He aquí dos palabras técnicas nacidas en contextos distintos y que sirven para designar los dos aspectos principales de lo sagrado, algo sí como su anverso y su reverso. Se trata de establecer los dos extremos de una categoría que queremos rescatar, en aras a la Nueva Evangelización.
La primera tuvo su origen en el ámbito jurídico del mundo romano: un juramento al que se unía una sacratio, esto es, el establecimiento de una pena especialmente gravosa para el que incumplía el juramento. El incumplidor se convertía en sacer, su suerte quedaba reservada a los dioses y se sustraía a la jurisdicción humana. Por esa razón, cualquiera podía matarlo sin incurrir en delito. Este juramento que comportaba una consagración de la persona se denominaba sacramento. El escritor cristiano que popularizó este término para aplicarlo a los "misterios" cristianos fue Tertuliano. A partir de él, Ambrosio de Milán y Agustín de Hipona desarrollarán ya una teología sacramentaria, aunque todavía imprecisa. Especialmente, este último pasó a identificar lo específico del sacramento como un signo sagrado: "el signo es una cosa que además de la imagen de sí que pone en los sentidos, hace que de sí venga al pensamiento otra cosa distinta". Por este camino ha seguido la teología sacramentaria posterior hasta llegar a nuestros tiempos.
La segunda palabra, el tabú, procede de la lengua hawaiana y "designa a una conducta, actividad o costumbre prohibida, moralmente inaceptable por una sociedad, grupo humano o religión". Los primeros estudiosos del fenómeno en las culturas polinesias dieron al tabú una connotación de "irracionalidad primitiva", puesto que la mayoría de las prohibiciones que recibían ese nombre constituían algo así como una defensa frente a los peligros sobrenaturales a los que el hombre primitivo se veía constantemente expuesto.
Ya tenemos aquí la cara y la cruz de lo sagrado. Dos parámetros culturales que conviene tener en cuenta en la Nueva Evangelización. De una parte, lo sagrado está unido a la presencia de signos que manifiestan una trascendencia, es decir, pueden interpretarse como hitos o señales indicadoras del camino de la vida; por otra, aparece más bien como límite o prohibición.
En la sociedad secularizada o secularista, caracterizada por el rechazo a toda manifestación sagrada de la vida pública, la religión respondería a una etapa de la Humanidad, a una fase ya superada. Es comprensible, entonces, que "el proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo". Detrás de este planteamiento parece latir el convencimiento de muchos nuestros contemporáneos, de que el cristianismo habría tenido, y seguiría teniendo, sus tabúes: la prohibición del divorcio, de las relaciones prematrimoniales, de las uniones homosexuales. Estas prohibiciones estarían fundamentadas en la visión sagrada propia del católico, que todavía consideraría existentes una leyes divinas que regirían la conducta humana.
Sin embargo, la religión cristiana -por lo menos en el contenido que deriva de la Fe- nada tiene de irracional. Por tanto, si es propia del tabú la nota de la irracionalidad -lo cual es más que discutible -deberemos concluir que en la doctrina católica no existen tabúes.
Tendremos que volver sobre este tema, que es particularmente difícil y delicado, cuando hablemos de la Evangelización en relación con el derecho natural. Efectivamente, como ya enseñó hace muchos siglos san Agustín, hay conductas que son ilícitas porque están prohibidas, y otras que están prohibidas porque son ilícitas. La Iglesia no puede dejar de enseñar la verdad sobre el hombre ni las exigencias éticas y jurídicas que derivan de su condición y dignidad de hijo de Dios. Sin embargo, como ha señalado de manera particularmente elocuente el Papa Francisco, la perspectiva de la Evangelización establece una jerarquía de valores y una prioridad en la predicación. Él se refiere principalmente a cuestiones de índole moral y doctrinal. Sin embargo, se puede aplicar el mismo principio al modo de valorar y proponer en la sociedad el valor de lo sagrado. Parece mucho más importante, en efecto, hacer hincapié en la necesidad de que la comunidad cristiana celebre los misterios de su Fe y camine sobre la senda de los sacramentos y no tanto en insistir en la ilicitud de ciertas conductas pecaminosas a pesar de con mucha frecuencia puedan constituir verdaderos sacrilegios o profanaciones. Actuando de esta manera, no sólo se actúa en la línea evangelizadora y de acuerdo con el principio áureo indicado por doctrina conciliar: "La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas"; además, lo hace por la vía testimonial y litúrgica. El cristiano recibe un sentido nuevo para su vida: el camino para él ya no está marcado únicamente por los Mandamientos del Decálogo, sino principalmente por el mismo Cristo, "Camino, verdad y vida", expresión que se hace realidad especialmente en la vida sacramental por la que el fiel se incorpora a él. Ya explicamosn en otro momento que la liturgia tiene prioridad sobre la Ley y el derecho.
Qué duda cabe que el tabú tiene que ver más con el derecho que con la liturgia. Ya sólo por esta razón, la Evangelización nunca podrá realizarse a golpe de prohibiciones y condenas. No fue esa la misión del Hijo: tampoco lo es la de sus enviados: "como el Padre me envió a mí, así os envío yo". Pero, a esta razón se añade el hecho de que la sociedad secularizada es particularmente sensible a todo cuanto parece restrictivo y limitador de las libertades individuales. Se puede decir que sucede en Occidente el fenómeno que hemos comentado anteriormente al hablar de las Femen: se está produciendo una verdadera sacralización de nuevas libertades, que han sido conquistadas a lo largo del proceso de secularización y que no son reconocidas como tales por la Iglesia.
Quizá un caso paradigmático de este fenómeno se encuentra en un informe del comité de la ONU sobre los Derechos del Niño, publicado a primeros de febrero de 2014. La Santa Sede ha lamentado ver en algunos puntos del informe "un intento de interferir en las enseñanzas de la Iglesia católica sobre la dignidad de las personas y en el ejercicio de la libertad religiosa". Nunca un derecho tiene un valor superior al deber, porque éste es anterior a aquél y porque son siempre realidades relativas. La afirmación, por ejemplo, del derecho de los homosexuales a establecer una unión matrimonial no sólo se detiene en ella misma sino que se pretende también condenar cualquier opinión contraria, por entender que constituiría un delito de homofobia.
Esto se puede entender bien desde la perspectiva del principio apuntado por el Papa Francisco. Si el espacio es superior al tiempo, entonces los derechos son absolutos: no hay nada más en esta vida que derechos subjetivos que defender, en los límites de la libertad individual. Afirmaciones como las vertidas en el informe del comité de la ONU constituyen un ejemplo palmario de sacralización del derecho.
escrito por Joan Carreras del Rincón
(fuente: www.nupciasdedios.org)
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