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lunes, 27 de mayo de 2013

La bendición, símbolo y catolicismo popular

El “bendecir” es una de las más antiguas tradiciones de la Iglesia.

No se trata, claro, de una costumbre exclusiva del catolicismo. Los bendicionales pertenecen a una enorme variedad de tradiciones religiosas y culturales.

Con distintos nombres y diversidad de formas, existen rituales y expresiones de bendición en casi todas las tradiciones religiosas.

Se trata, según parece, de algo naturalmente asociado a cualquier vínculo con lo sagrado. Y por eso, seguramente, se observa tanto afecto por las bendiciones de parte de las mujeres y varones que participan del universo al que llamamos catolicismo popular.


1. En la Biblia se mencionan desde el primero de sus libros.

En el mítico relato de la creación, Dios bendice a los seres vivientes que llenarán las aguas; bendice al varón y la mujer apenas creados; bendice y consagra al séptimo día…

A lo largo de todo el Antiguo Testamento encontramos numerosas citas que mencionan esta pluricultural y multisecular costumbre. Dios bendice a las personas y las personas bendicen a Dios. También las personas bendicen a otras personas: los patriarcas a sus pueblos, los padres a sus familias, los sacerdotes a los creyentes.

En los Evangelios nos encontramos con Jesús bendiciendo a unos niños mientras pone sus manos sobre ellos (Mc 10, 13-16); bendiciendo el pan en la última cena (Mt 26,26), o bendiciendo a sus discípulos “alzando las manos” en momentos previos de la ascensión (Lc 24,50).

Es posible distinguir al menos tres tipos de bendiciones:

• Las bendiciones que expresan alabanza o agradecimiento dirigidos a Dios.
 • Las bendiciones que expresan un deseo de bien o felicidad para quien la recibe.
 • Las bendiciones que expresan la santificación o la dedicación de una persona o cosa entregada a Dios.

Es fácil notar cómo esos tres tipos de bendiciones permanecen en la actualidad, los tres están incluidos en las liturgias ordinarias y los últimos dos, suelen ser muy requeridos a los sacerdotes o ministros en el ámbito del catolicismo popular.


2. Decir bien

Un brevísimo repaso por la etimología del vocablo “bendición”, podrá ayudarnos a introducirnos más y mejor en este asunto.

Parece que ninguna de las palabras antiguas expresa por sí sola todo lo que encierra nuestro actual concepto de bendición.

EL verbo hebreo barak, tan utilizado en el Antiguo Testamento y traducido al castellano por “bendecir”, significaba el deseo de dotar a alguien con el éxito, la prosperidad, la fecundidad… Ese es el sentido claro que aparece en el Génesis cuando Dios bendice al varón y a la mujer recién creados. Como puede observarse, su acento está puesto en el segundo de los tipos de bendiciones mencionados.

Ese verbo (barak) ha sido traducido por el griego eulogein cuyo significado clásico no era estrictamente el de desear el bien, sino el de decir bien, hablar con elegancia. Finalmente, el eulogein griego se tradujo al latín por la palabra benedicere de significado similar: hablar bien; pero no en un sentido estilístico del lenguaje sino hablar bien de algo o de alguien. El término latino benedictio (bendición) se extendió en el uso eclesiástico hasta comprender no sólo al barak hebreo sino también a los otros sentidos con los que hoy utilizamos la palabra bendición. Observemos que el bendecir una cosa o lugar, no puede significar de modo directo el desearle el bien, la prosperidad o la felicidad a esa cosa, sino más bien su consagración en función del bien de quien la utilice. Tampoco el bendecir a Dios significa desearle el bien –¿qué sentido tendría?– sino que designa una actitud de alabanza o de acción de gracias.


3. El pedido de bendición

Comencemos a centrarnos en el punto que especialmente nos interesa.

¿Qué piden las personas cuando piden una bendición? ¿Qué es lo que realmente se les “da” cuando se las bendice?

Habría que distinguir, ciertamente, entre la bendición de personas y la bendición de objetos; aunque para ambos casos cabría el mismo interrogante: ¿qué realidad nueva o, si se quiere, qué “plus” de realidad le otorga una bendición al objeto o persona bendecida? ¿Le confiere, objetivamente hablando, alguna característica que antes no tenía?

Pero no nos adelantemos, volvamos a la pregunta inicial: ¿qué piden las personas cuando piden una bendición?

Aún sin contar con un trabajo de campo sistematizado, parece razonable afirmar que ese pedido responde al anhelo de experimentarse especialmente protegidas o cuidadas por Dios. Las personas bendecidas, entonces, estarían en mejores condiciones que las no bendecidas para enfrentar tanto las vicisitudes de la vida diaria como algún hecho extraordinario o particular que tengan por delante: salir de viaje, someterse a una operación, asistir a una entrevista de trabajo, ir de misión…

Algo similar parece ocurrir con la bendición de los objetos religiosos, así como con las viviendas, los comercios, los automóviles u otros bienes por el estilo.

Tener una estampa, una medalla o un rosario bendecidos, no es lo mismo que tenerlos sin bendecir. Parece que estos objetos bendecidos poseen una mayor cercanía con lo divino, pasan a tener una dignidad diferencial que los convierte en instrumentos privilegiados de mediación con Dios. Esto, claro, en el mejor de los casos –que intuyo son la mayoría–; en otros, la bendición de un objeto lo lleva un poco más lejos, lo conduce a transformarlo en elemento de protección personal, algo no muy distinto a un amuleto o talismán. Claro que con una diferencia importante. Su calidad “protectora” no le viene de algún relato mítico-cultural, como en la pata de conejo, sino del mismísimo Dios.

Podemos decir, en breve e inicial síntesis, que quien pide una bendición, está anhelando situarse en una mayor inmediatez personal con Dios que la que antes tenía. Tal inmediatez diferencial, ciertamente, ofrecería un mayor estado de amparo y protección.

Veamos ahora qué es lo que a las personas se le “da” cuando se las bendice.

Más allá de las expresiones particulares que utilice el ministro, lo que en todos los casos está haciendo, es invocando la protección de Dios para la persona o conjunto de personas a las que bendice. “Toda bendición es alabanza de Dios y oración para obtener sus dones…” (Catecismo de la Iglesia católica, 1671). Tenemos en claro, por tanto, que el ministro no confiere ningún don especial a la persona u objeto por él bendecida. No es portador de ningún poder particular que pueda ser transferido mediante el acto propio de la bendición. Así, lo que efectivamente se le da a la persona que se bendice, no es ninguna cosa que se la añada a su ser desde el exterior, nada que –objetivamente– se le agregue o modifique. Otra cosa es que, desde la subjetividad de la persona, ésta pase a experimentarse más cerca y cuidada por Dios que antes de ser bendecida.

Ocurre lo mismo con los objetos religiosos o de otro tipo (viviendas, automóviles…). Nada se les incorpora ni se metamorfosean. Siguen siendo idénticos a lo que eran antes de ser bendecidos. Lo que sí puede modificarse es el tipo de relación de las personas con esos objetos.

Hasta aquí no hice más que sintetizar, y de modo muy escueto, algunas consideraciones genéricas sobre las bendiciones. Me interesa ahora avanzar sobre otras de tipo pastoral.


4. Bendición y símbolo

Como ya dijimos, y como bien sabemos, en el universo del catolicismo popular existe un enorme afecto por las bendiciones. Tal afecto, ha conducido a que en la pastoral popular en general (peregrinaciones, celebraciones…), y en la de los santuarios en particular, las liturgias bendicionales se hayan convertido poco menos que en su centro.

Esta centralidad de las bendiciones resulta más que razonable: es lo que la gente va a buscar y es lo que se les ofrece. Ponerse en línea con el sentir popular es lo primordial en una pastoral destinada a ese sector. Sin embargo, anida la sospecha que esta misma voluntad por sintonizar con el deseo de la gente, puede estar promoviendo una concepción desajustada sobre los “efectos” de las bendiciones y, por tanto, sobre la asistencia divina. Me explico.

Lo propio del talante popular es el lenguaje simbólico. Sin expresarlo en conceptos, los más sencillos (los de fe sencilla) saben que la bendición es un símbolo. En la bendición, o en las cosas benditas, descubren de modo peculiar la presencia del Dios con el que conviven. No esperan que la bendición los haga más buenos, ni más felices, ni más ricos, ni más sanos, ni más prolíficos. Es un dato vivido de la realidad, que el pobre bendecido sigue siendo pobre por más agua bendita que reciba. (Si el estado de injusticia en el que viven las tres cuartas partes de la humanidad dependiese de que esas personas reciban bendición alguna, dos cosas quedarían muy claras: primero que la solución de la pobreza la tenemos en la mano, y segundo, que el Dios en el que creemos no es tan bueno como decimos). Vale decir entonces, que en la generalidad del catolicismo popular (aunque hay casos y casos), no se espera que la bendición aporte un plus exógeno de realidad, un don divino que trastoque el curso de su historia personal haciéndolo más bueno, con más vitalidad o más rico, aunque se sueñe con ello. Se sabe, con sabiduría existencial, que la bendición es una manifestación externa y ocasional del querer eterno de Dios para todos sus hijos: que sean prósperos, felices, sanos y fecundos.

Ahora bien, la sospecha a la que hago referencia, tiene que ver con la habitual tendencia conceptualista a entificar a los símbolos, es decir, a “convertirlos” en las cosas por ellos simbolizadas.

En el asunto que tratamos ahora, la bendición (símbolo de la presencia protectora de Dios) tiende a entificarse en acción directa de Dios, a considerarse –más o menos explícita o implícitamente y con mayor o menor conciencia– que la bendición en sí misma otorga algún don particular capaz de transformar, como acción venida desde afuera, el curso natural de las personas o de las cosas bendecidas.


5. Cambio de época

La hipótesis de que la humanidad se encuentra en un cambio de época, parece instalada definitivamente. A estas alturas, ya se ha convertido poco menos que en “lugar común” no sólo entre investigadores sociales sino en los mismos documentos de la Iglesia (véase, por ejemplo, Aparecida, 44 y siguientes).

El que se hable tanto de ello, sin embargo, no ha implicado hasta el momento la producción de significativas pautas pastorales específicas que tengan este dato en consideración. En lo que sí se suele hacer hincapié, es en la necesidad de contrastar con discursos y acciones misionales-evangelizadoras, los elementos que se describen como negativos de la cultura emergente. En especial, a todo lo que involucra el denominado relativismo ético y/o religioso.

A mi entender, una de las significativas características de este cambio de época al que asistimos y protagonizamos, es el del extrañamiento o dilución del universo simbólico con el que hemos convivido hasta ahora. Y ello no sólo entre las elites (económicas y religiosas), sino también entre las personas más pobres. (La reciente encuesta nacional realizada por el CONICET sobre “Creencias y actitudes religiosas en Argentina”, indica que el 11.2% de las personas sin estudios se declara como “indiferente” ante lo religioso y el 10.4% participa de cultos evangélicos).

Los símbolos, en cuanto objeto, gesto o relato, no desaparecen por completo, pero tienden a perder su carácter específico, el simbólico. Se produce una especial distorsión en su dimensión pragmática, es decir, en el uso y la actitud del sujeto (personal o colectivo) con relación a ellos. Cuando esta actitud no es de apertura, cuando no permite trascender al objeto-símbolo en cuanto tal, se lo cierra sobre sí mismo y se lo absolutiza: pasa de símbolo a cosa.

Llegados a este punto, o se lo rechaza por absurdo al identificarlo como un fetiche o, por reacción y celo religioso (crítica al relativismo), se le otorga un valor desmesurado más o menos próximo al fetiche que se pretende criticar. Y esto no se produce sólo en el ámbito eclesiástico-institucional, sino también en el eclesial-popular.

Nada de esto es nuevo. Ha ocurrido en todas las épocas y lugares. Sin embargo, parece que en los tiempos llamados axiales, tiempos de transformaciones culturales profundas en los que emergen paradigmas alternativos para suplir a los que se agotan, esta distorsión del universo simbólico se produce de un modo mucho más intenso.

Por su parte, la puja entre la resistencia al cambio y el cambio mismo, provoca toma de posiciones más o menos concientes-inconcientes que van inflexibilizando actitudes y discursos.

El simplísimo caso que constituyen las bendiciones, que es al que nos estamos refiriendo, bien puede comprenderse como una manifestación –casi imperceptible– de los resultados de esa puja.


6. Revivificar el lenguaje simbólico

Tengo la sospecha, como dije más arriba, de que se esté promoviendo una concepción desajustada sobre la asistencia divina. Y ello, entre otras cosas, por una mayor o menor absolutización del símbolo que es la bendición.

Sin que se lo diga expresamente, la práctica pastoral ordinaria parece dejar señales sobre un cierto valor per se de la bendición, como si el gesto bendicional por sí mismo otorgara una adicional protección de Dios a la persona o al objeto que lo recibe.

Es que el don de Dios no conoce de reclamos bendicionales. ¿Qué padre le daría más protección al hijo afectuoso y demandante que al retraído y silencioso? ¿Qué padre le da comida sólo al hijo que se la pide? ¿Qué padre dejaría de atender a su hijo enfermo sólo porque éste no reclama su atención?

Por otra parte, si el deseo del ministro que bendice “movilizara” a Dios a tener una actitud más compasiva, cuidadosa o protectora hacia el bendecido, nos hallaríamos ante el absurdo de creer en un Dios que aún puede ser más cuidadoso, más compasivo o más protector de lo que ya es. O de un Dios que, de tanto en tanto y sin avisarnos, se nos escapa y nos abandona.

¿Cómo entender, entonces, a las bendiciones y cómo realizarlas para evitar su posible distorsión en el contexto del cambio epocal?

Me parece que la clave está en la revivificación del lenguaje simbólico que es el específico del ámbito religioso; en abandonar las pretensiones conceptualistas que intentan dejar todo bien atado en ideas claras y distintas. Ese es, a mi entender, el camino más conducente en nuestro contexto socio-religioso para atravesar este tiempo de transformación cultural. Pero no para sostener tradiciones ni respuestas inamovibles, sino porque el lenguaje simbólico es el originario con el que se dice toda experiencia religiosa.

Volviendo a las bendiciones: ellas explicitan, hacen patente, ponen de manifiesto de modo sensible y en momentos extraordinarios (que pueden ser muchísimos y de lo más variados), la presencia ordinaria, habitual y creadora de Dios. Es esa explicitación simbólica la que favorece el recuerdo (entendido como un volver a lo que ya está en el corazón) de aquella presencia creadora que recién mencionamos, y es eso lo que fortalece, lo que anima, lo que provoca la experiencia subjetiva de una particular protección de Dios. Es como el abrazo que le da el hijo pequeño a su madre; manifestación sensible de un amor que trasciende a ese abrazo y que, aunque no haga más grande al amor que ya existe, lo fortalece en la experiencia existencial del niño.

El cómo hacerlas, dependerá de cada lugar y contexto; pero en todos los casos habrá que velar por su no-cosificación, que este símbolo –tan apreciado por las personas de fe sencilla– pueda seguir siendo un símbolo.

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