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sábado, 2 de noviembre de 2013

Los difuntos y la vida eterna

En la Catequesis de hoy, el P. Daniel Cavallo reflexionó sobre la vida después de la muerte y el recuerdo de los difuntos. En estos días en nuestras comunidades parroquiales se están haciendo novenas por los fieles difuntos y también la preparación a la fiesta del día de todos los santos. Hoy reflexionaremos sobre la parte del Credo que dice “creo en la vida eterna” y así revalorizar este sentir tan profundo de la iglesia de la oración por los fieles difuntos.


Creo en la vida eterna

«No se inquieten. Cr ean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes.Ya conocen el camino del lugar adonde voy».Tomás le dijo: «Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?». Jesús le respondió: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí" Jn 14, 1-6

Éste texto es muy reconfortante, por esta promesa de Jesús que nos está preparando un lugar en la otra vida. Éste fragmento del evangelio debería alejar de nosotros los miedos y dejarnos seguridad en el corazón por la promesa amorosa de Dios. ¡Qué palabras cariñosas las del Señor, que nos dice que cuando viene a nosotros es porque ya tiene un lugar preparado para nosotros!.

La novena de la fiesta de los santos y la conmemoración de los difuntos es una buena oportunidad para recordar a nuestros difuntos, y es una linda fiesta popular que no hay que olvidar.

El Catecismo de la Iglesia Católica en el punto 1020, donde se hace referencia al Credo, nos habla de la vida eterna. “El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad:

«Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos [...] Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos [...] Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor» (Rito de la Unción de Enfermos y de su cuidado pastoral, Orden de recomendación de moribundos, 146-147).


El juicio particular

Nos dice el Catecismo que “la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros”

Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre.

«A la tarde te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias, 57).


El cielo, el purgatorio y el infierno

Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4) (…) Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.

Salvo que elijamos libremente no amarle podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3, 14-15). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección”. Es por eso que nosotros también rezamos por los moribundos para que la gracia de Dios toque sus corazónes y ellos con un corazón abierto puedan recibir el amor de Dios" (Cateciscmo, 1033)

No es un tema ni temeroso ni terrible, sino que San Francisco de Asís por este convencimiento de lo que Jesús nos dice en el evangelio, llegó a llamar a la muerte “hermana” y mientras él se preparaba para bien morir, por su enfermedad, decía a sus hermanos “no retrasen a la hermana muerte que venga a buscarme”. Y lo dice por esa convicción de que cuando Jesús tiene preparada la morada para nosotros nos viene a buscar.

Todos tenemos en el corazón el recuerdo de nuestros seres queridos difuntos, por eso quería compartir con ustedes un lindo texto del Cardenal Carlo María Martini quien fue Arzobispo de Milán.


Comunicarnos con nuestros muertos
por Cardenal Carlo María Martini

Podemos comunicarnos con nuestros muertos, ellos nos conocen y, aunque estén ahora en el cielo junto a Dios, conocen el mundo que dejaron, conocen ante todo su relación con Dios y con sus planes eternos que ahora pueden contemplar. A partir de Dios, por tanto, conocen nuestras cosas, nuestros problemas y hablan de ellos entre sí y con Dios.

Ellos no sólo nos conocen, sino que nos están cerca. Es cierto que han dejado el mundo para vivir en donde están los cuerpos gloriosos de Jesús y de María, es decir, fuera y más allá de todo el universo y de su espacio. Pero todavía intervienen en el mundo y están presentes en él con su oración, con la fuerza de su amor, con las inspiraciones que nos ofrecen, con los ejemplos que nos recuerdan, con los efectos de su intercesión.

El amor que tuvieron con las personas queridas, con nosotros, conmigo, con ustedes, no lo han perdido. Lo conservan en el cielo, transfigurado y no abolido por la gloria. La expresión de santa Teresa de Lisieux: “Quiero pasar mi cielo haciendo el bien sobre la tierra”, no vale sólo para la Santa carmelita. Vale para todos aquellos que piadosamente creemos acogidos por la misericordia de Dios.

Padres, familiares y amigos queridos, hablan a Dios de nosotros y le presentan nuestras intenciones y nuestras dificultades. Ellos conservan, ciertamente, en el cielo, las intenciones, los afectos, los intereses por los grandes valores de esta vida, esos intereses que son también nuestros, que ellos nos dejaron en herencia en los cuales nos educaron. Oran en favor nuestro para que estos intereses, intenciones y valores, crezcan en nosotros y sean llevados a esa perfección que nos permitirá gozar, un día, el rostro de Dios con ellos y como ellos.

Quiero subrayar un modo de presencia de nuestros muertos. Ellos están presentes en todo tabernáculo y en todo altar en donde se celebra la Eucaristía (La Santa Misa). En la Eucaristía está Jesús Resucitado, está la fuerza de su Resurrección y, con Jesús Resucitado, están presentes todos los Santos, todos los que murieron en el Señor. Están presentes con su adoración y con su amor por Jesús, que es también amor por nosotros que estamos alrededor de la Eucaristía. Y están presentes, en particular, los que nos aman más, que nos son queridos y que con nosotros adoran a Jesús.

Claro que permanece un terrible velo entre el mundo visible y el invisible. Sin embargo, también es cierto que el amor es más fuerte que la muerte, y el amor de Cristo Resucitado llena el corazón y la vida de nuestros queridos difuntos. El mismo amor de caridad que está en nosotros, en ellos está en plenitud.

Y precisamente partiendo de esta plenitud de ellos, nos alcanzan y nosotros también nos unimos a ellos con nuestro amor y con nuestra oración. Por el contrario, no lo podremos alcanzar y correríamos el riesgo de abrazar un vano fantasma, fruto de excitación y de falsa credulidad, si pretendiéramos comunicarnos con ellos a través de medios extraordinarios que nada tienen que ver con la fe y que no se basan en la oración.

Ciertamente se puede comprender que, a veces, personas probadas ante el dolor por la pérdida repentina de una persona queridísima, traten de ponerse en contacto con ella. Pero para esto no sirven los medios supersticiosos.Tenemos en la fe, en la oración y en la Eucaristía, el medio, el lugar y el ambiente para una comunicación real de amor con los difuntos.

escrito por el Padre Daniel Cavallo 
(fuente: www.radiomaria.org.ar)

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