanto me internaba, pero nunca más de un día.

Ahora tiene 31 años y tantas llagas en los brazos que es dificil encontrarle un centímetro de piel sana. Mientras el taxi va y viene, Marcos llega al barrio en una moto chopera. La estaciona y sale en la Trafic de la parroquia a buscar más pibes. Si el taxi frena en todos lados, golpea puertas e inventa su propio camino, la camioneta funciona como un colectivo privado: recorre los pasillos más anchos y las calles del barrio para que los que quieran puedan subir.

–La camioneta –dice Marcos– es bastante nueva, así que le pusimos la imagen de la Virgen de Caacupé en la trompa, para que la gente la reconozca.

La función central de Marcos es dirigir la terapia de grupo. Allí aplica una serie de herramientas de alcohólicos anónimos y del couching ontológico, una técnica que hace furor en las empresas. Según la definición más difundida, el objetivo del coaching es “desarrollar la capacidad de acción de la otra persona. Un coach escucha los objetivos, observa sus acciones, detecta lo que falta para logar el éxito, y tiene conversaciones con la persona, lo que deriva en el logro de los resultados deseados”.

Pero un rato antes de hacerlo, el coach está al volante. En una esquina, un grupo de hombres acomodan unas chapas. Marcos frena y llama a uno por su nombre.

– Ese que está ahí –dice otro pibe desde arriba de la camioneta– es un maldito.

El otro se acerca. Es de esos tipos macizos por naturaleza. Morrudo y con cara de malo. Camina con pasos cortos, se bambolea. Marcos se baja la camioneta y lo abraza.

–Te vine a buscar. ¿Venís?

– No, mirá cómo estoy. No puedo ir a ningún lado.

El pibe regatea la vista, hace un puchero y se larga a llorar como un niño. Los que están adentro de la camioneta dicen “uuh, mal ahí”, como si hubiese errado el penal de su vida. Marcos promete volver mañana.

–El tipo –dice el mismo pibe de antes– vendía droga, es maltrador, golpeador. Y estaba llorando porque no puede venir al grupo.

Marcos intenta explicar. “En el grupo –dice– no se juzga, se acompaña. Cuando no juzgás, el otro abre el corazón, porque le estás dando una oportunidad. Es muy complicado que vos llegues a un destino diferente si vas siempre por el mismo camino. Nosotros generamos una bifurcación. ¿Cómo lo logramos? Primero a través del grupo, segundo a partir de distintas terapias, de generar confianza en sí mismo, con mucho cariño, mucho amor.”

El Hermanito, en cambio, explica el concepto en otros términos: “Nadie tiene autoridad para condenar al otro. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Solo Dios es bueno: nosotros somos piojos resucitados del universo”.

La camioneta y el taxi llegan al Centro de Día San Antonio Hurtado pasado al mediodía. El lugar –un galpón y una casa de habitaciones amplias al borde de la vía del tren– está a unas quince cuadras del barrio. Se inauguró en Semana Santa de 2008. En poco más de un año, pasaron por ahí 135 personas. “De esa gente –explica el Hermanito– algunos están acá, otros en la granja de Rodríguez, otros en consumo y otros en etapas más avanzadas. El porcentaje de recuperación es muy alto, porque acá no te desligás del chico. Como somos de la parroquia, seguimos a las familias desde el bautismo hasta el entierro”.

Ni bien llegan la camioneta y el taxi, se sirve la comida: estofado de arroz con pollo. Hay cerca de quince personas, la mayoría hombres. Ni bien terminan de juntar los platos, Marcos pide que hagan la ronda. Él se sienta en una posición en la que puede mirarles las caras a todos. Señala a cada uno, lo llama por el nombre y le pregunta cómo está. Como hay visitas, no pregunta intimidades.

Las historias más difíciles, el grupo las discute en privado. Al de barba le dicen Boris. Tiene 39 años.Marcos le pregunta si tiene algo que decir.

–Ayer fui a jugar a la pelota. Tomé una cerveza y me dieron ganas de fumar. Y me fumé siete porros.

Silencio incómodo.

–Pero hoy estás acá –responde Marcos– y es un momento en el que no consumís. Eso es un avance. Dejar de consumir está hecho de un montón de momentos como este.

Sigue el silencio. Un pibe grita ¡fuerza Boris!, con algo de timidez. Boris asiente. Marcos sigue con la ronda. Uno de gorrita cuenta que se prepara para ver a su familia. Estuvo internado, le fue bien, ahora consiguió trabajo y el próximo paso es recomponer el lazo con su hija. La ex mujer lo presiona para que vaya más seguido. Pero él no se siente listo.

–Hice un trabajo largo –dice – y no lo voy a pudrir ahora.

En un aparte, uno de los voluntarios da detalles. “Nosotros –dice– invitamos a no consumir y a resarcir lo que cada uno hizo. Algunos dejan de ver a su familia y van a dar la cara. Juan abandonó a su mujer embarazada y con un hijo. Cuando volvió, lo primero que quería hacer era verlos. Ahora empezó a ir una vez por semana y les lleva
plata. De a poco se está haciendo cargo”.

Cuando el grupo termina, todos se paran, achican la ronda y se abrazan para decir la oración final. “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que puedo, y sabiduría para reconocer la diferencia. Fuerza y adelante”.

Todas las mañanas, antes incluso que el Hermanito y Marcos, Víctor va hasta el Centro
Hurtado y cocina para todos. No cobra un centavo por hacerlo, pero trabaja con una seriedad casi obsesiva.

– Hago un servicio. Prometí que algún día iba a devolver el acompañamiento que me dieron. Además, vengo acá y me siento útil. Como dice Larralde: yo te ayudo porque siento la necesidad de hacerlo.

Víctor tiene 26 años, nació en un pueblo de Misiones, se crió en Villa 21 y empezó a recuperarse hace un año y medio. Dice que empezó a consumir a los ocho años en la terraza del colegio, que anduvo un tiempo dándole al poxirrán, y después se pasó a la cocaína. No tiene registro de su vida previa al consumo. “Mis únicos recuerdos son: padre alcohólico, madre golpeada. Y cuando abro esa puerta, tengo recaídas emocionales, que son como un vacío existencial. No le encuentro sentido a nada.” De adolescente pensaba que eso era el destino: que había gente que se dedicaba a trabajar y otra a robar y drogarse. Después cayó preso, estuvo un año y tres meses en Devoto, se enganchó con la pasta base y las cosas se pusieron peores.

–Una vuelta caí en la villa con una gira de base muy grande. Tenía como 700 pesos, y me perseguí tanto que no pude salir. Me encapsulé. Entonces empecé a fumar paco, que era lo que estaba a mi alcance. Ahí entré en un círculo vicioso. Tenía todos mis lugares, donde me daban fiado, donde me empeñaban cosas. Estuve cuatro años y medio sin salir.

Al poco tiempo estaba desnutrido. Empezó a tener problemas con los vecinos, hasta que cruzó la raya. Una de sus últimas peleas lo condenó: “Estaba re duro. Él me había cagado, lo fui a encarar, y era él o yo. Ya había lástimado a otra gente, y sentía que me esperaba una bala en cada pasillo. Mi hermano vio que estaba comprometido y me aguantó en la casa.” Hasta que Víctor aceptó la oferta de los curas, y se fue a internar.

“Tratamos de ayudar a mantener la esperanza, pero sabemos que ellos son los protagonistas, los que tienen que recuperarse –dice el Hermanito–. A veces, con todo el dolor del mundo, hay que dejarlos hacer. Lo que no puede fallar es que sepan que pueden contar con nosotros”.

Víctor estuvo en una granja en Campana y seis meses en la quinta de General Rodríguez. El 1 de Marzo volvió a la villa, a una casa de medio camino que construyó la iglesia. Allí, algunas noches encontraba a su cuñado fumando pasta base. Se sentía responsable por él: “Cuando lo veía, le sacaba la pipa y se la entregaba al Hermanito. Pero un día me tenté. Entré a sacarle la pipa y el olor me abrazó.” Fue la primera recaída. Estuvo tres días boleado, desde el jueves hasta el domingo.

–La recaída empezó cuando me la creí.

Se prometió que nunca más, pero hubo una segunda vez. Fue el 2 de junio, el día en que cumplía once meses sin consumo. Una vecina lo iba a ayudar a redactar un currículum. Quería ir a buscar trabajo. Salió de su casa y se encontró un descarte de 25 gramos de cocaína: dos tizas y media. Estaban aplastadas en un hueco entre dos baldosas, bajo la huella de una moto. Anécdotas de vivir en la misma cuadra que un narco.

–Tuve tres paros cardíacos. Me desperté en el hospital con un montón de cables y tubos. Quedé en silla de ruedas por un tiempo.

Aquella vez no lo fue a ver nadie. Al principio le dio bronca, pero después entendió: se tenía que hacer cargo de sus actos. Ya había pasado la parte en la que se sentía un héroe por haber derrotado al consumo, y ahora le tocaba lo más dificil; mantenerse en esa nueva vida con todo su pasado a cuestas: “Los fantasmas te persiguen a sol y a sombra. Yo estuve medicado por eso. Cuando conciliaba el sueño me aparecían las voces, los ruegos que pedían por favor. Son autoreproches también, y van a desaparecer cuando yo me perdone a mí mismo. Pero hay cosas que no me perdono, y que no puedo resarcir. Solo me queda hacer las cosas bien. Ahora, si yo me mando un paso en falso, me siento una mierda.”

En los últimos meses se puso de novio, alquiló una pieza y hasta consiguió un televisor. Cada tanto, el pasado vuelve de forma peligrosa: la semana pasada, cuando iba para el Hurtado, le pegaron un garrotazo y lo llenaron de puntazos. Por eso, dice, a veces le cuesta hacer planes futuro. Trata de vivir el día y avanzar paso a paso. Ahora planea pintar un mural en las calles del barrio: quiere representar el Gólgota de Cristo.

Su camino hacia la cruz.

Diego, el que alguna vez soñó con triunfar en el cine, está sentado en la cabecera de la mesa. Escucha en silencio las conversaciones de los demás, y cada tanto interviene. Dice que al principio no fue así, que los primeros días durmió en la puerta del Hurtado porque no podía casi moverse, y que después empezó a entrar para comer y acostarse en cualquier rincón.

Boris llegó a fines del año pasado. Él había estado cuatro años encerrado en otro barrio. Vivía de ‘los turistas’ que iban comprar cocaína a la villa. En marzo, los dos se fueron a la quinta de General Rodríguez. Volvieron mejor: Boris con ganas de salir adelante, Diego con el brillo en los ojos y la picardía que lo había convertido en un buen actor.

“Estuve en millones de lugares –dijo Diego– pero como ese nunca. Estás en medio de la nada y tenés espacio para correr, para pensar. Ahí probé estar un día sin consumir y dije ‘uh, que bueno que está esto’. Y acá estoy”. En la granja hay animales, una huerta y mucha tranquilidad. El secreto del éxito, opinan todos, es que fue construída por gente de la villa.

“Cuando derivamos a otras comunidades terapéuticas –dice el Hermanito– no podemos más que avisarles a los directores que estamos trabajando con ese chico. En Rodríguez es distinto: lo manejamos nosotros. Es una extensión del barrio”.

Aunque visto desde afuera suene a paradoja, el barrio juega un rol fundamental en la recuperación. En Villa 21 hay más de cuarenta organizaciones sociales, muchas de las cuales se hermanaron con el Hurtado. Los miércoles, por ejemplo, varios de los pibes del Centro de Día van a entrenar al Circo Social del Sur o a la escuela de Box que dirige la Fundación Temas.

Otro emblema de la recuperación son los padrinos: son voluntarios que se hacen cargo de una persona y lo siguen a lo largo del tratamiento tratamiento. Algunos los ayudan a ir al médico, conseguir ropa o trabajo, recomponer el lazo con la familia o en cosas mínimas, como ir al cine. “El tema –dice el Hermanito– es acompañar. Para hacerlo entrar, cada pibe necesita cosas básicas: tener documentos, hacerse los dientes. En el barrio siempre aparecen relaciones salvadoras. Hay una tradición de hacerse cargo del otro, de no dejarlo en banda”.

Ejemplos sobran. Vanesa es obesa, tiene 28 años y tres hijos: tuvo a la mayor a los 12 años, la segunda a los 14 y al varón hace cinco. Con el último pasó todo el embarazo en consumo. La hija del medio, que tiene 14, está embarazada. A fines de julio toda la familia se quedó en la calle. Un vecino venía de cartonear y la encontró. Como la conocía desde chica, le ofreció un rancho de dos por nueve que tenía en venta. “Quedate ahí –le dijo– hasta que encuentre un comprador.” Una semana después, Vanesa consiguió un subsidio habitacional: 500 pesos por mes para pagar un hotel. La idea fue del Hermanito:

–Escribimos un contrato donde se contaba la historia. El vendedor puso: “A Vanesa la conozco de chiquita, sé que es una buena persona y que necesita una casa. Yo me estoy mudando, aunque la pudiera vender al contado, se la vendo a ellas a cuotas”. De seña le dimos una heladera.

Pocos días más tarde, Diego volvió de la quinta de General Rodríguez y no tenía dónde dormir. Vanesa le hizo un lugar. El Hermanito colecciona esos momentos como joyas: los desmenuza, les intenta sacar enseñanzas. Casi que los convierte en parábolas: todo sirve para no perder la esperanza. “Objetivamente –dice–, la situación es muy desalentadora. Si ponés todas las variables juntas, alguno te diría que no vale la pena. El problema está desbordado. No hay un plan, no hay recursos del Estado. Son historias que derrotan a un alma y la entregan a la muerte. Y sin embargo, estos chicos han podido aguantar, pelean. Cada uno de esos hermanitos vale el mundo”.

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