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jueves, 8 de marzo de 2012

Promoción eclesial de la mujer a la luz de María

En la vida del cristiano, María representa indudablemente el ejemplo más alto de colaboración al plan de Dios llevado a cabo por una mujer. Y ello es tanto más ejemplar cuanto menos se considera a María como una criatura celestial, destacando en cambio su plena y rica humanidad. La ya citada Marialis cultus, enumerando los "sólidos fundamentos dogmáticos" del culto a la Virgen, subraya cómo su gloria ennoblece a todo el género humano, puesto que "María es de nuestra estirpe, verdadera hija de Eva, aunque ajena a la mancha de la madre, y verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre, nuestra condición" (MC 56).

María se coloca ante todos los fieles como modelo de virtud. Y se trata de "virtudes sólidas y evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios, la obediencia generosa la humildad sencilla, la caridad solícita, la sabiduría reflexiva; la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos, agradeciendo los bienes recibidos, ofreciendo en el templo, orando en la comunidad apostólica; la fortaleza en el destierro, en el dolor; la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor; el vigilante cuidado del hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz; la delicadeza previsora; la pureza virginal; el fuerte y casto amor esponsal... La iglesia católica basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la mujer nueva, está junto a Cristo, el hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, como prenda y garantía de que en una simple criatura, es decir, en ella, se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre" (MC 57).

MUJER-NUEVA: María, mujer nueva, en el curso de los siglos ha ejercido innegablemente una función de promoción de la mujer en la iglesia y en la sociedad, pero en la medida en que se ha tenido de ella una visión bíblicamente fundada y teológicamente correcta. En caso contrario —ya lo hemos visto— no han faltado ambigüedades y desvíos, y no cesan de dejar sentir su peso también hoy. Ya el plantearse el problema de la promoción de la mujer en la iglesia es síntoma de una situación insatisfactoria; y el hecho de que las voces femeninas de denuncia sean mucho más frecuentes y numerosas que en el pasado hace que la cuestión se vuelva candente.

Por lo demás, no hay necesidad de proclamarse feminista para ver que todo el discurso eclesial sobre la mujer lo han desarrollado siempre voces masculinas. Las raras excepciones que se han dado no han tenido una acogida pacífica (piénsese p. ej., en Teresa de Jesús, definida por el nuncio papal "fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventa malas doctrinas, andando fuera de clausura contra la orden del concilio Tridentino y prelados, enseñando como maestra contra lo que san Pablo enseñó"). Por eso, cuando se habla de promoción, las mujeres se sienten en la situación del que ha de ser promovido (pero que también puede ser rechazado), cuando se habla de función complementaria de la mujer respecto al hombre, la óptica es la masculina ("No es bueno que el hombre esté solo"...: ¿habría sido entonces creada la mujer para el hombre?): si se le hacen concesiones a la mujer en el campo pastoral y litúrgico, es siempre una autoridad masculina la que decide. Los términos del discurso suenan y seguirán sonando a insatisfactorios mientras se trate de un monólogo sobre la mujer, y no de un diálogo en el que la mujer sea interlocutora a título pleno.

Uno de los puntos cruciales del discurso y de toda la actitud consiguiente de la iglesia respecto a la mujer es indudablemente el de la maternidad, y es el punto que liga mayormente la consideración de la mujer a María. Ésta, en efecto, entra en la historia de la salvación como madre del Salvador, y por ningún otro título. Por este motivo, así como por la manifiesta importancia social de la función materna, la mujer es considerada todavía hoy por la iglesia ante todo como madre (efectiva o potencial; y en la potencialidad entra el tema de la "maternidad espiritual", que caracteriza también la formación de quienes, como las vírgenes consagradas, renuncian a la maternidad física).

Pero el enfoque tradicional del discurso sobre este punto suena hay a anacrónico y extraño a gran parte de las mujeres, las cuales pretenden eventualmente redescubrir valores y características de la maternidad partiendo de exigencias menos sociales y de principio y más personalistas (con el riesgo, ciertamente, de que se queden sólo en egoístas). No es sólo el hecho de que la mujer contemporánea viva a menudo con igual intensidad y afán la experiencia laboral relativizando en muchos casos el significado de la experiencia materna; debe tomarse en cuenta también una sensibilidad educativa medianamente desarrollada, que tiene muy presente la necesidad de una copresencia del hombre en sus responsabilidades paternas, así como todo un conjunto de costumbres en evolución dentro de la organización de la vida familiar, que hace mucho menos rígida que antaño dentro de ella la distribución de los cometidos entre hombre y mujer.

El problema es ciertamente muy vasto. Es significativo que en las proposiciones finales del sínodo sobre la familia (1980) se tomara en cuenta el cambio de la situación sin deplorarlo o echar de menos el pasado. En efecto, entre otras cosas se dice: "En la promoción de los derechos de la mujer se debe ante todo reconocer la igualdad entre las tareas relativas a la maternidad y la familia y las actividades públicas y otras profesiones determinadas". Y también: "La iglesia podría servir de ayuda a la sociedad contemporánea reconociendo el valor del trabajo doméstico y de la educación de la prole, ya se trate del hombre o de la mujer. Todo esto es de gran importancia para la educación de los hijos, puesto que la raíz de la discriminación entre los diversos trabajos y profesiones puede ser eliminada sólo cuando esté claro que todos se aplican a todas las actividades con el mismo derecho y con la misma responsabilidad. También de esto se seguirá más claramente la imagen de Dios".

Se señala aquí con claridad uno de los principales motivos de la pendiente cuestión femenina, a saber: que detrás de todas las bonitas palabras reservadas en diversos ámbitos a la mujer, la cultura y la sociedad no han colocado efectivamente hasta ahora en el mismo plano, desde el punto de vista de la estima, del prestigio y de la importancia social, lo que es propio de la mujer. Las dificultades principales que se oponen a un cambio decidido de orientación se deben al temor de perturbar equilibrios seculares con consecuencias imprevisibles. Y, también en la iglesia, las mujeres tienen la impresión de que cuanto se les concede en el plano de las declaraciones de principio no encuentra luego paralelo en el plano de los hechos por temores humanamente comprensibles, pero no muy fundados evangélicamente. (Tal parece haber sido el trato dado a la cuestión de la mujer seglar en el Sínodo de 1987). Estas rémoras y temores se han visto a menudo fomentados por una cierta visión de María y un modo de proponerla ejemplarmente a las mujeres, modo que hoy, según se ha visto, está en vías de una radical corrección. En efecto, la Marialis cultus afirma que la figura de la Virgen ofrece a los hombres de nuestro tiempo "el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones" (MC 37). Modelo para todo creyente, no para las creyentes; modelo de empeño en la construcción del reino, donde no se estima necesario precisar cometidos masculinos y femeninos.

Si un enfoque por el estilo aparece hoy más en consonancia con las expectativas y la sensibilidad de la mujer contemporánea, ello no obedece a veleidades de un igualitarismo abstracto. Al contrario, justamente un discurso auténticamente evangélico, también por lo que respecta a María, aúna el máximo de la libertad (cada uno es amado y llamado por Dios independientemente de cualquier dote terrena) con el máximo de la concreción y particularidad histórica (el que responde a ese amor es asimismo un hombre preciso o una mujer precisa, y su respuesta se encarna en modalidades marcadas también por su sexualidad).

Por eso es importante profundizar y dar a conocer este nuevo enfoque de la mariología, a fin de que la imagen de María se ofrezca a todos los cristianos, y en particular a las mujeres, como signo de radical libertad en la obediencia al amor de Dios.

escrito por M. T. BELLENZIER 
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1390-1402 (fragmento) 
(fuente: www.mercaba.org)

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