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sábado, 2 de noviembre de 2013

Si el Cielo está aquí, ellos están con nosotros

María estaba afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro y ve dos ángeles vestidos de blanco, sentados: uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había estado el cadáver de Jesús. Le dicen: - ¿Mujer, por qué lloras? María responde: - Porque se han llevado a mi señor y no se dónde lo han puesto.
Al decir esto, se dio media vuelta y ve a Jesús de pie, pero no lo reconoció. Jesús le dice: - Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, creyendo que era el jardinero, le dice: - Señor si tú te los has llevado dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo. Jesús le dice:
- ¡María! Ella se vuelve y le dice en hebreo: - ¡Rabbuni! – que significa maestro -. Le dice Jesús: - Déjame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre, el Padre de ustedes, a mi Dios, al Dios de ustedes.
(Juan 20, 11 - 17)

 La identidad de nosotros se da en el vínculo con los demás. Mi yo más hondo, mi yo más profundo encuentra su plena identidad en el vínculo con el hermano, con mi hermano, con el esposo/a, con mis hijos, con mi madre, con mi padre. Soy lo que estoy llamado a ser con otros. El otro no es un agregado a mi vida, es una parte constitutiva de mi vida. Cuando el otro no está mi identidad se desdibuja.

El dolor más profundo que se produce ante la pérdida de un ser querido, es que la muerte ha venido a robarnos como la misma identidad. Casi podríamos decir que Jesús sale al cruce de este dolor hondo en el corazón de María Magdalena. Hasta aquí ella no puede encontrarse con la razón de ser de su vida, con su más profunda identidad, porque le falta su amigo Jesús.

Siempre recuerdo en la celebración de la eucaristía, la primera vez que entré en contacto con la pérdida de un ser querido. Fue con la muerte de don Tito, al lado de casa, un vecino entrañable. Era muy chico, debo haber tenido unos 6 años. Era la primera vez que me daba cuenta de que la muerte no era la que aparecía en la tele; no tenía que ver con lo que le pasaba a otros. Me estaba pasando a mi. Algo mío se iba con don Tito. Como nos pasa cada vez que muere un ser querido. Sentimos que algo se nos va desde dentro. Es un desgarrón. “Es que vivimos con los otros” y los otros viven en nosotros.

La ausencia de los demás, de los que se fueron, nos roba, ciertamente, una parte de nuestro ser que se va con ellos.

Somos en los demás y los demás son en nosotros.

La condición social del hombre, no es una condición superficial. Es una condición de pertenencia del ser más hondo en cada uno de nosotros. Somos para los demás, los demás son para nosotros. Por eso cuando se produce la división, cuando se establece el divorcio; cuando hay enfrentamiento, la que se daña es la identidad de la persona.

Esto es lo que nos está relatando concretamente el evangelio. Es lo que nos dice hoy la Palabra.

María no puede ver la evidencia de la presencia de dos ángeles, no puede ver aún el rostro del mismo Jesús Resucitado. Sólo cuando alguien, el mismo Señor, la vuelve a su identidad y la llama por su nombre: María. Allí ella descubre que le vuelve el alma al cuerpo. Que el desgarrón se hace encuentro con el que se fue y le dice: Maestro. Esta experiencia de encuentro saludable con los que se fueron, en nuestro corazón es lo que hoy tenemos en nuestra catequesis. Es lo que llamamos experiencia de duelo.

Esta experiencia como un renacer a lo más hondo de nuestro ser, que muere con los que se mueren, y que si no estamos atentos podemos terminar enterrados con ellos. A no ser que nosotros, de verdad, como nosotros palpamos concretamente en la mano diría yo, la experiencia de desgarrón, de vacío, la experiencia de no encontrarnos en el lugar donde nos encontrábamos siempre, o nos encontrábamos cuando estaban con nosotros; la misma experiencia palpable queremos hacer del Cielo en esta mañana.

Es tan palpable la muerte, como lo es, y es más palpable aún porque es para siempre, es la vida para siempre.

Experiencia de Cielo interiormente, en la capacidad nuestra de resucitar con los que resucitan en Cristo cuando mueren en Él. Queremos entregarnos en Jesús, y de verdad en esta mañana resucitar con los que murieron para no enterrarnos en un cementerio, para no hundirnos en la angustia, en la desesperación. En el llanto sin sentido, en el reclamo, en le ¿por qué?!

En todo esto que forma parte de un proceso que debe ir como avanzando hacia resucitar con los que viven en Jesús, los que partieron en Él. Renacemos desde el duelo y podemos hacer experiencia de Cielo, desde ese otro lugar de infierno que supone sentir en lo hondo del corazón la ausencia de aquellos que le daban verdadero rostro a nuestro ser. Y verdadera identidad a nuestra persona. No porque sí Jesús la llama por su nombre a María; al decirle María la está volviendo a lo más profundo de su yo y le devuelve identidad por su propio nombre.

Cuando le dice María ella se da cuenta que la muerte no ha podido con el Misterio de Jesús, y ella misma empieza a renacer con Jesús. Volviendo a ser la que estaba llamada a ser y más, porque ahora tiene una misión que cumplir. Ir a decirle a los demás que Jesús está vivo. Que no ha muerto y que la muerte ha sido vencida para todos.

Queremos encontrar en la catequesis de hoy la posibilidad de resucitar con los que ya en Cristo han resucitado para no morirnos con nuestros muertos.

En distintos aspectos de nuestra vida, en lo físico, emocional, social, espiritual, que intentaremos describir ahora, mediante “Renacer en el duelo” o “Resurrección, grupo de ayuda para familias en duelo”, de Mateo Bautista.

¿Cuáles son las reacciones que nos genera la muerte de un ser querido a distintos niveles de nuestro ser personal?

Las describimos como para ayudarte a entenderte, si vas experimentando en tu corazón algunos de estos síntomas. Es comprensible que así sea, para que puedas ocuparte en esta nueva dimensión de la vida que supone incorporar en el esquema de todos los días de la vida la experiencia hiriente de la muerte.

A nivel físico: son repercusiones en el aparato digestivo, circulatorio, nervioso, glandular. Dolores en el pecho, en la cabeza, sofocones. A veces también se experimentan taquicardias, insomnios, pérdidas del apetito, pérdida de la fuerza física, falta del deseo sexual, etc.

A nivel emocional: aparecen las mayores dificultades, se alteran nuestros sentimientos y emociones. Decimos “estoy un poquito desequilibrado”. Me tocan y lloro. Estoy bien y en cualquier momento sube como una angustia que me gana la razón, no la puedo dominar, puede más que yo, me brotan las lágrimas fáciles, pierdo un poco el sentido emocional; aparece como un shock, como una reacción defensiva también de negación con lo que ha ocurrido. Puede ser que venga acompañado con un cierto aturdimiento que busco, pánico. Se me despierta un sentimiento interior de incredulidad: “no es posible”. Una reacción de rechazo e ira, de culpa, de resentimiento, de recuerdos de hechos que están marcados por el dolor que supuso la partida de ese ser querido. Ansiedad, tristeza prolongada con llanto. Soledad que se busca, depresión o escape, también a estar solo.

Esto es lo que a nivel emocional genera la partida de un ser querido y es bueno como describirlo fenomenológicamente para que vos te puedas comprender lo que te está pasando, o lo que te ha pasado, de verdad, has experimentado en la partida de un ser amado.

A nivel mental: dificultades de concentración, como cierta ausencia de proyectos, una cierta dispersión, también ansiedad en la búsqueda del ser querido. Sentir su cercanía y su presencia en los objetos que dejó.

Querer encontrarse con el otro melancólicamente, en aquellos que eran sus cosas y tocarlas. Visitar su tumba, pero no como quien hace memoria agradecida del que se fue y aquí nos deja su memoria y su recuerdo, en su ser cuerpo, en su cadáver enterrado, sino casi como queriendo resucitarlo de ese lugar, pero en un sentimiento de dolor que se hace melancolía. A veces se nos aparece en sueños también. Queremos buscarlo en algún mensaje que nos dejó, en alguna carta. Y podemos vincularnos melancólicamente mal. Con esa idea que hiere interiormente el corazón y no nos da vida.

A nivel espiritual, la muerte puede poner en tela de juicio una fe inmadura, una fe ingenua, interesada. La pone al descubierto. También la puede purificar. Y de hecho siempre el paso de Dios para con nosotros bajo cualquiera de los aspectos en los que Él se acerca es para hacernos crecer, madurar y purificar nuestra fe.

En no pocas ocasiones provoca, la muerte, un alejamiento de Dios y su rechazo, no queremos estar con Dios. Esto también es comprensible. Esto forma parte de la primera reacción que a nivel espiritual nos deja la experiencia de la muerte de un ser querido.

También la muerte hace tomar conciencia de la propia finitud. La vida se termina. La muerte es una realidad y esto puede ser ocasión de apertura a lo eterno, o de desprecio por la vida. Depende donde puedas pararte, lo importante es no hacer de lo que se siente o percibe en estos momentos de crisis espiritual una toma de opción que te saque de los verdaderos caminos donde sabemos que la fe te conduce.

La propia finitud, nuestra vulnerabilidad, lo precario de nuestras estabilidades.

Como dice Ranner, la muerte es muerte cuando alguien se muere y que significa alguien para nosotros. Sino es algo que le ocurre a otro pero que no nos pasa a nosotros. Si nos empieza a pasar cuando les ocurre a otros, que nos resultan cercanos, entonces la muerte tiene una dimensión real para nosotros.

A nivel social, cuando alguien muere, muere un poco del corazón de quienes lo amaban. La muerte puede producir también resentimientos hacia los demás, hacia los allegados, hacia los que quieren ayudar, o incluso hacia el mismo difunto. Como un reproche: ¿por qué te vas ahora?! ¿por qué me dejás solo/a?!

Esta primera reacción a niveles diversos, social, físico, emocional, espiritual, mental, nos ayudan fenomenológicamente a entender que es definitivamente lo que nos está pasando o pudo haber pasado cuando murió un ser querido, como primer impacto. Claro, después se instala en el corazón ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?

Hasta que en un proceso de duelo, que vamos a ver cómo y en qué consiste, empieza a aparecer un ¿para qué? El sentido que la muerte de un ser querido tiene. Lo vemos mientras caminamos junto a tu duelo y a tu muerte.

El término duelo viene del vocablo latino “dolium”, es la reacción emocional espontánea por la pérdida de algo. El alejamiento de alguien o la muerte de un ser querido que se sobre la que nos detenemos hoy en el día de nuestros queridos difuntos. Esta separación, desprendimiento, desgarrón, afecta a toda nuestra persona. A veces produce una crisis existencial: “¿para qué seguir viviendo?”

Es tan fuerte el vínculo entre nosotros, es tan determinante lo que significan los otros para uno que la muerte nos pone de cara al sentido de la vida. La intensidad de los sentimientos se produce por lo definitivo de la pérdida. Y un camino para recorrer, a la hora de sanar esta herida interior que nos trae tanto, tanto dolor.

El duelo es lágrima furtiva ante la tumba. Solitaria soledad, entre muchos. Sobrevivir sin vivir, ir a la mesa y encontrar un hueco vacío. Desear que la realidad fuera distinta luchando contra lo imposible. Estar en la cama sin sentir el calor de la caricia del otro. Muerte del hermano que levantó pronto vuelo. Entrar en el lugar donde la vida no es vida. La muerte. Ilusión de un embarazo que nunca verá la primavera de la vida. Ternura de abuelos regados en penas. Miedo e inseguridad del hijo que perdió una estrella fija en el firmamento.

Querer amar y mediar la ausencia física. Ver crecer a los hijos de los amigos y no al propio hijo. Un imposible: “si viviera ahora él”.

Todo esto forma parte del duelo pero no termina de sanar lo que la muerte en su herida nos deja. Aunque lo acabamos de describir dice claramente entre estos muchos sentimientos, lo que ocurre en el corazón cuando un ser querido partió, voló, se fue.

Hay como fases, que Mateo Bautista describe a la hora de ir elaborando interiormente con los que viven en Dios y no enterramos con los que dejaron su cuerpo en el cementerio.

“Si es necesario 9 meses para gestar una vida, se necesitan otros tantos para el proceso de separación de las personas amadas y para el nacimiento a la nueva vida”.

Como reflexionaba Mamerto Menapace frente a aquella experiencia tan linda, en “Del paso a la espera”. Dice él que tuvo la oportunidad de encontrarse con las dos puntas de la vida en un momento determinado de su ministerio sacerdotal. Yendo al hospital se encontró con Betina, que daba a luz a su hijo y decía, del vientre de Betina salía aquel que lloraba y todos se alegraban por su llegada. Y al mismo tiempo, experimentaba la muerte de un anciano, muy querido en el pueblo, que todos lloraban su partida, y alguien en el cielo se alegraba por su llegada.

La muerte está marcada por el llanto y la alegría, la vida está marcada por el llanto y la alegría. Entenderlo es el misterio de la vida.

El duelo no es pasividad, es un proceso, exige un gran dinamismo interior. No podemos quedarnos como si nada pasó, o que la vida sigue pasando. Porque hay algo que me está golpeando la puerta. Me dice: “la muerte es una realidad y te golpea la puerta”. ¿Qué hago?

Si creemos que la muerte forma parte de la vida y Dios la asumió, el paso de la muerte, aún cuando sea trágica, dolorosa, inesperada, de lo que no se espera (en realidad nunca se la espera), hay que entender que de alguna manera es Dios que está pasando y toca a la puerta, es un golpe de la puerta muy duro, pero si es Dios intentemos abrir desde dentro, desde el único lugar desde donde nuestras puertas interiores se abren.

¿Cómo se hace para que este paso de Dios sea sano, la herida que nos deja la partida de un ser querido?

Primero reconocer que al principio hay un cierto aturdimiento. Después una lamentación, surgen las primeras expresiones inarticuladas en gestos. Viene la queja: “no lo puedo creer”, no se puede terminar de entender que no está el que antes estaba. Hay negación:“no, no es cierto” no me está pasando, a ver pellízquenme porque esto no es verdad, es un sueño. Rechazo: “no, no lo acepto!, no lo trago”! No puedo terminar de decir que sí, que esto me pasa.

Miedo, ansiedad, culpa hay veces: “si yo no hubiera”, “las cosas que hubiera podido charlar con”, “lo que me perdí cuando”, “¿para qué me enojé?”

La bronca: “¿por qué a mi?”, esta pregunta es un grito existencial. ¿Por qué me lo hiciste Dios?, forma parte del proceso.

Tristeza honda y profunda: “¿qué sentido tiene la vida, si no tengo a los que me daban vida?” Y con los que compartía la vida.

La vida es el vivir con el otro, la vida es el otro y la vida del otro en mí y yo en él. Si ya no está, qué sentido tiene.

La resignación: “me tocó a mi”. Pero ésta es una cierta fatalidad, es como un bajar los brazos, porque ya la impotencia que genera no tiene más que un golpe mortal que termina con la vida.

Después de esto viene un reencuentro, un reencuentro con aquel que siempre en el momento más duro estuvo. Dios no dejó de estar a mi lado, tampoco en la muerte.

¿Cómo hubiera podido estar de pie, cómo hubiera podido seguir respirando, cómo hubiera podido seguir levantándome cada mañana, si Dios no hubiera estado de mi lado?

Después hay que dejarse trabajar por la serenidad interior.

Después de que pasó un tiempo de que todos estos sentimientos se fueron mezclados, vamos recobrando progresiva y serenamente la Paz. La serenidad. El otro no está y empieza a estar de otra manera. Donde Dios está yo puedo comenzar a estar con Él. Hay que volver a vivir. Es la aceptación, mi ser querido me quiere feliz. No me quiere triste. El que se fue está feliz, es claro que vos llorás y que sufrís.

El que está feliz te quiere feliz. No lo podés hacer de un día para otro, que no te venga la risa rápidamente, pero en el proceso final, tenemos que aprender a estar donde los otros están para seguir. Porque esto es: la muerte nos separa y no nos separa.

El Cielo nos espera. Claro que la demora al punto final del encuentro se hace a veces duro pero el Cielo nos espera. La muerte no nos separa, el Cielo nos espera.

Caminemos hacia donde están los que ya partieron, viviendo profundamente ya desde aquí el Cielo anticipadamente.... En comunión con los que se fueron, aún cuando sintamos que su ausencia nos juega una dura pasada y aún cuando sintamos que el dolor de que no estén, nos resulta difícil, también igualmente cierto que si el Cielo está aquí, y ellos están en el Cielo, ellos están con nosotros para seguir caminando.

No nos muramos con los que murieron. Vivamos donde ellos viven, en el Cielo que nos espera y que ya compartimos como bien lo dice Jesús. El Reino de los Cielos, el Cielo ya está aquí entre nosotros.

(fuente: www.radiomaria.org.ar)

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