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domingo, 7 de octubre de 2012

"Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud"

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (Mc 10, 2-16)
Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?" El les respondió: "¿Qué les prescribió Moisés?" Ellos contestaron: "Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa". Jesús les dijo: "Moisés prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola cosa. De modo que ya no son dos, sino una sola cosa. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre". Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto. Jesús les dijo: "Si uno se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio". Después de esto, la gente le llevó a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos trataban de impedirlo. Al ver aquello, Jesús se disgustó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él". Después tomó en brazos a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.


Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.

En el contexto narrativo creado por el relato del viaje hacia Jerusalén, Marcos coloca la enseñanza de Jesús sobre la vida matrimonial. El episodio presenta dos escenas; la primera refleja la controversia antifarisáica de Jesús sobre la indivisibilidad del vínculo matrimonial; Jesús opta, con una radicalidad inusual en su tiempo, por el designio original de Dios. Ni una ley tradicional ni siquiera un hombre de Dios, Moisés, han de poner trabas al proyecto inicial de Dios; lo que Dios pretendió en un principio debe respetarse. Dejar que Dios sea Dios, también en el seno de la intimidad matrimonial, es la forma de anticipar el Reino que viene. La segunda escena recuerda la ternura de Jesús frente a los niños; pero no simplemente porque aún lo sean, sino porque su ingenuidad y su dependencia de los mayores los convierten en ejemplo y norma de vida para cuantos esperan el reinado de Dios; no es ser niño lo que importa, sino llegar a ser como ellos.

Jesús sorprende por su radicalidad, al defender el querer de Dios más que la institución matrimonial; le interesa más lo que Dios quiere que lo que deseen o puedan los hombres. Volverse a hacer como un niño no suele ser ideal de hombres maduros: no es la independencia de Dios, sino la confianza y subordinación lo que convierte al creyente en hijo.

I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice

Aunque tenga un único motivo central, la enseñanza de Jesús sobre el matrimonio, el pasaje evangélico se presenta claramente dividido en dos partes: una discusión entre entendidos sobre la licitud del divorcio (Mc 10,2-9); la instrucción a los discípulos sobre la vida de familia (Mc 10,10-16).

La controversia parte de una pregunta que, además de maliciosa, era innecesaria: bien sabían los que interrogaban cuál era la normativa. Y de hecho, preguntados por Jesús, aludirán al texto bíblico que permitían el repudio (Dt 14,1-4) La pregunta, en apariencia ingenua, buscaba causar dificultades a Jesús. Y Jesús, obligándoles a responderse a sí mismos, pone en evidencia sus intenciones; prueba su malicia y la inutilidad de la cuestión. Pero no rehúye la enseñanza; condensa su idea del matrimonio con un doble argumento: el primero se fija en la indisposición para obedecer a Dios de los israelitas; el segundo recuerda el proyecto inicial de Dios. La terquedad de corazón, obligó a Moisés permitir el repudio (Mc 10,5); no fue, pues, un privilegio concedido, sino una concesión robada, la más palmaria admisión de una debilidad permanente. Además, y ya ateniéndose a la voluntad originaria de Dios (Gn 1,27; 2,24), hace ver que Dios no solo no previó el divorcio, sino que lo desautorizó: ser, y sin posibilidad de disolución, una sola carne es el destino de los casados.

La postura de Jesús tuvo que ser más radical e insólita de cuanto esperaban quienes le habían cuestionado. El divorcio era práctica habitual (no obstante, Mal 2,16) y sólo se discutía la causa suficiente – “algo vergonzante o gravemente inconveniente” - para que el marido pudiese otorgarlo. Con el acta de repudio la mujer se liberaba de la tutela legal del ex marido y podía casarse con otro hombre. Negando la posibilidad misma de la disolución de la vida matrimonial, Jesús desautorizaba la práctica del repudio legal, lo que contradecía no sólo la praxis dominante sino también los valores culturales. Semejante posición será tan insoportable, incluso para las primeras comunidades, que enseguida tratarán de suavizarla (cfr. Mt 5,32; 19,9; 1 Cor 7,7,12-16). Precisamente por eso, es más que probable que Jesús no admitiera el divorcio por contradecir el orden de Dios Creador. Y se lo dejó claro a sus discípulos, cuando a ellos en privado repite que el divorciado, hombre o mujer (¡¡), que se vuelve a casar comete adulterio.

Este excepcional rigor que da atemperado por la escena siguiente, en la que Jesús acoge con ternura a unos niños que se le acercaron (Mc 10,13.16). Más aún que la mujer, los niños eran muy vulnerables en la sociedad de Jesús; constituían un peso económico y una nulidad social, dependiendo siempre de sus mayores. La escena puede enternecer por la demostración de afecto y la defensa contra sus propios discípulos que Jesús protagoniza. Pero las palabras de Jesús, más que sus acciones, dejan clara la razón de su preferencia: no es que sean dignos de misericordia, por ser débiles, es que son ejemplos de lo que deben llegar a ser quienes quieran llegar a entrar en el Reino. El niño, débil y necesitado, que acepta lo que se le da, se merece a Dios y su reino; por eso Jesús los quiere a su alrededor y resultan paradigmas vivientes de los herederos del reino.

II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida

¡Ya en tiempos de Jesús se discutía sobre el divorcio! Y, como nos recuerda el evangelio, también Jesús se vio envuelto en esta discusión. Una pregunta de los fariseos, un tanto maliciosa, le obligó a tomar partido. Y la respuesta de Jesús, por poco moderna que parezca – ésa es la acusación más frecuente entre nuestros contemporáneos más 'cultos' –, aunque se la considere inútil en la práctica – ésa es ser nuestra constatación cotidiana si seguimos la vida privada de tanta gente hoy importante en nuestra sociedad – , por inhumana en su negación de compromiso que resulte – ése es también el juicio de nuestra propia experiencia – , ha de ser asumida por cuantos hoy quieran ser reconocidos por Jesús como sus discípulos. Hay algo, pues, muy importante en la postura de Cristo sobre la indisolubilidad matrimonial, puesto que de su aceptación cordial y de su vivencia cotidiana depende nuestro ser cristiano. Ni más ni menos.

Pues bien, para entender la respuesta de Jesús, hay que advertir que, en su tiempo, ni siquiera los mejores de entre sus contemporáneos discutían la licitud del divorcio. La misma ley aprobaba el repudio de la esposa en el caso de que el marido encontrase "en ella algo que le desagrade" (Dt 24,1). La discusión entre los entendidos se centraba en saber qué podía ser ese algo desagradable que justificara la ruptura de la vida matrimonial. En su respuesta Jesús no quiso entrar en ese tipo de discusiones; no niega que Moisés hubiera permitido la práctica del divorcio e instituido, incluso, una procedi-miento legal para conseguirlo; era un hecho evidente. Pero lo explica como una concesión a su dureza frente a la voluntad original de Dios; lo considera una excepción inaceptable; para él no hay nada, desagradable o no, que pueda llevar a la separación matrimonial. Y es que el plan de Dios fue, desde un principio, que hombre y mujer fueran una sola carne, una única comunidad de vida; y de ese plan original de Dios Jesús se hace portavoz y defensor a ultranza, sin conceder excepción alguna.

Hoy apenas podemos nosotros captar el escándalo que esta postura de Jesús debió producir en sus oyentes. Y no por la dureza de sus consecuencias, que nos resultan evidentes incluso a nosotros hoy, sino porque negando legitimidad al divorcio se oponía frontalmente a la ley escrita de Dios. Rehusaba aceptar lo que la ley de Dios establecía: ¡allí había un hombre que se enfrentaba a Dios! Porque no hay que pasar por alto que los contemporáneos de Jesús se apoyaban en la ley de Dios que Moisés les había promulgado. Desconocer la fuerza de la ley era peor incluso que transgredirla. Jesús actuaba de forma más peligrosa que si fuera un pecador. Nuestra situación, en cambio, es radicalmente diversa. Hoy los hombres, también muchos de los que se declaran cristianos, se oponen a la voluntad de Dios que Cristo Jesús defendió contra corriente; curiosamente, se quisiera volver a ese estado de cosas que Jesús declaró como contrario al plan primitivo divino. Y se recurre, como hacían ya los contemporáneos de Jesús a leyes más comprensivas, a normas más humanas, a costumbres más universales, para menospreciar la voluntad primera de Dios. Se es capaz de declarar a Dios pasado de moda, exagerado en sus pretensiones, inhumano en sus exigencias para negarle con pretendida impunidad – y con la conciencia tranquila – la sumisión que se le debe. No es casual que en un mundo donde se está perdiendo a Dios cada día un poco, los esposos, también los esposos cristianos, estén perdiendo la capacidad para mantenerse fieles mutuamente. Desentenderse de Dios conduce, inexorablemente, a desatender al prójimo, incluso a aquél a quien se ha prometido amor y dedicación de por vida.

Con su intransigencia, tan incomprensible para nosotros como lo fue para sus contemporáneos, Jesús se pone de parte de Dios y nos descubre la voluntad primera de Dios sobre nosotros. Dos son las lecciones que podríamos aprender quienes todavía hoy queremos seguir siéndole discípulos; su aceptación cordial, sin objeciones, y su vivencia diaria, sin excepciones, nos distinguirán como auténticos cristianos hoy. La primera es que la relación entre hombre y mujer la concibió por vez primera Dios; no es fruto del querer de cada cual; por ser fruto del querer divino ha de permanecer bajo su influjo, no está al arbitrio del hombre, de sus gustos o disgustos. Atentar contra su estabilidad, luchar por disolver la unión por Dios querida, en cualquiera de sus formas y cualquiera que sean los resultados, significa un atentado contra Dios y un desconocimiento de su plan primero.

Hoy los matrimonios cristianos tienen que soportar, además de las propias dificultades, los ataques contra su unidad que vienen de un ambiente cultural, que tiende a considerar raro o imposible la fidelidad, de unas personas concretas, que no respetan, más aún, que no aceptan el plan de Dios. No hay que amilanarse ante el esfuerzo: defendiendo la unidad indiso-luble del matrimonio, – de nuestro propio matrimonio y del matrimonio de los demás – , estamos siguiendo el ejemplo de Cristo y saliendo en defensa de la voluntad de nuestro Dios. ¿Podríamos aspirar a más, siendo tan débiles? Y aunque esto nos obligue a dar razón de nuestra fe en público, en medio de una sociedad que permite y favorece el divorcio, y, mucho más difícil, en nuestra propia intimidad, defendiendo la indisolubilidad del matrimonio de los ataques que nacen de nuestro corazón, nos debe consolar el saber que hemos tomado partido por Dios. A pesar de las aparien¬cias, teniendo a Dios de nuestro lado, el éxito final lo tenemos seguro.

Porque Dios optará por quien ha optado por él. En el fondo, y aquí reside la segunda lección que Jesús nos ofrece hoy, la intransigencia en la defensa del matrimonio nace de una opción radical por Dios. La postura de Jesús sólo la comprende quien, como El, pone a Dios por encima de todas las cosas, quien le permite ser Dios siempre. Dejar que Dios sea Dios, también en nuestra vida matrimonial, permitirle que su voluntad conforme nuestra vida de intimidad con los seres que más queremos, hacer de su voluntad la norma suprema de nuestros afectos y el fundamento principal de la fidelidad que debemos a quienes se la prometimos, significaría poder vivir como Dios nos pensó en un principio, vivir ya como él nos quiso desde el inicio; ello nos llevaría a sentirse querido desde el principio.

No hay que maravillarse que quien opta hoy por Dios, en concreto como nos recuerda el evangelio, optando por su proyecto original sobre la indivisibilidad de la unión matrimonial, se encuentre con la ironía y el agravio de su mundo, la incomprensión de los suyos y, a veces incluso, con el dolor de su corazón; cuenta, no obstante, con el querer de su Dios y se manifiesta como auténtico discípulo de Jesús. Vivir nuestra vida, también la vida matrimonial, desde Dios, desde su proyecto, es lo que se espera del cristiano hoy.

(fuente: say.sdb.org/blogs/JJB)

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