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lunes, 19 de marzo de 2012

La Iglesia, lugar de conversión

La ascensión del Señor no interrumpió la convivencia y la amistad que Él comenzó a establecer con los hombres durante su existencia terrena. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, que sigue llamando a la conversión y perdonando los pecados; pues «Él es su cabeza, que deja ver su rostro en la faz de la Iglesia».

Los Apóstoles, una vez que recibieron el Espíritu Santo, junto a María, la Madre de Jesús, comenzaron a anunciar la Buena Noticia: Él es el Señor, el Salvador (cf. Hch 2,1-36). Como respuesta al anuncio, se reclamaba la conversión y el bautismo (cf. Hch 2,37-38). De esta manera la Iglesia comprendía, desde sus comienzos, que no hay respuesta adecuada al anuncio de Jesucristo si no es dada desde una actitud de conversión sellada por el bautismo. La relación de conversión y bautismo pone de manifiesto la densidad y profundidad de la conversión cristiana, que no se limita a los afanes que pueden impulsar a cualquier hombre de buena voluntad a mejorar sus relaciones, sus actitudes o sus obras. La conversión cristiana va unida a la acogida en la fe de Jesucristo, y, por el bautismo, lleva al hombre a constituirse en una criatura nueva: recibe el perdón de los pecados y el Espíritu Santo, que le posibilita orientar su vida en la dirección y por el camino al que desde la creación estaba destinado, y que anhela la más auténtica verdad de su corazón, a pesar del pecado. «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva... Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,3-4.1 l).


La vida nueva

El convertido y sellado por el bautismo experimenta una riqueza que responde a los anhelos de su corazón, inquieto y roto por el pecado. Una riqueza gratuita, una gracia, que procede del misterio pascual de Cristo. De aquí surge el principio de una nueva e inédita relación entre los hombres, una comunión singular, la comunidad eclesial: «Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas. Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones... Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (Hch 2,41-42.44).


Conversiones

Ésta es la experiencia en la que se fragua y se renueva constantemente la vida de la Iglesia, que tanto sabe de conversiones. El cristianismo de los primeros siglos nos ha legado bellísimos itinerarios de conversión: Justino, Cipriano, Hilario, Agustín... Sin embargo, han quedado fuera de la memoria histórica los detalles conmovedores de innumerables itinerarios de conversión de gentes sencillas: marineros, soldados, esclavos, mujeres, ancianos y niños. Hasta qué grado de hondura inexcrutable llegó su transformación interior y exterior en Cristo, lo prueba el testimonio de su martirio: la profesión martirial de su fe.

Los pasos de su conversión probablemente fueron tan varios como diversos son los caracteres, circunstancias y vicisitudes de cada existencia humana. Pero, en su corazón, se habla producido el mismo misterio de identificación con la verdad y la vida de Cristo, la misma comprensión de sus palabras: hablan encontrado el tesoro escondido en el campo y, llenos de alegría, todo lo daban a cambio (cf. Mt 13,44). Una luz desconocida hasta entonces, de increíble esplendor, que inundaba sus 0 os, les hacia ver todo de un modo nuevo, y apreciar plenamente su significado y su valor.

Ninguno dejaba de estar convencido de que su conversión era fruto de la gracia que habla irrumpido en su vida, como escribía san Cipriano: «Es odioso jactarse en alabanza propia, aunque no debiera considerarse jactancia, sino gratitud, aquello que no se atribuye a las fuerzas del hombre, sino que se predica de la gracia de Dios... De Dios es, de Dios, insisto, todo lo que podemos».

La conversión se manifiesta siempre como la acogida de una gracia que viene a llenar con creces lo que el corazón del hombre anhelaba, sin ser capaz a veces ni de percibirlo nítidamente, ni menos de alcanzarlo con sus propias fuerzas, aun buscándolo con insistencia por otros caminos -los del hombre- que conducen una y otra vez a la insatisfacción. «Me alejaba de Ti amando mis caminos y no los tuyos, amando una libertad fugitiva» : Así expresaba san Agustín su búsqueda de la felicidad antes de que la gracia de la conversión viniese a sosegar su sed.

El que no ha experimentado esa gracia, que se ofrece a todos, puede temer que la conversión venga a truncar sus proyectos personales e, incluso, la propia libertad. En ese caso, nos encontramos ante una incomprensión o rechazo de la gracia. La mirada interior del hombre se superficializa, huye de su propia verdad, elige falsas sendas y no llega nunca al fin. La respuesta a la gracia de la conversión no destruye nunca a la persona, al contrario, le abre un camino de perfección: «Gracias a Ti, Dios mío, por tus dones, pero guárdamelos Tú. Así me guardarás a mi, y lo que me has dado crecerá y se perfeccionará, y yo mismo existiré contigo, porque Tú también me diste la existencia».

El acontecimiento de la conversión está siempre y comunión en relación con la Iglesia. En él se desvela claramente eclesial su carácter materno. Porque, mediante el bautismo, la Iglesia hace del hombre una criatura nueva, y porque la Iglesia constituye el punto de referencia imprescindible y la compañía necesaria para todo el que ha oído y acogido la llamada a la conversión. El convertido precisa de otros convertidos; más que de teóricos del seguimiento, de lo que tiene necesidad es de testigos de una vida entregada al seguimiento de Cristo; de condiscípulos vivos del Señor, testigos vivientes de que Cristo en la Iglesia salva y colma la existencia del hombre con la paz honda y la alegría de Zaqueo y de la mujer pecadora; testigos de que Cristo es la respuesta a los interrogantes, ansias y afanes más profundos del hombre.

La conversión siempre tiene lugar en la Comunión de los Santos, en la cercanía de María, la Madre del Redentor, a quien fuimos confiados en la persona de Juan, al pie de la Cruz (cf jn 19,25-27). Quien experimenta la gracia de la conversión ve su vida bañada por la misericordia de Dios, y proclama sus alabanzas (c£ Sal 50,17). Adquiere una mirada -nueva sobre las personas, las cosas, los acontecimientos: sobre la propia vida. Es capaz, incluso, de mirar su pasado, por horrible y absurdo que haya sido, de una manera distinta con los ojos -y las lágrimas- de san Agustín, que tan bien analizó la conversión, pudo escribir: «Deleita a los buenos oir las maldades de aquellos que ya carecen de ellas. Pero no les deleita porque son maldades, sino porque fueron y ya no son». Es ya una mirada que no brota de la impotencia del pecador por redimirse, sino de la misericordia de Dios que es capaz de sanar las debilidades humanas. A partir de ahí, el futuro puede encararse de otra manera, con unos ojos benevolentes, misericordes, plenos de gozo, con una esperanza «que no defrauda» (Rm 5,5), porque tiene por objeto a Dios.

La Iglesia no se limita a llamar al hombre a una conversión primera. Pues todo cristiano, avanzando en el camino de la fe, experimentará los mismos sentimientos de san Pablo: «No que lo tenga ya conseguido o que sea perfecto, sino que continuo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3,12). En efecto, quien conoce la profundidad del amor de Cristo, de la misericordia del Padre, derramada por el Espíritu Santo en nuestros corazones (cf. Pm 5,5), siente la insuficiencia de todas sus respuestas, el dolor por la propia infidelidad y la urgencia de conformarse cada vez más con la caridad de Jesucristo. Así pues, crecer en la fe es siempre profundizar en la actitud de la conversión, caminando con la mirada vuelta al Señor, hasta llegar «al estado de hombre perfecto, a la madu-rez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

La Iglesia, que es a la vez santa y necesitada de purificación, «busca sin cesar la conversión y la renovación» , sabe que los bautizados son peregrinos, y que, al caminar, sus ojos se ciegan por el polvo del camino, se cansan, se distraen e, incluso, se ven tentados a abandonar la senda, y que, a veces, la abandonan. más aun, sabe que ella misma es la obra maravillosa de Dios, que constituye «una sociedad fraterna entre hombres que son pecadores».

El cristiano, pues, no siempre se mantiene fiel a la nueva vida que se le confirió en el bautismo. Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañaríamos (cf. 1 Jn 1,8). Ya el mismo Maestro enseñó a sus discípulos a pedir perdón cada dia por sus pecados, y san Pablo exhortaba a los efesios para que no entriste-cieran al Espíritu Santo (cf. Ef 4,30); y es que quien ama, precisamente porque ama, se entristece mas que nadie por las infidelidades del amado. El hombre es infiel al amor de Dios, rompe la amistad con Él, cuando transgrede los mandamientos, fruto del amor de Dios, que no desea que el hombre se pierda por caminos que enajenan su propia humanidad y lo alejan de Él: «Éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo o, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 3,23-24). Y, a pesar de ello, como hijos pródigos, duros con el amor del Padre, nos vemos en la necesidad de repetir con frecuencia: «Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti. No soy ya digno de llamarme hijo tuyo» (Lc 15,21). Para que el cristiano -y, con él, todo hombre- no se sienta abandonado a su impotencia y no pierda la esperanza, Cristo ha querido que su Iglesia sea sacra-mento de reconciliación. Por su medio permanece en el tiempo la obra redentora del Señor, de quien recibe la misión de «suscitar en el corazón del hombre la conversión y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación».

En este camino de la Iglesia, el sacramento de la penitencia ocupa un lugar de excepción, pues en él se experimenta de un modo pleno y eficaz la misericordia divina: «No hay ninguna falta, por grave que sea, que la Iglesia no pueda perdonar». «Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones» 27 Confesando contritos, personal e íntegramente, los pecados, por la absolución del ministro de la Iglesia -del Obispo o de los presbíteros, sus colaboradores- se recibe el abrazo de reconciliación de la Iglesia y, con él, el del mismo Cristo.

En este clima permanente de la caridad maternal de la Iglesia, que ofrece sin cesar por el sacramento de la reconciliación el signo eficaz del amor misericordioso de su Señor Salvador, el cristiano está llamado a vivir una actitud de penitencia y purificación espiritual como un talante habitual de su vocación cristiana, en particular por medio del ayuno verdadero, de la limosna generosa y de la oración intensa, que expresan el dolor por los pecados y el deseo de volver al Padre (cf. Is 58,1_12)21.

fragmento de la Carta Pastoral 
del Arzobispo de Madrid D. Antonio María Rouco Varela 
en la Cuaresma de 1996 
(fuente: www.mercaba.org)

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