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viernes, 17 de agosto de 2012

El matrimonio, sal y luz para salvación de la humanidad

“Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.”
Mateo 5, 13-16

En esta Palabra se nos recuerda que nuestra identidad en Jesús es ser sal y ser luz. Todos los matrimonios tienen la posibilidad de ser sal y luz para quienes los rodean.

El punto 1601 nos abre a una comprensión amplia, tanto natural como sobrenatural de este Sacramento, y nos indica que es la misma naturaleza humana la que manifiesta el contenido del matrimonio, que consiste en la unidad de vida y de amor de los cónyuges y el fruto son los hijos. Este sentido natural del matrimonio recibe de Jesús la dignidad del sacramento, por medio del cual el Señor sigue haciéndose presente en el mundo y en la historia. Éste es el horizonte de santidad del matrimonio: a través del vínculo, Jesús se hace presente no solo en los esposos sino también en el mundo y en la historia.

Audio de Juan Pablo II: “Dios ha creado al hombre, varón y mujer, Adán y Eva, para que fueran sustento y ayuda mutua en el amor y para que, gracias a su fecundidad, se propagara el género humano. Entre vosotros, esposos, y Cristo, existe ya la comunión de amor indisoluble, por medio del sacramento del matrimonio. Es verdad que son muchos los problemas que hoy se plantean a esta institución; algunos son urgentes y muy delicados. En la unión conyugal el amor debe ser genuino, es decir plenamente humano, total, exclusivo y abierto a una vida nueva, en un mundo en el que tantas veces vemos un amor falsificado. Y contra esto, de mil maneras, la Iglesia considera como uno de los deberes más urgentes para la salvación del mundo el testimonio de inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial.”

En el punto 1603, el Catecismo nos dice que el matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer. Lo escuchábamos también en las palabras del papa Juan Pablo II.

“El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS 47,2), existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar" (GS 47,1).”

¡Qué misión, qué responsabilidad! La salvación de la persona y de la sociedad está estrechamente ligada a la prosperidad del matrimonio y la familia. Ésta es la dignidad, el valor, la misión y la responsabilidad del vínculo matrimonial. Por eso el Catecismo lo ubica como un sacramento al servicio de la comunidad. El matrimonio no es una realidad privada, como algo que es mío y de mi cónyuge y puedo cerrar la puerta al resto de la realidad. Jesús propone todo lo contrario: un vínculo profundo y hondo, abierto a la vida para siempre, de entrega, de generosidad, de comprensión mutua, sostenido en el tiempo, para abrirse a los otros, para que esa donación permanente de amor sea presencia de Jesús para los otros (los más cercanos o los que no están tan cerca). Pensemos en cientos de miles de matrimonios que pueden buscar vivir esta realidad de donación de amor permanente, con Jesús en medio de ese vínculo, cuánto puede irradiar eso hacia fuera, empezando por los hijos, y siguiendo por el resto de la familia, los amigos, los vecinos, los lugares de trabajo...

Según cómo vivimos en nuestro matrimonio es cómo nos ubicamos frente a los otros con sus posibilidades, sus límites, sus luchas. ¿Qué testimonio llevamos en los diálogos, en los vínculos, de cómo es mi vida matrimonial? Porque lo que llevo, lo que comento, lo que vivo, es lo que pongo en el corazón del otro, es lo que testimonio. Pudiendo alimentar o pudiendo ser un antitestimonio, depende de cómo me ubico y cómo busco vivir ese vínculo matrimonial.

Dice el Catecismo:

“1604 Dios que ha creado al hombre por amor lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,2), que es Amor (cf 1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (cf Gn 1,31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. "Y los bendijo Dios y les dijo: "Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla'" (Gn 1,28).”

1605 La Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: "No es bueno que el hombre esté solo". La mujer, "carne de su carne", su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una "auxilio", representando así a Dios que es nuestro "auxilio" (cf Sal 121,2). "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (cf Gn 2,18-25). Que esto significa una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue "en el principio", el plan del Creador: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6).

Con esta imagen de ser una sola carne, la Revelación intenta poder expresar el misterio profundo, el sentido que tiene la búsqueda de esta unidad, que se puede identificar como una sola realidad; no dos realidades que acuerdan diversas cosas, sino una donación mutua y recíproca de tal calidad que pueda llegar a identificarse como una sola realidad.

El Catecismo (en los puntos 1606 al 1608) también nos aclara algunos aspectos para comprender lo que a veces dificulta el sostenimiento de esa alianza: la realidad del pecado en el matrimonio. Esto no es para acusar, para cargar, sino para comprender lo que a veces acontece hacia adentro en el vínculo matrimonial.

“1606 Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal.”

El Magisterio describe así algunas de las dificultades, que seguramente hemos tenido o podemos tener en el vínculo matrimonial. No estamos exentos de esa experiencia del mal. Es una descripción fenomenológica. Y luego intenta dar una respuesta teológica, una comprensión desde Dios a estas experiencias de discordia que no nos hacen bien:

“1607 Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado.”

Esto es muy importante, porque habitualmente tendemos a echarle la culpa a alguien de lo que nos pasa; ante la dificultad, la culpa es del otro. Pero el Catecismo advierte que estos desórdenes no se originan en la naturaleza del hombre y de la mujer ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. Una palabra que va siendo poco usada y poco comprendida. Si entiendo que el pecado es una realidad que está en nosotros, en la historia y en el mundo, puedo ubicarme y aprender a zafar de esa realidad, pidiéndole a Dios que Él nos justifique, que Él venga a ayudarnos a vivir el vínculo de amor, y no llegar a estas relaciones de dominio, de poder y de culpas. Dice justamente el Catecismo:

“El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos (cf Gn 3,12); su atractivo mutuo, don propio del creador (cf Gn 2,22), se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (cf Gn 3,16b); la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra (cf Gn 1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan (cf Gn 3,16-19).”

Por eso buscamos combatir el pecado, sacar esa raíz venenosa que puede habitar muchas veces en nosotros. El creyente puede comprender esto: que Dios no quería la ruptura y las dificultades a este nivel de confrontación en la pareja, sino que se presenta esta realidad del pecado, primero en el origen y luego como pecado del mundo y cada uno de nosotros, de alguna manera heredando esta realidad, y también de alguna manera colaborando con el propio pecado personal, distorsionando el plan original de Dios, inscripto en nuestro corazón. Por eso nosotros deseamos y anhelamos ese proyecto plasmado en nuestra vida: vivir en armonía con nosotros mismos, con Dios y con los demás. Una gracia, un proyecto de Dios, querido por Dios, sostenido en el tiempo, y que nosotros tenemos que seguir pidiendo como gracia y buscando conquistar como trabajo personal y vincular en la vida matrimonial. Así lo expresa el Catecismo:

“1608 Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (cf Gn 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó "al comienzo".”

El Señor se quiere hacer presente en el matrimonio y le da un sentido trascendente y profundo.

“1617 Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf DS 1800; CIC, can. 1055,2).”

Esto es el querer del Padre y el anhelo del corazón creyente: que el matrimonio sea Sacramento de la Nueva Alianza, de esa entrega generosa que Dios ha hecho en Jesús por toda la humanidad.

escrito por el Padre Melchor López 
(fuente: www.radiomaria.org.ar)

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