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domingo, 18 de septiembre de 2011

"Abre Señor, nuestros corazones para que comprendamos las palabras de tu Hijo"

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (Mt 20, 1-16)
Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: "El Reino de los cielos es de los Cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña. Después de quedar con ellos en pagarles un denario por día, los mandó a su viña. Salió otra vez a media mañana, vio a unos que estaban ociosos en la plaza y les dijo: 'Vayan también ustedes a mi viña y les pagaré lo que sea justo'. Salió de nuevo a medio día y a media tarde e hizo lo mismo. Por último, salió también al caer la tarde y encontró todavía otros que estaban en la plaza y les dijo: '¿Por qué han estado aquí todo el día sin trabajar?’ Ellos le respondieron: ‘Porque nadie nos ha contratado'. El les dijo: 'Vayan también ustedes a mi viña'. Al atardecer, el dueño de la viña le dijo: a su administrador: 'Llama a los trabajadores y págales su jornal, comenzando por los últimos hasta que llegues a los primeros'. Se acercaron, pues, los que habían llegado al caer la tarde y recibieron un denario cada uno. Cuando les lleg6 su turno a los primeros, creyeron que recibirían más; pero también ellos recibieron un denario cada uno. `Al recibirlo, comenzaron a reclamarle al propietario, diciéndole: ‘Esos que llegaron al último sólo trabajaron una hora, y sin embargo, les pagas lo mismo que a nosotros, que soportamos el peso del día y del calor'. Pero é1 respondió a uno de ellos: 'Amigo, yo no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no quedamos en que te pagaría un denario? Toma, pues, lo tuyo y vete. Yo quiero darle al que llegó al último lo mismo que a ti. ¿Que no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?' De igual manera, los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos".

Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.


I. . LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice


Con esta parábola, que tiene a sus discípulos como únicos destinatarios, Jesús cierra una instrucción sobre el seguimiento y su recompensa (Mt 19,16-30). Pedro había preguntado qué debían esperar quienes habían dejado todo por seguirlo (Mt 19,27). Después de haberles prometido cien veces más de lo abandonado y la vida eterna, concluyó Jesús con una frase enigmática, la misma con la que ser cerrará después la parábola: los primeros serán últimos, los últimos los primeros. Esta sorprendente afirmación es clave para dar con el sentido de la parábola.

En la imagen de la viña los oyentes de Jesús pudieron reconocer fácilmente una alusión al pueblo de Dios (Is 5,1-7). Pero la parábola no trata de una viña, sino de su propietario; él es el protagonista absoluto del relato. Al narrador no le interesan los cuidados que recibe la viña, sino en el pertinaz empeño de su dueño en que hubiera quien la trabajara: la viña es el lugar donde envía sus asalariados.

De hecho, la narración es un diálogo mantenido entre el amo de la viña y los obreros que son enviados por él, sucesivamente en el marco de una jornada de trabajo. El comportamiento del propietario parece, pero no es, lógico: sale a todas las horas a buscando obreros; mientras tenga su viña por mejorar, no puede haber ociosos en las plazas. Hay que advertir que sólo con los primeros obreros, los que trabajaron desde el amanecer, el dueño ajustó el jornal. Que empiece a pagar por los últimos y les conceda el sueldo de los primeros podría ser una rareza; se convierte en evidente ‘injusticia’, cuando todos reciben lo mismo.

El dueño es ‘justo’ con los primeros y ‘bueno’ con los últimos. Quien no lo entienda – y no faltan buenas razones para no comprenderlo – es envidioso de la generosidad del amo. La desigualdad en el trato de sus jornaleros descubre que el señor de la viña paga no según el esfuerzo sino porque todos trabajaron, poco o mucho, en su viña. El Dios de Jesús no satisface a quien espera más porque ha trabajado más. Su libertad y su bondad quedan de manifiesto cuando paga por igual a cualquiera que haya sido enviado por él a trabajar su viña. No es el trabajo, pues, sino la obediencia a la misión lo que para él cuenta. Por eso, no ha preferencia con los primeros: los últimos operarios tendrán idéntico salario.


II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida


Hablando a sus discípulos del reino de Dios, Jesús les propuso el sorprendente comportamiento del propietario de una viña que invitó a trabajarla durante un día a todo el que encontró ocioso, y que pagó a todos los jornaleros de aquel día el mismo salario, sin reparar que no todos habían trabajado lo mismo. La parábola de los jornaleros explica una de las leyes, tan insólita como 'injusta', del comportamiento de Dios. Al igual que el propietario que se pasa el día contratando jornaleros, Dios no deja de invitar a que se trabaje en su reino mientras dure el día. No apalabra a nadie prometiendo el salario debido, pues es obvio que lo pagará. Pero es chocante que no tenga en cuenta la dureza del trabajo de los primeros y la escasez de esfuerzos de los últimos: valora más que hayan respondido a su invitación que el que hayan trabajado de veras. Además de injusta, su decisión es de mal gusto; y la protesta de los primeros es más que lógica.

En lo inusual de la actitud del propietario está el mensaje de la parábola: si Dios quiere ser bueno con todos, no valen privilegios ni méritos en su presencia; que dé a todos por igual puede no ser justo, pero es bueno, precisamente porque se lo da a quienes menos lo merecen. Ante el Dios de Jesús quien se cree con derechos, se verá confundido, 'maltratado'. Dios no es justo para ser bueno con unos pocos: es bueno con todos, porque concede sus dones sin fijarse en el esfuerzo. Poner objeciones a su comportamiento implicaría jugarse para siempre su bondad. Habrá que aceptar a Dios como Él quiere ser.

Muy bien nos podría parecer que una actitud tan insólita es sólo un cuento más, otra parábola de Jesús: ninguno de nosotros deja de ver la tremenda injusticia que sería tratar a todos los trabajadores por igual. Y, sin embargo, Jesús llegó a comparar el extraño comportamiento del viñador con el reino de Dios, con la soberana forma de reinar de Dios, con el modo inapelable de gobernarse de que hace gala el Dios de Jesús. Y, hoy, el evangelio nos advierte que podemos perdernos a Dios y los dones de su bondad si, como los jornaleros de la primera hora, ponemos objeciones a su forma de serlo con nosotros.

En el propietario, que se pasa todo el día contratando obreros para su viña, deberíamos descubrir el empeño expreso de nuestro Dios para que nadie permanezca ocioso en su reino. Preocupado para que no haya desocupados, sale continuamente, mientras dura el sol, a ganarse nuevos obreros. Tanto interés tiene por que se trabaje en su propiedad, que no repara en que el día va pasando y el tiempo hábil para trabajar se hace cada vez menor: no haber sido contratado antes no es excusa para no ser invitado a ponerse a trabajar ya. Todo aquél con quien se encuentra el dueño de la viña encuentra un puesto de trabajo: si Dios y su reino no ocupan nuestro corazón, ¡y las manos!, si sus intereses no nos dan que hacer ni nos preocupan, ¿no será que todavía, y a pesar de tantos años de vida cristiana, Dios no se ha hecho el encontradizo con nosotros? Porque no podrá decir que sirve a Dios aquel que no se ocupa de las cosas de Dios ni deja que le preocupen el corazón: quien permanece ocioso todo el día jamás será empleado por Dios. Quien no hace nada por Dios, no puede soñar en verse recompensado. Solamente trabajando para Dios, y en su reino, podremos ser reconocidos por él como sus siervos.

Si Dios y sus cosas no nos dan ningún trabajo, ¿no será que no hemos seguido aún su invitación a trabajar en su viña?. Pues bien, aunque así fuera, deberíamos darnos cuenta de que a nuestro Dios no le importa tanto el que hayamos retrasado nuestra incorporación al trabajo, cuanto el que sigamos permaneciendo ociosos con lo mucho por hacer que hay. En el reino de Dios lo decisivo no es haber empezado antes a trabajar, sino lograr ser enviado al trabajo; y, como en la parábola, Dios pone a trabajar a todo aquel que ve ocioso.

Las atenciones de Dios las consigue, como el salario el jornalero, quien ha estado allí donde le quiso su señor y desde el momento en que se le invitó. Mientras Dios nos encuentre ociosos y despreocupados, no lograremos obtener sus cuidados. Y no será porque Él no nos quiera ya, o no tenga mayor interés en nosotros, sino porque no estamos allí donde nos quiere ver, ni hacemos lo que de nosotros esperaría: trabajar en sus cosas, siguiendo su invitación, nos convertiría a cada uno de nosotros en objeto de sus preocupaciones. Difícilmente podremos sentir que Dios se ocupa de nosotros, si no nos desentendemos de lo que le preocupa.

Pero no basta con trabajar por Dios para obtener un salario debido. Habrá que aceptar que Dios lo sea según El quiere, sin imponerle condiciones ni imaginar comportamientos debidos. En la parábola es chocante que el señor pague a todos sus obreros idéntico salario, el que había establecido con los primeros, sin tener en cuenta su mayor esfuerzo y su fatiga mayor; valora más el que todos hayan respondido a su invitación que el que no hayan trabajado por igual. Su decisión puede parecernos de mal gusto, además de ser una evidente injusticia. ¡Seguro que de haber estado entre los primeros, también nosotros hubiéramos protestado!.

Este comportamiento del Dios dé Jesús no resulta fácil de asumir: no es de recibo, al menos eso nos parece, que quien menos trabajó reciba lo mismo que el que más soportó. Y, sin embargo, como el dueño de la viña, Dios no hace mal a quien trabajó todo el santo día dándole lo estipulado, pero prefiere ser mejor con quienes menos se afanaron. Por premiar a todo el que trabaje por Él, en su reino, puede que no sea justo, ya que no todos trabajan soportando las mismas penalidades; pero, al dar a todos el mismo salario, también a los que llegaron los últimos, se muestra incomparablemente bueno, mucho mejor de lo que nosotros podríamos haber soñado y, ciertamente, más bueno de cuanto, unos y otros, nos merecemos.

Por increíble que nos parezca, una de las mayores dificultades que encontramos los creyentes auténticos para creer en Dios es esa su bondad insospechada. Precisamente porque es más bueno de lo que soñamos, dejamos de soñar con Dios y no trabajamos en su reino. Puede parecer mentira, pero es así. Si no valora el esfuerzo, ¿para qué tanta fatiga? Si va a dar a todos lo mismo, ¿por qué ser primeros en su servicio?

Ante el Dios de Jesús quien se cree con derechos, quien se apoya en méritos propios, supuestos o reales, se verá confundido, y hasta 'mal-tratado'. Dios, que como el dueño de la viña da un jornal entero también a quien no ha trabajado toda la jornada, no es bueno porque sea justo con unos pocos, los que más trabajaron. Más bien, pasa por injusto con unos para poder ser bueno con todos. Quien pusiera objeciones al comportamiento de un Dios tan bueno se estaría arriesgando a perderlo. Los buenos creyentes, por desgracia, somos los que menos creemos en la bondad sin medida, el amor sin razón, de nuestro Dios. Por no soportar que sea tan bueno para los que no lo han sido con nosotros, corremos el riesgo de perder a Dios y su bondad para siempre.

Bien mirado, tiene sus ventajas, evidentemente, tener un Dios así. No hará falta ser el primero, esforzarse más, haber trabajado siempre, por su reino, para recibir el mismo salario de cuantos lo hicieron. Un Dios así consuela a cuantos, como nosotros, no nos hemos puesto a trabajar en serio por Él todavía o nos pusimos a ello con retraso. Decisivo no es lo que hacemos por Él, sino cuanto Él quiere hacer por nosotros: empecemos cuanto antes a trabajar en su reino, y esperemos recibir esa recompensa que nunca mereceremos del todo.

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