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domingo, 4 de marzo de 2012

En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre, que decía: "Este es mi Hijo amado; escúchenlo"

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (Mc. 9, 2-10)
Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte alto y se transfiguró en su presencia. Sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr sobre la tierra. Después se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro le dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". En realidad no sabía lo que decía, porque estaban asustados. Se formó entonces una nube, que los cubrió con su sombra, y de esta nube salió una voz que decía: "Éste es mi Hijo amado; escúchenlo". En ese momento miraron alrededor y no vieron a nadie sino a Jesús, que estaba solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos guardaron esto en secreto, pero discutían entre sí qué querría decir eso de resucitar de entre los muertos".


Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.

Reconocido como Cristo pero no aceptada aún su cruz, Jesús sube a un monte con tres de sus discípulos y les deja ver, momentáneamente, su verdadera identidad. La experiencia es tan placentera que Pedro se olvida de sí y de los compañeros para mirar sólo por Jesús y sus compañeros: está dispuesto a vivir a la intemperie con tal de prolongar lo que vive. La voz de Dios interrumpe su proyecto y sus sueños: reconociéndolo como Hijo querido, quiere Dios que se le obedezca; no son los sentimientos, por buenos que sean, sino la obediencia a Dios lo que debe suscitar la contemplación de Jesús. Seguirle es imperativo divino; y los tres discípulos volverán a la realidad y a la llanura, con un nuevo saber pero sin mejor entendimiento. Hasta que Jesús no resucite de entre los muertos no lograrán comprender lo vivido: ni la convivencia continua ni una visión ocasional hicieron de los seguidores de Jesús mejores discípulos, sólo la experiencia de su resurrección. Mientras tanto, más que dedicarse a envidiar a Pedro, por lo que pudo ver y oír, podríamos emplearnos en quedarnos encantados con Jesús, sin dejar de mirarlo, sin dejar de mirar por El.

Sólo seis días después de la confesión de Pedro (Mc 8,27), Jesús lleva consigo a tres de sus discípulos a un monte: al elegirse sus compañeros, los privilegia no ya ante la gente sino, sobre todo, frente al grupo de discípulos para presenciar un hecho insólito, la transformación de Jesús merced a una actuación especial de Dios: los videntes alcanzan a ver lo que Dios les deja, siendo Jesús el objeto de su contemplación. Los discípulos logran verlo a una luz diferente, que trasciende las apariencias a las que estaban acostumbrados: Jesús al que siguen se les muestra, para su sorpresa, divino.

El suceso se narra con rapidez. Lo portentoso no es lo que más importa; de hecho, es lo primero que se narra (Mc 9,2-4). La transfiguración de Jesús da lugar a una diálogo continuado, que se presenta en tres actos, con diversos protagonistas, cada uno, y con una toma de posición como motivo central. La experiencia, única durante todo el discipulado, es, más allá de lo portento, de naturaleza dialógica: lo importante no es la visión, sino la audición.

En la primera escena (Mc 9,4-6), los discípulos asisten a la conversación de Jesús con Elías y Moisés y se atreven a pedir la perpetuación de su experiencia (Mc 9,5). La inesperada irrupción de la nube y la voz que rompe la placidez de la visión domina la segunda escena (Mc 9,7-8): de contemplar a Jesús divino pasan los discípulos a escuchar al mismo Dios, que se presenta como Padre amante (Mc 9,7b). Tras oír la voz de Dios la visión desaparece; en tercera escena, Jesús y sus discípulos son devueltos, y con cierta brusquedad, a la normalidad (Mc 9,9-11). No podrán, les advierte Jesús, contar lo visto; ni sabrán, añade el cronista, pues vuelven confusos por cuanto les acaba de decir un Jesús, poco divino y muy mandón.

La visión de los discípulos es descrita con realismo: la blancura del vestido es lo que primero aprecian del cambio en Jesús; silenciando el rostro radiante (cf. Mt 17,2; Lc 9,29), Marcos se fija en su blanca figura; una extraordinaria blancura, divina (Mc 16,5; Hch 1,10), rodea enteramente a Jesús. Se resalta lo excepcional del hecho no sin cierta ingenuidad; mano alguna de hombre hubiera podido blanquear así un vestido. Vestiduras blancas son, en la simbología apocalíptica, imagen de la vida resucitada e incorruptible (cf Dn 10,5; Ap 3,4; 7,9; 2 Cor 5,4). Lo que los discípulos admiran no tiene origen humano: se insiste en el cambio que se da en Jesús sin mencionar la causa; está sobrentendida: la mutación es donación divina. La experiencia de su gloria es manifestación sensible de la exaltación de Cristo por venir; los discípulos obtienen una instantánea de cuanto es sólo futuro: ven anticipada, al inicio de su camino hacia Jerusalén, cómo será el final.

La mirada de los videntes se amplía: contemplan a Elías y Moisés en diálogo con Jesús. La visión no nace de sus posibilidades: el término utilizado es el técnico para describir la experiencia pascual (1 Cor 15,5; Lc 24,34) o las apariciones angélicas (Lc 1,11; 22,43; Hch 7,30); se les concede ver a Jesús en compañía - a la altura - de dos hombres de Dios (Ex 34,29.35), dos de sus íntimos, que no han conocido la muerte (4 Esd 6,26): ante sus ojos Jesús se les muestra perteneciente al mundo de Dios, junto a quienes han vencido su propia muerte. Aquí no se alude al contenido de su conversación (no así Lc 9,31): importa sólo el hecho. Moisés como líder y prototipo, Elías como precursor (Mal 3,23-24), acompañan al hombre de Dios, en el que se ha convertido Jesús para sus discípulos.


MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida

El evangelio de hoy nos recuerda el momento, insólito pero central en la vida de Jesús, cuando reveló su identidad verdadera a sus más íntimos. Podríamos quizá hasta envidiar a esos discípulos que vieron a Jesús tan cautivador, tan resplandeciente, profeta entre profetas, hijo amado de Dios. Pues a un Jesús tan divino no sería tan difícil el seguirlo. De un Jesús así, ¿cómo iba a ser penoso quedar seducido? Con un Jesús así todo se nos convertiría en hermoso y, como a Pedro, nos parecería natural quedarnos con él, aunque fuera a la intemperie. Pero, entonces, ¿cómo es que no vivimos tan entusiasmados por Jesús?. ¿Por qué no se nos transfigurará también a nosotros?

Quizá tengamos que reconocer que nosotros no nos hemos encontrado nunca a un Jesús tan deslumbrante, a un Señor tan impresionante, al hijo de Dios tan cercano. Podríamos ilusionarnos, no obstante, con que llegue ese día también para nosotros, en el que se nos manifieste fulgurante y próximo, imponente y al alcance de la mano, Maestro estupendo e hijo amado de Dios, en comparación con el cual todas las cosas y las personas no merecen tanto nuestras penas ni, mucho menos, nuestra atención. Mientras nos preparamos para ese día en que Él permitirá que le descubramos de verdad, podemos aprender de los discípulos elegidos un día la condición previa y la consecuencia necesaria de ese descubrimiento.

Jesús tomó consigo los discípulos que le habían seguido desde el principio, aquellos que habían puesto su confianza en el, y los llevó a un lugar apartado, sobre una montaña. En esta acción de Jesús tenemos expresado el requisito previo para ver a Jesús transfigurado: no fue a los extraños a quien Jesús se manifestó encantador, sino a quienes lo veían todos los días caminar y dormir, comer y predicar, rezar y descansar; la continuada convivencia, la familiaridad adquirida con Jesús no fue un obstáculo para reconocer su verdadera identidad. Bien al contrario, serán siempre los discípulos fieles aquellos que podrán soñar con la sorpresa de verse a si mismos descubriendo quién es realmente Jesús. No es que él no sea lo suficientemente maravilloso, lo bastante divino, para poder sorprendernos un buen día. Es que no encuentra discípulos fieles en su entorno, capaces de renunciar a todo y anteponerle a él a todos, para mostrarse como él es: un estupendo maestro y el hijo preferido de Dios.

El discípulo de Jesús, precisamente porque está habituado a estar con él, debe estar abierto a dejarse sorprender continuamente: quien no se maravilla de él, quien no le teme, quien no siente ganas de quedarse sólo con él, no es un discípulo digno de su confianza, no merece su intimidad. Si nosotros nos encontramos entre esos discípulos desafortunados, que no se deciden a subir a la montaña solos con Jesús, podemos al menos ofrecernos hoy a él, presentándonos como voluntarios para ir con él allí donde quiera llevarnos: porque será allí, donde se nos manifestará como es, maravilloso maestro e hijo amado de Dios. Y esto nos bastará, como bastó a Pedro. Olvidaremos los esfuerzos hechos y las penas sufridas; las medias confesiones de fe e, incluso, alguna dura reprimenda de Jesús. Verlo como realmente es nos bastará para ser felices, sin importarnos las renuncias que hemos hecho. Verlo como realmente es nos hará generosos y pensaremos más en cuidarnos de él que de nosotros mismos.

Y la consecuencia obvia de este encuentro será el sentirnos decir que debemos, sobre todo, escuchar sólo a Jesús: todo lo que hayamos podido conocer y experimentar, será menos importante. Quien ha descubierto a Jesús, descubre la obligación de atenderle, de seguirle, de obedecerle. Jesús ha de ser el único punto de referencia del discípulo que lo ha visto tal como es: quien se ha entusiasmado con él una sola vez, permanece siempre con él entusiasmado; no podemos reducir nuestra vida cristiana a la escucha de su palabra una vez por semana: Dios mismo, directamente, ha impuesto a los discípulos la escucha de su Hijo amado siempre. Quien quiere permanecer con Jesús está obligado a permanecer escuchándole. No hay otro modo de que se nos convierta en ese hombre encantador que vieron Pedro y los otros dos discípulos.

Tenemos, pues, que preguntarnos si no será precisamente porque no somos fieles a Jesús, porque no le acompañamos donde va, porque no escuchamos sólo su palabra, por lo que no se nos ha aparecido todavía tan divino como es. Escuchando lo que nos diga, lo descubriremos cercano y estupendo; y nos vendrá la gana de quedarnos con él, aunque no tengamos donde cobijarnos: quien le escucha, sabe que con él se está bien y que no se siente necesidad de nada más; quien logra verlo encantador, no tiene tiempo más que para contemplarlo. Si Cristo cae bien a cuantos le obedecen, si es un estupendo señor para sus siervos, no es difícil encontrar la razón por la que no nos ha encantado todavía su seguimiento: no nos encontramos todavía entre los que él elige para mostrarse maravilloso. Si estar con él no merece cualquier pena, es que le seguimos desencantados.

Pero no nos ilusionemos demasiado: esta experiencia de ver a Jesús tal como es, siempre es breve. 'De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús. Y bajaron con él de la montaña' Las experiencias bonitas con Jesús son reales, pero escasas; profundas, pero breves; se dan ciertamente, pero siempre duran poco. Es en la relación cotidiana con Jesús, con el Jesús de siempre, entre las dudas y resistencias de cada día, como los discípulos aprenden a escuchar su voz. La fe se vive y crece en la duda,

La fidelidad se prueba cuando es posible y tentadora la traición: los discípulos que vieron a Jesús extraordinario, volvieron enseguida a verle tan ordinario como era todos los días. Pero sabían que podían contar con que cualquier día podía volvérseles otra vez tan divino como en realidad era. Ellos lo sabían y vivieron escuchándole. Escuchemos a Jesús, llenémonosle de nuestras atenciones, atengámonos a sus exigencias: terminaremos también nosotros un día por experimentar lo estupendo que es Jesús para todo aquél que le sigue y le obedece. Vivamos deseándolo, mientras le seguimos obedeciéndole. El día llegará en el que lo veamos divino.

(fuente: http://say.sdb.org/blogs)

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