Es cierto: si me pongo a escudriñar en mi vida, las veces en la que el Señor ha tenido que ocuparse “personalmente” de dejarme algo en claro o ponerme alguna señal en mi camino, ha utilizado lo baladí de la cotidianeidad.
Hoy no fue uno de esos días. El Señor, nuestro Padre, me ha puesto una puerta de blindex impecable, prístina, transparente en mi camino sin señales previas. Algo que dijera: “A 100 metros, a usted le enseñarán algo” o “Cuidado, está por atravesar una puerta, ponga las manos por delante”.
Llegué a misa, urgido por el horario y mis preocupaciones. Chiquitas. Minúsculas. Pero agigantadas por la falta de fe. “Si vuelves la vista atrás –me decía hace unos días un cura amigo- dime si alguna vez Dios no se ocupó de ti. ¿Por qué dejaría de hacerlo ahora?”… Pero las cosas son así, y uno mira –muchas veces- demasiado humanamente las cosas humanas.
Así estaba en la celebración mientras el sacerdote echaba su homilía, arrebatado en mis pensamientos, cuando en un giro leve de mi vista apareció ella.
Era una niña de unos 12 o 13 años, en una silla de ruedas. Además de la evidente imposibilidad para caminar, tenía signos de otros problemas neurológicos. Una pequeña guía de hierros mantenía su cabecita erguida. Sus bracitos se movían torpemente y sus manos estaban cerradas en un ángulo incómodo. Sonreía. Sus ojitos se abrían y se cerraban vivaces. A su alrededor había cuatro personas. Su mamá, su papá y dos hermanitos menores, “divinamente irrespetuosos” de esa silla de ruedas que se interponía entre ellos y su hermanita.
Era una imagen extraordinaria de la Sagrada Familia. Mientras su madre tomaba su manita con dulzura, su padre le acariciaba el cabello. Y cuando su mamá la soltaba por un momento, su papá era ahora quien tomaba su mano para sostenerla. La cubrían de besos, todo el tiempo. Y al llegar el saludo de la paz, sus hermanitos se peleaban por llegar primeros hasta su rostro y besarla.
Esperaron hasta el final para ir a comulgar. Y luego su madre se arrodilló piadosamente al lado de su niña en silla de ruedas y -mientras rezaba en acción de gracias- no dejaba de acariciarla un solo instante mientras le susurraba al oído.
Pasaron por delante de mí y no me animé a romper esa unión hermosa para preguntarle por su nombre y comenzar a rezar por ella, con mi propia familia. Pero digamos que todavía escucho el sonido del blindex romperse frente a mi. Fui con un montón de preocupaciones insignificantes. Te lo vuelvo a decir: preocupaciones estúpidas. Y Dios me ha dado un regalo extraordinario.
Conocer a esa niña en sillas de ruedas. Y a sus padres. Y a sus hermanitos. Una verdadera Sagrada Familia. Y entonces, establecer las verdaderas prioridades.
(fuente: www.yocreo.com)
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