I
Tú y yo estábamos hablando sobre la calzada elevada de la puerta de tu casa en Belén, y los hombres, que se saludaban y movían, ni siquiera se fijaron en aquella pareja de humildes aldeanos que irrumpieron por la calle rebosante, llena de confusión y forasteros.
Alguien nos contó de ellos cosas maravillosas: sin que lo advirtieran, era la pareja más grata a Dios que pisaba los caminos, y los seguimos a distancia para ver qué hacían.
Vienen desde lejos, como los demás, para cumplir con el edicto del Emperador. Traen, como único ajuar, una borriquilla y una alforja con las cosas necesarias. Son descendientes de David -¡quién lo diría!-, y se confunden entre las gentes llegadas de todas las comarcas.
Ella, sobre su cabalgadura, es María. José va a pie, delante de la borriquilla, abriéndose paso como puede, entre la apretada multitud. Así han caminado desde el Norte, pasaron sin detenerse por Jerusalén, y, sin cambiar su andar de viajeros, acaban de entrar en el pueblo.
Entre la abigarrada muchedumbre, llena de colorido y de gritos, cabalga la Reina del Cielo. Nadie se fija en ella.
El esperado por milenios acaba de entrar en Belén, y nadie lo sabe. Los hombres y mujeres se agitan en el mercado bullicioso que todos componen, y no se dan cuenta de la visita que reciben. Van derechos al mesón. María no se apea del animal. José entra. Pasa algún tiempo. Sale, toma el ramal de la asnilla, y, sin decir nada a la Virgen -sólo cruzan entre sí una mirada-, continúan por aquella calle, hacia la otra salida del pueblo.
Buscan refugio lejos de los hombres. No había lugar para ellos…
II
Ocultarse y desaparecer. Misión tuya y mía si queremos ser eficaces. Si no somos humildes, fabricaremos nubes y gastaremos la vida en verlas pasar: el camino se revela a los pequeños.
No había lugar para ellos: la pobreza de la familia no disponía del dinero necesario para alquilar la comodidad de una estancia reservada, y la pureza de María exigía rodear su parto de soledad y retiro.
No se enojan, ni protestan, ni critican. No reaccionan como nosotros cuando no nos dan nuestro lugar, ese lugar muchas veces imaginado. Aprendamos a portarnos de esa manera cuando nos desprecian, o no nos toman en cuenta, o no valoran nuestras condiciones y obras, o cuando creemos que se aprovechan de nuestro esfuerzo, que son formas distintas de no darnos el lugar que nos corresponde. Tampoco se lo dieron a José, ni a María, ni a Jesús. Los vemos alejarse.
A esos peregrinos no les acompaña ni el disgusto, ni el resentimiento, ni el malestar. Serenos, conocen su propia condición, no les extraña; pues así lo quiere Dios. Lo sienten, sí, por el Niño que va a nacer, no por ellos.
III
Es en relación a Cristo como hay que vivir esas peleas interiores: las batallas y guerras personales.
¿Es que otros con menos condiciones que tú brillan más? Así lo quiere Dios. Tienes, por lo menos, el consuelo de que a otros dio brillo y a ti, sin embargo, condiciones. Además -fue una anciana moribunda quien lo dijo a su hija consagrada a la caridad-, «no pretendas brillar en este mundo, sino en el otro».
Y si no quieres brillar en la tierra, no tendrás curiosidad, ni desazón, pues no son otros, sino Cristo, la referencia. Estarás atento al modelo: Hombre, Niño, Hostia. Es la tendencia a bajar, en contra de la soberbia que, con mil pretextos, nos empuja a subir.
Decidirse a vivir la humildad supone una conversión. Es una conversión a Cristo; la paz se presenta como premio inmediato.
Tendencia a bajar, como la raíz, que no pide ningún reconocimiento por llenar de frutas jugosas la copa del árbol. Que las miradas de los hombres no se lleven el mérito de tu labor. Raíz silenciosa y amante: ante la contrariedad, ante la injusticia, ¡calla!, que así lo exige el amor. Y no quieras ser mayor, baja. No justifiques tu soberbia con años, con éxitos… La raíz que se sube seca el árbol. ¿Fiarte de ti? ¿Tan pronto olvidas tus fracasos?
IV
Y vemos alejarse a la humilde pareja, dejándonos -nosotros sabemos quiénes son- un ejemplo impresionante.
En nuestra vida entre los hombres es preciso estar vigilantes, pues seguimos con facilidad las conductas que fomentan nuestra vanidad: y es la de esos peregrinos la indicada. Cuando no haya lugar para ti, acuérdate de que eres polvo. La grandeza está en la humildad. El tomillo exhala su aroma cuando lo pisan. Y una mala contestación es una oportunidad. Pues cuando se es más grande en el amor, menos importa aparecer pequeño: las estrellas gigantes no temen presentarse como gusanitos de luz.
Los viajeros han desaparecido de nuestra vista, y nos quedamos pensando en la Niña Virgen. El viaje para ella debió ser molesto, pues estaba en el noveno mes de su embarazo. Cuando se tiene una misión grande no se buscan excusas, y el yo jamás aparece.
El humilde es noble, dócil, útil. Como el bronce, que en el calor se hace fluido y adopta fácilmente la forma que se le da: si campana, sus llamadas se oyen lejos; si quieren fundirlo de nuevo, lo admite, y adopta tantas formas como el artista quiera darle, pues en sus manos se hace blando y silencioso; y al salir de ellas, se endurece y es sonoro; se amolda a lo que convenga tantas veces como sea preciso: campana, lanza, comedero, vaso de adorno. Conozco a muchos que así hacen de todo por el amor.
Al acabarse las blancas hileras de casas, José siguió su camino. Una gruta, que sirve de establo, los recibe.
Reproducido con permiso del Autor.
“Caminando con Jesús”, J.A. González Lobato, Ediciones RIALP, S.A.
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(fuente: www.encuentra.com)
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