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jueves, 14 de mayo de 2015

Los 10 mandamientos siguen vigentes (X)

DECIMO MANDAMIENTO "No codiciarás las cosas ajenas".

La Ley de Dios no tan solo nos prohibe la Malas acciones, sino también intenta arrancar la raíz de ellas: los malos deseos del corazón humano. Ya el Señor Jesús advirtió: "Del corazón proceden los malos deseos, asesinatos, adulterios, inmoralidad sexual, robos, mentiras, chismes..." (Mt. 15, 19).

Así como están íntimamente ligados el Sexto y el Noveno Mandamientos, que no sólo prohiben los actos de fornicación sino también los mismos deseos, del mismo modo están unidos los Mandamientos Séptimo y Décimo. Si el Séptimo nos dice tajantemente "NO ROBARAS", el Décimo por su parte extrae de raíz el pecado del hurto al prohibirnos aún el codiciar las cosas que no nos pertenecen.

El Noveno Mandamiento prohibe la codicia carnal y el Décimo desdobla y completa al Noveno al prohibir la codicia del bien ajeno, que viene siendo la raíz del robo, de la rapiña y el fraude, ya prohibidos por el Séptimo.

La codicia tiene su origen, como la fornicación, en una especie de idolatría que nos hace poner las cosas por delante de Dios. Si del corazón humano salen todos los pecados, podemos decir que los Mandamientos Noveno y Décimo, resumen todos los preceptos de la Ley.


El desorden de la concupiscencia

El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Deseamos comida cuando tenemos hambre o calentarnos cuando tenemos frío y estos deseos evidentemente no son malos, sino todo lo contrario. Pero sucede con frecuencia que los deseos no guardan la medida de lo razonable y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro.


No a la avaricia.

La avaricia es el deseo desordenado de poseer bienes terrenos. Es la pasión por TENER. La riqueza proporciona seguridad, comodidades, lujos y sobre todo poder. Llevado por la avaricia, el hombre es capaz de dañar al prójimo tanto en sus bienes como en sus personas, La Biblia nos dice en el libro del Eclesiástico (Sirácides): "el hombre de mirada codiciosa es un malvado que aparta los ojos y desprecia a las personas. El ambicioso no está contento con lo que tiene, la injusticia mala seca el corazón" (Si. 14,8-9).

San Pablo en su primera carta a Timoteo le advierte de la siguiente manera: "Los que a toda costa quieren hacerse ricos, sucumben a la tentación, caen en las redes del demonio y en muchos afanes inútiles y funestos, que hunden a los hombres en la ruina y la perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán del dinero y algunos, por dejarse llevar de él, se han desviado de la fe y se han visto agobiados por muchas tribulaciones". (1 Tim.5,9-10)

Evidentemente no quebranta este Mandamiento el que desea adquirir algo de otra persona por medios justos. Pero peca el comerciante, por ejemplo, que desea una escasez o carestía para poder elevar los precios, o bien un médico que deseara una epidemia para tener pacientes.


No a la envidia

El Décimo Mandamiento exige también desterrar del corazón la envidia, que puede llevar a cometer las peores fechorías. Fue la causa del primer crimen de la historia, la muerte de Abel a manos de su hermano Caín (Gén.4,8).

La envidia es el pecado capital que manifiesta tristeza ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo aunque sea de forma indebida. Cuando desea al prójimo un grave mal, es pecado mortal. Es rechazo total de la caridad y el bautizado debe luchar contra la envidia con la virtud de la benevolencia, que es el desear el bien al prójimo, aunque éste fuera un enemigo. La envidia procede a menudo del orgullo. El bautizado debe esforzarse por adquirir la virtud de la humildad, base de muchas otras virtudes.

Poderoso caballero es don dinero" reza un dicho popular. El poder irresistible del dinero y la avidez irrefrenable del "tener más", deben verse como causas de ese "juego sucio" del enriquecimiento inexplicable de tantos ambiciosos implacables, capaces de cualquier cosa: "movidas", "trinquetes'," "concesiones", "financiamientos", "lavado de dinero" y toda clase de trampas y extorsiones, de palancas e influencias. Una vez adormecida la conciencia, acostumbrados al dolo, los lleva a cometer infames injusticias tanto particulares como sociales.


La pobreza de corazón.

En contraste total con la ambición y la codicia, el Señor Jesús nos habla del desprendimiento de las cosas terrenas: "No reunáis tesoros aquí en la tierra; acumulad tesoros en el cielo" (Lc.6,19-20). A sus discípulos los exhorta a preferirle a El por encima de todo: "Cuál quiera de ustedes que no renuncie a todo lo que tiene, no puede ser mi discípulo" (Lc. 14,33).

Así pues, el precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los Cielos.

El documento Lumen Gentium del Concilio Vaticano II en su número 42 nos dice: "Todos los cristianos han de orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto".

Cuando el Señor nos dice: "Bienaventurados los pobres en el espíritu" (Mt.5,3), matiza magníficamente el asunto de la pobreza y la riqueza. La pobreza no es una virtud por sí sola, como la riqueza no es pecado automáticamente. Podemos ser pobres codiciosos y envidiosos o ricos magnánimos y desprendidos. El secreto de la bienaventuranza radica en el desprendimiento interior de lo que poseamos, sea poco o mucho. Ni es santo el pobre por ser pobre, ni es maldito el rico por serio: lo que Cristo nos pide es ser libres interiormente de las riquezas propias o ajenas.

Tenemos que decir, sin embargo, que la riqueza es tan agradable, tan apetecible, que representa un peligro tremendo.

El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de sus bienes: "¡Pobres de ustedes los ricos, porque tienen ya su consuelo!" (Lc. 6,24).

"El orgulloso busca el poder terreno, mientras que el pobre en el espíritu, busca el Reino de los Cielos" nos dice San Agustín. El pobre espiritual se abandona a la Providencia Divina, libre de las inquietudes por el mañana, mientras que el codicioso, basa su seguridad en sus riquezas, que no podrán comprarle la Vida Eterna. La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.


La Propiedad Privada.

Cada día es más claro que aun que es legítima la propiedad privada, tiene sin embargo un valor relativo. En un extremo absoluto inaceptable está la frase famosa del sociólogo Joseph Proudhon: "La propiedad es un robo". Y por el otro lado la Doctrina Social Católica afirma con Juan Pablo II que "la propiedad tiene una función social y sobre ella grava una hipoteca social" (Documentos de Puebla 1224)

La Iglesia, inspirada en la pobreza de Cristo y en las sugestivas afirmaciones de su Evangelio, siempre ha considerado como una virtud característica del cristiano, la caridad, por la cual, el que tiene más, debe preocuparse por los más pobres y compartir con ellos sus bienes.

La historia de la Iglesia abunda en estos hechos. En nuestra patria, por ejemplo, toda la beneficencia pública estaba en manos de la Iglesia durante la colonia. Por las llamadas leyes de reforma, hubo que empezar de nuevo y ahora tenemos la Comisión Episcopal de Pastoral Social (CEPS), con domicilio en Tintoreto 106, en la colonia Ciudad de los Deportes en la Ciudad de México, D.F., cuya misión es encausar los donativos anónimos de los católicos para impulsar obras de maravilloso contenido social. Es la manera inteligente y humilde de ejercer la caridad con los pobres.

La pobreza y más aún la miseria de los que viven una vida infrahumana, nos interpela en dos niveles:

a) Socialmente: somos todos miembros de la gran comunidad humana, somos solidarios a nivel planetario. "Nada humano puede serme ajeno" exclamó un poeta clásico. El bien de mis semejantes me obliga a ser participativo. Millones de dólares se destinan a defender perros callejeros, focas blancas o ballenas azules, mientras miles de seres humano mueren de hambre en Africa.
b) Como Cristianos: Somos hijos de Dios, hermanos en Cristo. Lo que hagamos en provecho de un pobre, lo hemos hecho al mismo Jesucristo (Mt.25, 40).

El sentido cristiano busca superar al imperativo de la mera justicia, con la libre, atrayente y conquistadora suavidad de la caridad cristiana.

Está muy bien que la ley proteja la propiedad privada, pero está mejor que el Evangelio, perfeccionamiento de toda ley, nos convenza, como cristianos, que:" nadie podrá tener algo sobrante como propio, mientras un hombre-hermano, carezca de lo necesario...".

escrito por Dr. Don Rafael Gallardo García / R.P. Pedro Herrasti 

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