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sábado, 23 de noviembre de 2013

El camino de la aceptación por el sendero del amor

8/11/2013 - En la Catequesis de hoy, el Padre Javier Soteras invitó a descubrir aquellos vínculos que son un reflejo de la mirada amorosa de Dios para con nosotros. Cuando el hombre se acepta y es capaz de reconocerse rico en la mirada de Dios, descubre un camino que no tiene retorno. El camino de santidad y plenitud supone el aceptarse como somos, para desde ahí dejarse transformar.


La mediación de la mirada del otro 

La tarea de aceptarse uno mismo es mucho mas difícil de lo que se cree. El orgullo, el temor a no ser amado y la convicción de nuestra poca capacidad de autocrítica están firmemente enraizados en nosotros. Basta con constatar lo mal que soportamos nuestras caídas, nuestros errores y debilidades; cuánto nos pueden desmoralizar y crear en nosotros sentimientos de culpa o preocupación.

No somos capaces de aceptarnos nosotros mismos si no es bajo la mirada de Dios. Para amarnos necesitamos de una mediación, de la mirada de alguien que, como el Señor por boca de Isaías, nos diga: “Eres de gran aprecio a mis ojos, porque eres valioso y yo te amo” (Is 43,4).

Dice Philippe que para aceptarnos y amarnos tal como somos, tenemos necesidad de la mediación de la mirada de otro. Esa mirada puede ser la de un padre, un amigo, un director espiritual, de la novia, el novio, los esposos, los hijos, pero, por encima de todas ellas, se encuentra la mirada de nuestro Padre Dios: la mirada más pura, más verdadera, más cariñosa, más llena de amor, más repleta de esperanza que existe en el mundo. Del Padre que te dice que te ama con amor de locura. Con esa mirada queremos encontrarnos hoy, para descubrir en medio de todas las cosas que nos ocurren en la vida, que hay alguien que es capaz de sacar de tu corazón lo que está escondido. Siempre está mediado por un rostro humano. Porque lo mejor que aparece desde dentro nuestro es el tesoro que Dios guardó ahí.

Creo que el mejor regalo que obtiene quien busca el rostro de Dios mediante la perseverancia en la oración es que, tarde o temprano, se dará cuenta que esa mirada posa sobre él, y ese día se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de aceptarse plenamente así mismo.

Cuando el hombre se acepta y es capaz de reconocerse rico en la mirada de Dios, descubre un camino que no tiene retorno. El camino de santidad y plenitud supone el aceptarse como somos, para desde ahí dejarse transformar.


No amar a Dios implica no amarse a sí mismo

Lo dicho acarrea una importante consecuencia: cuando el hombre se aparta de Dios, desgraciadamente se priva, al mismo tiempo, de toda posibilidad real de amarse así mismo. Y viceversa: quien no se ama así mismo, se aparta de Dios. En cambio, quien se ama bien, sabiendo sus fragilidades y lucha por ser mejor, es capaz de dejarse transformar por Dios. El Señor permite ser mediado por un alguien que con su presencia amorosa, a modo de un simple destello de la presencia divina, es capaz de despertar eso que Dios había sembrado desde siempre.

En el diálogo de carmelitas, de Bernanos, la anciana priora dirige estas palabras a la joven Blanche de la Force: “Ante todo no te desprecies nunca. Es muy difícil despreciarse sin ofender a Dios en nosotros”.

Cuenta Henri Nouwen en el libro “El regreso del hijo pródigo”: “Durante mucho tiempo consideré la mirada negativa que tenía de mí como una virtud. Me habían prevenido tantas veces del orgullo y la vanidad que llegué a pensar que era bueno despreciarme a mí mismo. Ahora me doy cuenta de que el verdadero pecado consiste en negar el amor primero de Dios por mí, en ignorar mi bondad original. Porque si no me apoyo en ese amor primero y en esa bondad original, pierdo el contacto con mi auténtico yo y me destruyo”.


Aceptarse a sí mismo para aceptar a los demás

Existe un vínculo profundo, como de vasos comunicantes, entre aceptación de sí y aceptación de los demás. El uno propicia el otro.

Algunas veces no nos aceptamos a nosotros mismos. El que no está en paz consigo, necesariamente estará en guerra con los demás. Mi no aceptación crea una tensión interior, una insatisfacción y una frustración que con frecuencia desparramamos sobre los demás. Un pequeño ejemplo: cuando estamos de mal humor contra lo que nos rodea, suele ser porque no nos sentimos en paz con nosotros mismos y se lo hacemos pagar a los demás. Etty Hillesum escribe: “Empiezo a darme cuenta de que, cuando sientes aversión hacia el prójimo, debes buscar la raíz en el disgusto contigo mismo: ama a tu prójimo como a ti mismo”.

Cuando me se bien amado y bien querido, amo y quiero bien a los que comparten la vida conmigo. Contrariamente, el hombre que cierra su corazón a los demás, que no hace ningún esfuerzo por amarlos tal como son, que no sabe perdonar, jamás tendrá la fortuna de vivir esa profunda reconciliación con uno mismo que tanto necesitamos. De hecho, siempre terminamos siendo víctimas para con el prójimo, de nuestra pobreza de corazón, de nuestros juicios y de nuestro rigor.

El hablar y el decir de la presencia de Dios, siempre nos llega mediado por otro costado. Y entonces sale de nosotros, más allá de las preocupaciones, lo mejor de nosotros mismos que nos renueva para seguir cargando esos pesos pero desde otro lado.

Es la famosa “cultura del encuentro” en la que tanto insiste el Papa Francisco, porque la mediación en el vínculo en espacios saludables saca lo mejor de nosotro. No te cierres, abrite a esas presencias y vínculos que te hacen descubrir el tesoro escondido que llevás en lo más profundo de tu ser.


Aceptar al otro como es transforma su corazón

José Luis Martín Descalzo en su libro "Razones para el amor" narra una historia que nos puede ayudar:

"Cuenta Anthony de Mello: «Durante años fui un neurótico. Era un ser oprimido y egoísta. Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara. Y no dejaban de recordarme lo neurótico que era. Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos, y deseaba cambiar, pero no me convencía la necesidad de hacerlo por mucho que lo intentara.

Lo peor era que mi mejor amigo tampoco dejaba de recordarme lo neurótico que yo estaba. Y también insistía en la necesidad de que yo cambiara. Y también con él estaba de acuerdo, aunque tampoco podía ofenderme con él. De manera que me sentía impotente y como atrapado.

Pero un día mi amigo me dijo: “No cambies. Sigue siendo tal y como eres. En realidad, no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte.”

Aquellas palabras sonaron en mis oídos como una música: “No cambies, no cambies, te quiero.” Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh maravilla!, cambié.»

escrito por Padre Javier Soteras
(fuente: www.radiomaria.org.ar)

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