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lunes, 18 de abril de 2011

¿Por qué la confesión?

“Pido al acusado pase al frente y tome asiento. Levante la mano. ¿Está dispuesto a decir la verdad y nada más que la verdad? Todo indica, después de analizar los hechos y la información, que el acusado es culpable... Los hechos nos hablan de un delito que merece un castigo.”

La escena anterior describe un típico escenario jurídico: un delito, un culpable, una pena. No es nada agradable ser objeto de juicio y ser interrogado. El juzgado no se pregunta, ni se interesa por la intención que pudo haber tenido el acusado en el momento del acto. Es culpable y basta.

Algunos cristianos de hoy ven sus compromisos con Cristo y su vida de gracia así, como si fuera un juicio ante un tribunal. Nada más ajeno a la confesión que la imagen de un juez intransigente.

El sacramento de la confesión no es un juicio ni un interrogatorio. No se trata de ser juzgado por cuanto uno hizo o dejó de hacer. Sería una visión muy reductiva de la confesión y, por supuesto, motivo suficiente para evitarla.

La confesión es un encuentro entre amigos. No cualquier amigo, sino el Amigo fiel y leal, el Padre que espera el regreso del hijo. Antes que juez supremo, Dios es Padre y amigo, porque Dios es amor.

En el corazón de Dios sólo existe el amor. Sólo quiere nuestro bien, y lo quiere ofrecer a todo hombre, a pesar de su indiferencia y de su pecado.

Cuando te acercas a un amigo, ¿qué esperas de él? Cariño, atención, perdón. Más aún: cuando alguien te pide perdón, ¿qué sientes? ¿No experimentas más simpatía y amor hacia esa persona? Está claro, por propia experiencia, que el hombre necesita sentirse amado, comprendido y aceptado.

Todos somos sensibles al tema de la amistad. Supongamos que alguien a quien estimo mucho y considero mi amigo, me falla: me da la espalda, habla mal de mí, me deja plantado o simplemente se olvida de mi cumpleaños. No puedo hacer la vista gorda y pretender que no haya pasado nada. Estoy dispuesto a perdonarlo y a olvidar lo pasado, pero necesito escuchar una petición de perdón por parte del otro.

Una amistad está basada en la confianza y en la sinceridad. ¿Me equivoqué? Pido perdón, manifiestando mi amor sincero por la otra persona.

Este podría ser el marco perfecto de una confesión: por una parte, Dios me ofrece su amistad. Es en verdad mi amigo y está dispuesto a serlo en las buenas y en las malas. Por otro lado, yo puedo fallarle, ¡y cuántas veces! Pero siempre me estará esperando con los brazos abiertos para decirme: ¡no te preocupes, olvida lo pasado! Sólo quiere escuchar de mi boca un "perdón, me equivoqué y no quiero volver hacerlo".

Es posible que en estos momentos te preguntes: ¿qué hace un “tercero” en ese encuentro? Es, de hecho, una objeción que se escucha con mucha frecuencia entre la gente. ¿Qué hace el sacerdote si el encuentro es con Cristo? ¿Por qué tengo que confesar mis pecados a un hombre que también tiene sus errores? Posiblemente quien se hace este tipo de preguntas es por dos motivos: o ha tenido una mala experiencia con un sacerdote, o simplemente no llega a comprender la misión y vocación del mismo.

Humanamente no es fácil entender la vocación sacerdotal. Por voluntad de Cristo, ese “hombre” es capaz de atar y desatar, de perdonar los pecados de los hombres. No lo hace por mérito propio sino por mandato del Señor. Es Cristo mismo quien perdona los pecados. El sacerdote es un instrumento de la gracia y del perdón de Dios.

¡Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor! El resultado de una confesión bien llevada no es otro que el don de una paz sincera y profunda, de una paz que sólo Dios puede dar.

escrito por Galo González
(fuente: www.vivelasemanasanta.com)

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