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viernes, 8 de febrero de 2013

Vayan y testimonien la alegría de la fe

Aprendan a ser felices siendo discípulos de Cristo y misioneros de los jóvenes

Carta de Don Bosco a los jóvenes del MJS

Queridísimos jóvenes,

Con esta carta quisiera acercarme a todos y a cada uno de ustedes. Quisiera comunicarles el gran afecto que siento por ustedes y decirles el sueño constante que albergo en mi corazón: que puedan ser plenamente felices, llevando dentro de ustedes toda la plenitud de la humanidad del Señor Jesús y expresando en su vida una adhesión plena que testimonie los valores del Evangelio. Les escribo en un tiempo en el que se habla mucho de Nueva Evangelización. En muchos de nuestros países Dios parece haberse convertido en un desconocido, una persona de la que se puede prescindir. Precisamente por esto, hoy, resuena más fuerte el mandamiento de Jesús: “Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos… Miren que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). La misión que Jesús nos indica es un terreno cargado de desafíos, pero también fecundo de grandes oportunidades. Ésta constituye un providencial anillo de conjunción entre la urgente invitación que Benedicto XVI ha dirigido a la Iglesia universal para que viva intensamente este año de la fe, y el camino que nuestra familia salesiana ha iniciado hacia el bicentenario de mi nacimiento.

Permítanme que les diga que, también entonces, los tiempos eran difíciles. Valdocco era una verdadera tierra de misión… Con todo, la viva presencia de Jesús y de María en las fatigas del servicio educativo colmaba de alegría mi corazón. De aquella tierra de misión, como todos ustedes saben bien, han salido muchos jóvenes misioneros para evangelizar pueblos y tierras lejanas. Jóvenes crecidos en el oratorio, que han escrito páginas de historia sublimes, que han dado su vida por la educación, la promoción humana y la evangelización de muchas generaciones de jóvenes. Esta historia de fidelidad y de generosidad, queridos jóvenes, continua hoy con ustedes y es un reto para todos. En este libro faltan las páginas que solo pueden escribir ustedes. ¡Esta es la hora de ustedes!

La enseñanza de Jesús resuena todavía en nuestros días con la misma fuerza: “Preocúpense no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para la vida eterna” (Jn 6, 27). La pregunta formulada por los que le escuchaban, es la misma que resuena dentro de nosotros hoy: ¿Qué debemos hacer para cumplir y realizar las obras de Dios? Sabemos la respuesta de Jesús: “Esta es la obra de Dios: que crean en Aquel que él ha mandado” (Jn 6, 29). La obra de Dios en ustedes es la de ser discípulos que reciben con amor la Palabra de Dios y en ella encuentran a Jesucristo. La vocación de todo cristiano es ser apóstoles que la transmitan alegremente. La fe, de hecho, crece en el momento en el que estamos disponibles para transmitirla a otros. ¡La vocación de ustedes es evangelizar, queridos jóvenes!

Evangelizar significa poner en la masa una levadura capaz de cambiar la mentalidad y el corazón de las personas y, a través de ellas, las estructuras sociales, de tal modo que sean más conformes al diseño de Dios. No se trata de una actividad intimista; evangelizar es desencadenar una verdadera revolución social, la más profunda, la única eficaz. Para evangelizar es necesario tener un motivo: estar “enamorados” de Dios, haber hecho experiencia de su amistad y de su intimidad. En este proceso, la atención se ha de concentrar sobre todo en nuestro corazón. Exactamente allí donde se forman los pensamientos y las opciones: el corazón debe estar libre de contaminación. Esto requiere transparencia, capacidad de volver sobre sí mismos y poner con autenticidad, delante del Señor, las motivaciones más verdaderas de nuestros comportamientos. La verdad de los gestos reclama la pureza de las motivaciones.

El deseo de comunicar la Buena Noticia nace de la sobreabundancia del corazón de una persona alcanzada por Jesús: una persona profundamente integrada y unificada en torno al único amor de Dios. Se trata de un amor único porque es central; único porque tiene la precedencia sobre todos los demás afectos del corazón. El auténtico buscador y testigo de Dios es puro de corazón. Lo es también el que, por encima de cualquier otra cosa y con todas sus fuerzas, busca el Reino de Dios y su justicia. Recordando mi vida, les debo decir que desde que era joven solo le pedí al Señor una cosa: Da mihi animas! ¡Concédeme el trabajar por Ti, por la salvación de los jóvenes!

Antes de que el Evangelio ocupe sus mentes y sea causa de sus cansancios, deberá ser recibido en sus vidas y deberá ser la fuente de sus alegrías. Jesús no confía su Evangelio a quien no le ha dado su propia vida. Solo los discípulos auténticos pueden ser apóstoles creíbles. El mundo juvenil, lo saben bien, es tierra de misión exigente. Salgan de su minúsculo, angosto y asfixiante cascarón. Entren en el vasto mundo de Dios. Él les abre de par en par las puertas de una gran misión, para que puedan salir de ustedes mismos y encontrar grandes espacios, para que puedan caminar hacia nuevos horizontes, aquellos para los que han sido pensados y soñados por Dios. Estos horizontes no están necesariamente lejos de ustedes. Dios los llama, sobre todo, a traducir y a encarnar su fe en lo ordinario, en la cotidianidad que, si no fuera iluminada por la luz de la resurrección, sería capaz de triturar el corazón del hombre.

Muchos jóvenes, lo saben muy bien, no “habitan el propio corazón”, viven “distraídamente”. Son atraídos por mil cosas; se encaminan a través de mil senderos y, sobre todo, son tiranizados y esclavizados por mil servidumbres. Habitan “en otra parte”; por todas partes, pero no en el corazón, con la consecuencia de impedir el encuentro con Dios que se realiza, sin embargo, en este lugar tan valioso, tan secreto: el corazón. En el corazón de cada persona, de hecho, existe una herida, un dolor grande que reclama ser escuchado, comprendido, sanado. Por eso Jesús tiene tanta necesidad, también hoy, de discípulos capaces de escuchar el corazón de la gente, especialmente de los jóvenes. Discípulos capaces de comprender, en medio de sus alegrías y sus miedos, una necesidad, no siempre expresada, de acercarse a él y de encontrarlo. Solo el discípulo que tiene una relación profunda con el Señor Jesús puede recibir, entre quienes lo buscan, a quien desea de verdad compartir su experiencia de Dios.

El discípulo que sigue a Jesús está llamado a facilitar el encuentro con Él de los que quieren verlo, conocerlo, amarlo. Esta es una misión delicada y maravillosa; y si no lo hacen ustedes, queridos jóvenes, ¿quién presentará a Jesús los sueños y las necesidades de sus compañeros, de sus amigos? ¿Quién les hará ver a Jesús? Les toca a ustedes indicar a sus amigos que Jesús es la luz que ilumina de sentido su búsqueda, que es el camino que Les conduce al corazón del Padre, que es la verdad que pone fuego en el corazón para vivir la vida con pasión.

Ustedes son el fuego de un nuevo Pentecostés, que quema y contagia a muchos de sus amigos. Juntos podrán luchar por la libertad allí donde falta, por la paz allí donde está amenazada, por la justicia allí donde es pisoteada, por la solidaridad allí donde es más necesaria. Ustedes podrán ser la conciencia crítica de la sociedad en la que viven. Levántense, salgan del cenáculo y marchen, porque el mundo los necesita.

Pero recuerden siempre que sólo Cristo es capaz de curar y cicatrizar las laceraciones profundas y sufrientes del corazón de los jóvenes. Así que, para que este encuentro resulte fecundo, se tiene que aceptar hacer un particular camino: es necesario pasar de la admiración al conocimiento, y del conocimiento a la intimidad; de la intimidad al enamoramiento; del enamoramiento al seguimiento y a la imitación.

El encuentro inicial se transforma, finalmente, en un verdadero encuentro cuando Jesús “se deja ver” y su Palabra desnuda el corazón del hombre liberándolo de percepciones enmascaradas y falseadas de Dios, de una visión incorrecta de sí mismos, de los demás, de los acontecimientos. Y es esto lo que les pasó a los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35). Caminaban con el rostro triste y el corazón decepcionado porque habían vivido junto a Jesús y la convivencia había despertado en ellos las mejores esperanzas. En cambio, su muerte en cruz había sepultado todas las expectativas y su fe. A lo largo del camino, Jesús se hace compañero de viaje compartiendo tristezas y amarguras y, al mismo tiempo, desvelándoles el sentido de lo sucedido releyendo con ellos la Escritura. Acomoda su paso a una paciente y sufrida búsqueda, abriéndoles gradualmente los ojos de su mente y de su corazón a la inteligencia de su misterio, de la historia y del mundo.

Su búsqueda es sincera, pero sus ojos para contemplar el Resucitado sólo se abren cuando Él repite el gesto que mejor lo identifica: “partir el pan”. Tal descubrimiento es fruto de su búsqueda, pero habría sido imposible sin la explicación de la escritura y el haberles ofrecido un signo por parte de Jesús. Sobre todo es un don: ellos “lo reconocieron” porque Jesús “se hizo reconocer”. El reconocer a Jesús en el invitado es el momento culminante del encuentro, pero no es el último. Hay un paso posterior que manifiesta la fecundidad del encuentro personal con Jesús, el que les lleva de la comunión a la misión, de la experiencia personal – “nos ardía el corazón” – al testimonio – “volvieron a Jerusalén donde encontraron a los Once reunidos”. Los discípulos vuelven al lugar donde se desarrollaba habitualmente sus vidas, pero con ojos nuevos y un corazón renovado.

Tampoco ustedes, mis queridos jóvenes, podrán vivir su fe de forma solitaria. Nuestra salvación está fuera de nosotros mismos; no la encontramos en la ciencia o en la economía o en la política, sino solo en Jesucristo muerto y resucitado por nosotros. Vuelvan con ojos nuevos y corazón nuevo al lugar donde Jesús, hoy, se hace presente y habita: la Iglesia. Encuentren a la comunidad de los creyentes, los que confiesan a Jesús como su Señor, la familia de sus discípulos, de los que comparten con Él la vida y la misión.

Queridos jóvenes, puede que muchas cosas de la Iglesia – en el contexto humano – los decepcionen. Puede incluso darse que se sientan incomprendidos, no tomados en serio. Es verdad; la Iglesia a veces nos decepciona, a veces nos turba, pero siempre nos fascina, porque es una realidad cuyos confines pasan por dentro de nosotros, porque es el abrazo de una madre a cada uno, el lugar visible de nuestra identidad, la zona de encuentro con el Dios de Jesucristo y con los hombres, a los que sentimos como nuestros hermanos y hermanas. Escuchen, las palabras de un padre que ha sufrido, pero ha amado siempre a la Iglesia: no, queridos jóvenes; ¡no se separen de la Iglesia! Ninguna realidad es tan rica de esperanza, de compasión, de amor.

La Iglesia no envejece jamás: su juventud es eterna. Es la continuación, la prolongación, la presencia actual de Cristo; el lugar donde Él dispensa la gracia, la verdad y la vida en el Espíritu. Les parte el pan de la Palabra y les ofrece los valiosos dones de los sacramentos, en especial la reconciliación y la Eucaristía. Sin la experiencia que se vive en ellos, el conocimiento de Jesús resulta inadecuado y escaso. Ellos son la memoria verdadera de Jesús: de lo que Él cumplió y obra hoy todavía por nosotros, de lo que significa para nuestra vida.

En la Reconciliación experimentamos la bondad de Dios que es el manantial de nuestra libertad interior y reconstruye y perfecciona el tejido de nuestra vida: se abren los ojos a una nueva creación y vemos lo que podemos llegar a ser según el proyecto y el anhelo de Dios. Es el sacramento de nuestro futuro, mucho más que del de nuestro pasado de pecadores. En la Eucaristía, que la comunidad cristiana celebra cada día, se prepara una doble mesa, donde el creyente reafirma la propia vida y se nutre del Único Señor que es Palabra y Cuerpo partido. En la Escritura y en la Eucaristía, la Iglesia reconoce, recibe y asimila el Cuerpo del Señor y se edifica ella misma como tal. A estos dones que se les ofrecen como gracia en la Iglesia hay que unir una actitud constante de contemplación y de oración. La contemplación, que se hace oración, es permanecer abiertos a toda la plenitud que el Padre quiere infundir en sus corazones, a través de su Espíritu Santo. Para ustedes hoy, evangelizadores y educadores de los jóvenes del tercer milenio, la Palabra proclamada y compartida, contemplada en la oración, es indispensable para crecer en la fe. Fe que ha de hacerse escucha del grito de los pobres, de los abandonados, de los excluidos, y traducirse en gestos de caridad concreta que hagan visible a Dios, a su Amor. En este amor, recibido gratuitamente, es donde se fundamenta la urgencia de evangelizar. Solo de un gran amor puede brotar una gran pasión por la salvación de los demás y la alegría de compartir la plenitud de una vida enraizada en Jesús. El que ha encontrado al Señor no puede quedarse en silencio. Lo debe proclamar. Quedarse callados significaría matarlo una segunda vez. Vayan, queridos jóvenes discípulos de Cristo, y muestren al mundo que la fe lleva a una felicidad y a una alegría que son verdaderas, plenas, duraderas.

En el Bicentenario de mi nacimiento, quiero renacer con ustedes para continuar haciendo de los jóvenes la razón de mi vida, la valiosa heredad que me ha tocado en suerte, mi misión. Con ustedes quiero amarlos con el mismo amor que podemos experimentar en el corazón del Buen Pastor. Esto es posible, incluso si las condiciones sociales y culturales han cambiado. Como es mi costumbre, no utilizaré formas abstractas, teóricas o ideológicas; sino que acudiré a la pedagogía de la bondad que pone la educación en un incesante proceso de adaptación, de conversión humana, espiritual, pastoral, sabiendo aceptar todos los cambios pero llevándolos hasta las razones más verdaderas y profundas del crecimiento humano y de la maduración cristiana. Estoy cada vez más convencido de que la educación es una cosa del corazón, o mejor, que el corazón debe ser educado, porque en el amor se juegan la vida los jóvenes.

En el año de la fe, quiero estar con ustedes en esta estupenda misión que implica a toda la Iglesia. A cada uno de ustedes les digo las mismas palabras que repetí a mis jóvenes de Valdocco: “Uno solo es mi deseo: verlos felices en el tiempo y en la eternidad”. Para que sean felices y la Buena Noticia de la salvación sea recibida por todos, busquen el hacerse amar. Para que tú, joven creyente y misionero de Cristo puedas ser feliz, considerado creíble y con autoridad, ¡Busca hacerte amar! Juntos, para los jóvenes, seremos humildes y valientes anunciadores del Evangelio, por la fe y con amor. Así les sueño, queridos amigos: “jóvenes para los jóvenes”, compañeros de Jesús y testigos suyos, llenos de entusiasmo por todo lo que es la vida, pero profundamente enraizados en la vida del Señor Jesús.

Confío con todo mi corazón estas palabras, como don del Bicentenario, a María, la Madre de Jesús. A Ella, que “ha creído que las palabras del Señor se cumplirían” (Lc 1, 45), y se ha entregado a sí misma a Dios, por amor al Hijo y a los hijos. María, inspiradora y sostenedora de nuestra Familia, despierte el corazón filial que duerme en cada hombre, el hombre nuevo, el pueblo nuevo, la Iglesia. Queridos jóvenes, María Inmaculada Auxiliadora les dé el sentido vivo de Cristo, un gran amor apostólico para comunicar las riquezas de su ministerio, la inteligencia creativa y la competencia pedagógica para educar a sus amigos en la fe de Cristo. Este será, para ustedes, el modo de responder a los desafíos de la Nueva Evangelización. María, la Madre de Jesús, nuestra querida Madre, interceda para que nuestro testimonio de creyentes y educadores sea siempre creíble.

Los bendigo, los invito para la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, a mitad de julio; y les saludo, abrazándolos a todos con el afecto de padre, de hermano y de amigo.

Valdocco, 31 Enero 2013

(fuente: www.donbosco.org.ar)

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