Todos necesitamos alguien en nuestras vidas que nos ahuyente esos miedos innatos que crece en nosotros y que nos quitan la paz. En el Evangelio encontramos en numerosas ocasiones la invitación de Cristo a sus discípulos a no tener miedo: "No tengan miedo. Soy yo" (Mt 14, 27). Las mismas palabras las repite a las mujeres a las que se aparece resucitado el día de Pascua (Mt 28, 5.10). Es un estribillo que se repite en muchos encuentros con sus apóstoles y discípulos. El solo encuentro con Cristo quita el temor y alimenta la esperanza.
Mientras caminamos por la vida terrena nuestro modo privilegiado de encuentro con Cristo (además de los sacramentos y del "sacramento" de la caridad al prójimo) es la oración. Allí encontramos al Cristo vivo y verdadero, el que aleja el miedo y alimenta la esperanza. Por ello la oración es non sólo intérprete de la esperanza sino también fuente de la esperanza. Quien ora con sencillez, encuentra al divino Maestro y prostrado con confianza a sus pies escucha sus palabras. De este encuentro salimos renovados en la mente y en el corazón. De frente a los vendavales del mundo, a las pequeñas o grandes sorpresas de la vida, el orante es capaz de guardar la calma y da a su vida una fundamental tonalidad de esperanza, un optimismo radical que nada ni nadie le podrá quitar. La oración alimenta nuestra esperanza y nos quita el miedo. Esa es nuestra experiencia y fue la experiencia de Jesús. Cuando acaba su en Getsemaní, después de la intensa agonía que lleva a su alma hasta una tristeza de muerte, confortado por la oración se acerca a apóstoles y les dice: "¡Levantaos. Vámonos!" (Mt 26, 46). La oración le ha hecho superar el miedo, la oración le ha hecho recuperar la confianza. La oración ha vuelto a poner ante sus ojos de hombre el rostro amable del Padre que le dará fuerza para afrontar la ignominia de la cruz.
escrito por P. Pedro Barrajón, L.C.
(fuente: www.la-oracion.com)
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