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jueves, 27 de enero de 2011

Carta de Don Bosco a la comunidad salesiana del Oratorio de Turín-Valdocco

CARTA DEL 10 DE MAYO DE 1884

(Textos en castellano tomados de Juan BOSCO, El sistema preventivo en la educación. Memorias y ensayos. Edición y estudio introductoria de José Manuel Prellezo García, Madrid, Biblioteca Nueva, 2004)

Roma, l0 mayo 1884

Mis queridísimos hijos en Jesucristo:

Cerca o lejos siempre pienso en vosotros. Uno solo es mi deseo: el de veros felices en el tiempo y en la eternidad. Este pensamiento, este deseo me animaron a escribiros esta carta. Siento, queridos míos, el peso de la lejanía de vosotros y no veros y no oíros me ocasionan una pena que no podéis imaginar. Por eso habría deseado escribiros esta carta hace una semana, pero las continuas ocupaciones me lo impidieron. Sin embargo, aunque faltan pocos días para mi vuelta, quiero anticipar mi ida entre vosotros, al menos por carta, al no poder hacerlo en persona. Son las palabras de quien os ama tiernamente en Jesucristo y tiene el deber de hablaros con la libertad de un padre. Y vosotros me los permitiréis, ¿no es verdad? Y me prestaréis atención y pondréis en práctica lo que voy a deciros.
He afirmado que vosotros sois el único y el continuo pensamiento de mi mente. Pues bien, una de las noches pasadas, me había retirado a mi habitación y, mientras me disponía para ir a descansar, había empezado a decir las oraciones que me enseñó mi buena madre. En aquel momento, no sé exactamente si vencido por el sueño o fuera de mí por una distracción, me pareció que se me ponían delante dos de los antiguos jóvenes del Oratorio. Uno de estos dos se me acercó y después, de haberme saludado afectuosamente, me dijo:

—Oh, Don Bosco, ¿me conoce?
—Claro que te conozco: respondí.
—¿Y se acuerda todavía de mí?, añadió aquel hombre.
—De ti y de todos los demás. Tú eres Valfré, y estabas en el Oratorio antes de 1870.
—¡Vaya! continuó Valfré, ¿quiere ver a los jóvenes que estaban en el Oratorio en mis tiempos?
—Sí, házmelos ver, respondí yo; me dará un enorme placer.

Y Valfré me mostró a todos los jóvenes con las mismas facciones y con la estatura y la edad de aquel tiempo. Me parecía estar en el antiguo Oratorio a la hora del recreo. Era una escena llena de vida, toda movimiento, toda alegría. Uno corría, otro saltaba, otro hacía saltar. En un sitio se jugaba a la rana, en otro a la barra rota y al balón. En un lugar se había reunido un grupo de jóvenes que pendían de los labios de un sacerdote que les contaba una historieta. En otro lugar un clérigo en medio de otros jóvenes jugaba al burro vuela y a los oficios. Se cantaba, se reía por todas partes y en todas partes clérigos y sacerdotes, y alrededor de ellos los jóvenes alborotaban alegremente. Se veía que entre los jóvenes y los superiores reinaba la mayor cordialidad y confianza. Yo estaba encantado con aquel espectáculo, y Valfré me dijo:

—Mire: la familiaridad produce amor, y el amor produce confianza. Esto abre los corazones y los jóvenes manifiestan todo sin temor a los maestros, a los asistentes y a los superiores. Son francos en la confesión y fuera de la confesión y se ofrecen con docilidad a todo lo que les quiera mandar aquel del que saben con seguridad que los quiere.

En aquel momento se acercó a mí el otro antiguo alumno mío que tenía la barba blanca y me dijo:

—Don Bosco, ¿quiere ahora conocer y ver a los jóvenes que están ahora en el Oratorio? (Éste era Giuseppe Buzzetti).
—¡Sí!, respondí yo; ¡porque hace ya un mes que no los veo!

Y me los señaló. Vi el Oratorio y a todos vosotros que hacíais recreo. Pero no oía ya gritos de alegría y cantos, no veía ya aquel movimiento, aquella vida como en la primera escena. En los actos y en las caras de muchos jóvenes se leían un tedio, un cansancio, un disgusto, una desconfianza que apenaban mi corazón. Es verdad que vi a muchos que corrían, que jugaban, que se movían con una feliz espontaneidad, pero veía a otros, y no pocos, que estaban solos, apoyados en las columnas, dominados por pensamientos tristes; otros estaban por las escaleras o en los pasillos o en la barandilla de la parte del patio para sustraerse al recreo común; otros paseaban lentamente en grupos, hablando en voz baja entre ellos, echando miradas alrededor, sospechosas y malignas. A veces sonreían, pero con una sonrisa acompañada de miradas que hacían no sólo sospechar, sino creer que San Luis habría enrojecido si hubiese estado en compañía de ellos; también entre los que jugaban había algunos tan desganados, que hacían ver claramente que no encontraban agrado en los juegos.

—¿Has visto a tus jóvenes?, me dijo aquel antiguo alumno.
—Los veo, respondí suspirando.
—¡Qué diferentes son de como éramos nosotros entonces!, exclamó aquel viejo alumno.
—¡Por desgracia! Cuánta desgana en este recreo.
—Y de aquí proviene la frialdad de muchos en acercarse a los santos sacramentos, el descuido de las prácticas de piedad en la iglesia y en otras partes; el estar a disgusto en el lugar en el que la Divina Providencia los llena de todo bien para el cuerpo, para su alma, para la mente. De aquí que no correspondan muchos a su vocación; de aquí las ingratitudes hacia los superiores; de aquí los secretos y las murmuraciones, con todas las otras consecuencias deplorables.

—Entiendo, comprendo, respondí yo. Pero ¿cómo se puede animar a estos mis queridos jóvenes, para que vuelvan a tener la viveza antigua, alegría, expansión?
—¡Con el amor!
—¿Amor? ¿Pero no se ama bastante a mis jóvenes? Tú sabes que yo los amo. Tú sabes lo que he sufrido y soportado a lo largo de cuarenta años y lo que aguanto y sufro aún ahora. Cuántos fastidios, cuántas humillaciones, cuántas oposiciones, cuántas persecuciones para darles pan, casa, maestros y, especialmente, para procurarles la salvación de sus almas. He hecho cuanto he sabido y podido por ellos que constituyen el afecto de toda mi vida.
—¡No hablo de ti!
—¿De quién, entonces? ¿De los que hacen mis veces? ¿De los directores, prefectos, maestros, asistentes? ¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo? ¿Cómo consumen sus jóvenes años por los que les confió la divina Providencia?
—Lo veo, me doy cuenta; pero esto no basta: falta lo mejor.
—¿Qué falta entonces?
—Que los jóvenes no sólo sean amados, ¡sino que ellos mismos se den cuenta de que son amados!
—¿Pero no tienen ojos en la cara? ¿No tienen la luz de la inteligencia? ¿No ven que lo que se hace por ellos es todo por amor a ellos?
—No, lo repito; eso no basta.
—¿Qué hace falta entonces?
—Que amándolos en las cosas que les agradan, participando en sus inclinaciones infantiles, aprendan a ver el amor en las cosas que naturalmente les agradan poco; como son la disciplina, el estudio, la mortificación de sí mismos, y que aprendan a hacer estas cosas con amor.
—¡Explícate mejor!
—Observa a los jóvenes en el recreo.
Observé y después repliqué: —¿Y qué hay de especial que ver?
—¿Hace tantos años que está educando y no entiende? ¡Mire mejor! ¿Dónde están nuestros Salesianos?
Observé y vi que muy pocos sacerdotes y clérigos se mezclaban entre los jóvenes y menos aún tomaban parte en sus diversiones. Los superiores no eran ya el alma del recreo. La mayor parte de ellos paseaban hablando entre ellos, sin fijarse en lo que hacían los alumnos; otros miraban el recreo sin preocuparse de los jóvenes; otros vigilaban así, de lejos, sin llamar la atención al que cometía alguna falta; alguno sí llamaba la atención, pero con actitud amenazadora y eso raramente. Había algún salesiano que hubiera querido meterse en algún grupo de jóvenes, pero vi que aquellos intentaban estudiadamente alejarse de los maestros y de los superiores.

Entonces aquel amigo mío prosiguió:

—En los viejos tiempos del Oratorio, ¿no estaba usted siempre en medio de los jóvenes y especialmente a la hora de los recreos? ¿Se acuerda de aquellos hermosos años? Era una alegría de paraíso, una época que recordamos siempre con amor, porque el amor era lo que servía de regla, y nosotros no teníamos secretos para usted.
—¡Es verdad! Y entonces todo era alegría para mí y en los jóvenes un impulso para acercarse a mí para hablarme, y un ansia viva de oír mis consejos y ponerlos en práctica. Pero veo que ahora las audiencias continuas y los asuntos multiplicados y mi salud me lo impiden.
—Está bien; pero si usted no puede, ¿por qué los salesianos no se convierten en imitadores suyos? ¿Porqué no insiste, no exige que traten a los jóvenes como los trataba usted?
—Yo hablo, echo los pulmones, pero por desgracia muchos no se sienten con ganas de trabajar como entonces.
—Y, por tanto, descuidando lo menos pierden lo más y este más son sus fatigas. Que amen lo que gusta a los jóvenes y los jóvenes amarán lo que gusta a los superiores. Y de este modo será fácil su fatiga. La causa de este cambio en el Oratorio es que un cierto número de jóvenes no tiene confianza con sus superiores. Antes, los corazones estaban todos abiertos a los superiores, a los que los jóvenes amaban y obedecían prontamente. Pero ahora se considera a los superiores como superiores y no ya como padres, hermanos y amigos; por tanto se les teme y se les ama poco. Por eso, si se quiere hacer un solo corazón y un alma sola por amor de Jesús, hace falta que se rompa esa barrera fatal de la desconfianza y sustituya a ésta una confianza cordial. Que la confianza guíe, por tanto, al alumno como la madre guía a su hijito. Entonces reinarán en el Oratorio la paz y la alegría antigua.
—¿Qué hacer, pues, para romper esa barrera?
—Familiaridad con los jóvenes, especialmente en los recreos. Sin familiaridad no se demuestra el amor y, sin esta demostración, no puede haber confianza. El que quiera ser amado hace falta que haga ver que ama. Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras debilidades. He ahí el maestro de la familiaridad. El maestro al que se ve sólo en la cátedra es maestro y nada más, pero, si comparte recreo con los jóvenes, se hace como hermano. Si se ve a uno sólo predicar desde el púlpito, se dirá que no hace ni más ni menos que su deber, pero si dice una palabra en el recreo es la palabra de uno que ama. Cuántas conversiones provocaron algunas palabras suyas hechas oír de improviso al oído de un joven, mientras se divertía. El que sabe que se le ama, ama; y el que es amado, obtiene todo, especialmente de los jóvenes. Esta confianza introduce una corriente eléctrica entre los jóvenes y los superiores. Los corazones se abren y hacen conocer sus necesidades y manifiestan sus defectos. Este amor hace soportar a los superiores las fatigas, los tedios, las ingratitudes, las molestias, las faltas, las negligencias de los jóvenes. Jesucristo no partió la caña rota, ni apagó la mecha que echaba humo. El es nuestro modelo.

Entonces no se verá ya quien trabaje por vanagloria; quien castigue sólo para vengar el amor propio ofendido; quien se retire del campo de la vigilancia por el celo de una preponderancia que teme de otro; quien murmure de los demás queriendo que los jóvenes le aprecien y quieran, excluidos todos los demás superiores y ganándose desprecio e hipócritas zalamerías; quien se deje robar el corazón por una criatura y, por hacerle la corte, descuide a todos los demás muchachos; quien por amor a la propia comodidad no aprecie el deber estrechísimo de la vigilancia, quien por un vano respeto humano se abstenga de llamar la atención a quien se deba. Si hay ese amor verdadero, no se buscará más que la gloria de Dios y la salvación de las almas. Cuando languidece ese amor es cuando las cosas no van ya bien. ¿Por qué se quiere sustituir el amor con la frialdad de un reglamento? ¿Por qué se alejan los superiores de la observancia de las reglas de educación que les ha dado Don Bosco? ¿Por qué el sistema de prevenir con la vigilancia y el cariño los desórdenes se va sustituyendo poco a poco por el sistema menos pesa¬do y más rápido para el que manda de establecer leyes que se mantienen con los castigos, encienden odios y producen disgustos; si se descuida hacerlas observar, producen desprecio hacia los superiores y son causa de gravísimos desórdenes?

Y esto sucede necesariamente si falta la familiaridad. Si se quiere, pues, que el Oratorio vuelva a la antigua felicidad, póngase en vigor el antiguo sistema; que el Superior sea todo para todos, dispuesto a escuchar siempre cualquier duda o queja de los jóvenes, todo mirada para vigilar paternalmente su conducta, todo corazón para buscar el bien espiritual y temporal de los que la Providencia le ha confiado. Entonces los corazones no estarán ya cerrados y no reinarán ya ciertos secretos que matan. Sólo en caso de inmoralidad sean los superiores inexorables. Es mejor correr el peligro de echar de casa a un inocente que retener a un escandaloso. Que los asistentes consideren un estricto deber de conciencia referir a los superiores todas las cosas que conozcan que son de cualquier modo ofensa de Dios.

Entonces le pregunté:
—¿y cuál es el mejor medio para que triunfen esa familiaridad y ese amor y confianza?
—La observancia exacta de las reglas de la casa.
— ¿Y nada más?
—El mejor plato de una comida es el de la buena cara.

Mientras terminaba de hablar de este modo mi antiguo alumno, y yo seguía observando con vivo disgusto aquel recreo, me fui sintiendo poco a poco oprimido por un gran cansancio que iba creciendo cada vez más. Esta opresión llegó al punto de que no pude resistir más, me sentí sacudido y me desperté. Me encontré de pie junto a la cama. Mis piernas estaban tan hinchadas y me dolían tanto, que no podía estar de pie. Era muy tarde y, por tanto, me fui a la cama, decidido a escribir estas líneas a mis queridos hijos.

Yo deseo no tener estos sueños porque me cansan demasiado. Al día siguiente me sentía deshecho y no deseaba más que llegase la hora de poder descansar la noche siguiente. Pero he aquí que apenas me acosté, volvió a comenzar el sueño. Tenía delante el patio, los jóvenes que están ahora en el Oratorio, y el mismo antiguo alumno del Oratorio. Yo empecé a preguntarle:

—Lo que me dijiste lo haré saber a mis salesianos; pero a los jóvenes del Oratorio, ¿qué debo decirles?

Me respondió:

—Que se den cuenta de todo lo que los superiores, los maestros, los asistentes sufren y se esfuerzan por su amor, porque si no fuese por su bien no se someterían a tantos sacrificios; que recuerden que la humildad es la fuente de toda tranquilidad; que sepan soportar los defectos de los demás porque en el mundo no se encuentra la perfección, sino que sólo se da en el paraíso; que dejen las murmuraciones porque enfrían el corazón; y sobre todo que procuren vivir en la santa gracia de Dios. Quien no tiene paz con Dios no tiene paz consigo, no tiene paz con los demás.
—Entonces, ¿tú me dices que hay entre mis jóvenes algunos que no están en paz con Dios?
—Ésta es la primera causa del mal humor, entre las otras que tú sabes, a las que debes poner remedio, y que no hace falta que te diga ahora. Efectivamente, no desconfía más que el que tiene secretos que guardar, más que el que teme que estos secretos lleguen a conocerse, porque sabe que sufriría por ello vergüenza y desprecio. Al mismo tiempo, si el corazón no está en paz con Dios permanece angustiado, inquieto, no sufre la obediencia, se irrita por nada, le parece que toda va mal y, ya que él no tiene amor, cree que los superiores no le aman.
—Y, sin embargo, querido mío, ¿no ves cuánta frecuencia de confesiones y comuniones hay en el Oratorio.
—Es verdad que la frecuencia de las confesiones es grande, pero lo que falta radicalmente, en muchos jóvenes que se confiesan, es la fidelidad a los propósitos. Se confiesan, pero siempre de las mismas faltas, de las mismas ocasiones próximas, de los mismos malos hábitos. Las mismas desobediencias, los mismos descuidos de sus deberes. Así se va adelante por meses, y hasta por años así siguen algunos hasta la 5ª de segunda enseñanza. Son confesiones que valen poco o nada; por tanto no dan paz y, si un joven fuese llamado en ese estado al tribunal de Dios, sería un asunto serio.
—¿Y hay muchos de éstos en el Oratorio?
—Pocos en relación con el gran número de jóvenes que hay en la casa… Observe.
Y me los señalaba.

Yo miré y vi a esos jóvenes uno a uno. Pero en estos pocos vi cosas que amargaron profundamente mi corazón. No quiero ponerlas sobre el papel, pero, cuando esté de vuelta, quiero decírselas a cada uno de los que allí estaban. Aquí os diré sólo que es tiempo de rezar y de tomar firmes resoluciones; proponer no con palabras sino con hechos, y hacer ver que los Comollo, los Domingo Savio, los Besucco y los Saccardi viven todavía entre nosotros.

Por último pregunté a aquel amigo:
—¿Tienes algo más que decirme?
—Predica a todos, grandes y pequeños, que recuerden siempre que son hijos de María Santísima Auxiliadora. Que ha sido ella misma la que los ha reunido aquí para alejarlos de los peligros del mundo, para que se amen como hermanos y para que den gloria a Dios y a ella con su buena conducta. Que es la Virgen la que les provee de pan y de medios para estudiar con infinitas gracias y portentos. Que recuerden que están en la víspera de la fiesta de su Santísima Madre y que con su ayuda debe caer esa barrera de desconfianza que el demonio ha sabido levantar entre los jóvenes y los superiores y de la que sabe valerse para la ruina de algunas almas.
—¿Y lograremos eliminar esa barrera?
—Sí, sin duda, con tal de que mayores y pequeños estén dispuestos a sufrir alguna pequeña mortificación por amor de María y pongan en práctica lo que les he dicho.
Mientras tanto, yo seguía mirando a mis jóvenes y, ante el espectáculo de los que veía encaminados hacia la eterna perdición, sentí tal angustia en el corazón, que me desperté. Desearía contaros aún muchas cosas importantísimas que vi, pero el tiempo y las circunstancias no me lo permiten.

Concluyo: ¿Sabéis qué desea de vosotros este pobre viejo que por sus queridos jóvenes ha consumido toda su vida? Nada más que, hechas las debidas proporciones, vuelvan los días felices del antiguo Oratorio. Los días del amor y de la confianza cristiana entre los jóvenes y los superiores; los días del espíritu de condescendencia y sufrimiento por amor de Jesu¬cristo de los unos hacia los otros; los días de los corazones abiertos con toda sencillez y candor, los días de la caridad y de la alegría para todos.

Necesito que me consoléis, dándome la esperanza y la promesa de que haréis todo lo que deseo por el bien de vuestras almas. Vosotros no sabéis bien qué suerte habéis tenido al haber sido acogidos en el Oratorio. Ante Dios os aseguro: basta que un joven entre en una casa salesiana para que la Virgen Santísima lo tome inmediatamente bajo su protección especial. Pongámonos, pues, todos de acuerdo. La caridad de los que mandan y la caridad de los que tienen que obedecer hagan reinar entre nosotros el espíritu de San Francisco de Sales. Queridos hijos míos, se acerca el tiempo en el que tengo que separarme de vosotros y partir para mi eternidad (Nota del Secretario. En este momento, Don Bosco dejó de dictar; los ojos se le llenaron de lágrimas, no por sufrimiento, sino por la inefable ternura que transparentaba su mirada y el sonido de su voz: después de algunos momentos continuó). Por tanto, yo deseo dejaros, sacerdotes, clérigos, jóvenes queridísimos en el camino del Señor en el que él mismo os desea. A este fin el Santo Padre al que vi el viernes, 9 de mayo, os envía de todo corazón su bendición.

El día de la fiesta de María Auxiliadora me encontraré con vosotros ante la efigie de nuestra amorosísima Madre. Quiero que esta gran fiesta se celebre con toda solemnidad y que D. Lazzero y D. Marchisio piensen en que también estemos alegres en el comedor. La fiesta de María Auxiliadora debe ser el preludio de la fiesta que debemos celebrar todos juntos unidos un día en el paraíso.

Vuestro afmo. amigo en J. C.,
Sac. Gio. Bosco

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