Tenemos que aprender a orar a partir de dónde estamos y de lo que somos. Muchas veces buscamos condiciones ideales para orar y éstas no se dan. Quisiéramos un lugar apacible, una actitud interior perfecta, un deseo inmenso de orar, una actividad mental despierta. Y con frecuencia cuando nos ponemos a orar o estamos cansados por las numerosas actividades, o por el sueño, o llenos de diversos sentimientos de rabia, de odio, de perplejidad, de impaciencia, de falta de ganas de hacer nada y mucho menos de orar.
¿Desde dónde hablamos cuando oramos? Desde esa situación concreta por la que estamos pasando en la que quizás hay sequedad interior o incluso en la que hay o ha habido pecado, en la que sentimos distancia de Dios, en la que nos sentimos alejados de Él. No esperemos condiciones ni ideales ni perfectas para hablar con Dios ni para orar. Si esperamos esto, sólo oraremos pocas veces por semana. Oremos sin embargo a partir de donde estamos para que Dios llene también nuestra vida, la vida real, de su presencia.
Hablemos desde lo profundo del corazón y si éste todavía no posee el suficiente ardor, no tengamos miedo de iniciar la oración aunque estemos fríos. El Espíritu Santo se irá encargando de ir poniendo en el alma el fuego que nosotros no tenemos. Con frecuencia es una patraña del demonio esperar a orar sólo cuando logramos condiciones perfectas porque sabe que éstas se dan poco en nuestra vida. Tengamos la humildad de orar desde la imperfección, desde la sequedad, desde una mente distraída o un corazón agobiado o angustiado por las más variadas preocupaciones. Ahí es donde tiene que ir entrando el amor de Dios a través de la oración: en esa vida real en la que nos santificamos y aprendemos a amar a Dios y al prójimo desde la realidad de nuestra vida cotidiana.
escrito por P. Pedro Barrajón, L.C.
(fuente: la-oracion.com)
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