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lunes, 12 de marzo de 2012

La Misericordia de Dios y el Misterio Pascual

Los discípulos de Jesús reconocen del modo más hondo su excepcional personalidad al experimentar la bondad misericordioso que Él hace presente en el mundo; es tan sorprendente, está tan por encima de toda medida humana, que para algunos resultó escandalosa: «Se acercaban a Él todos los publicanos y pecadores para oirle, y los fariseos y escribas murmuraban, diciendo: "Éste acoge a los pecadores y come con ellos"» (Lc 15,1-2). Jesús se ve en la necesidad de defender la buena nueva de la misericordia, proponiendo las bellísimas parábolas de la oveja extraviada, de la dracma perdida y del hijo pródigo. Con ellas afirma que Él actúa de esta manera con publicanos y pecadores porque Dios es así de inefablemente bueno con ellos. En Él, en su relación con Él, estas personas pueden descubrir el rostro humano de la misericordia de Dios. «En efecto, la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en abstracto el misterio de Dios, como Padre de la misericordia, cuanto a recurrir a esta misma misericordia en el nombre de Cristo y en unión con Él». Aceptar esta misericordia significa reconocer que el único fundamento sólido de la vida es el amor misericordioso de Dios. Así, estos personajes, doloridos y arrepentidos de su vida pasada, encuentran en Jesús la esperanza que les permite emprender de nuevo el camino.

Esta misericordia revela todo su poder siendo capaz de sacar bien incluso de nuestro propio mal. «La parábola del hijo pródigo -escribe Juan Pablo II- expresa de manera sencilla, pero profunda, la realidad de la conversión. Ésta es la expresión más concreta de la obra del amor y de la presencia de la misericordia en el mundo humano. El significado verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto más verdadero y propio, cuando reválida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre».

La vida de Jesús, que «pasó haciendo el bien» (Hch 10,3 8), encarna esta misericordia, que se revelará de modo supremo en el misterio pascual. Aquí se desvela definitivamente la grandeza inaudita a la que Dios llama al hombre, «que mereció tal Redentor» 12 , y la profundidad de aquel amor que no retrocede ante el extraordinario sacrificio del Hijo : «Tanto amo Dios al mundo que entregó a su propio Hijo... no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,16-17). Éste, «que amó con corazón de hombre» a imagen perfecta de su Padre celestial, "que hace salir el sol sobre malos y buenos" (Mt 5,45), no sólo amó a los suyos hasta el extremo (cf. Jn 13,1), sino también a los enemigos, cuando rogó por los que lo perseguían (cf. Mt 5,44), y dio su vida «por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5,8). Por todo ello, la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo constituyen la llamada a la conversión más eficaz y persuasiva que puede recibir un hombre; en efecto, «el amor de Cristo nos apremia... Él murió por todos, para que no vivan sí los que viven, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,14-15).

Gracias al misterio que se realiza en la Pascua, Cristo restablece y lleva a su plenitud la Alianza de Dios que habla establecido con el hombre, en la historia de Israel, amenazada una y otra vez por el pecado. El poder de esa «Nueva Alianza» en la sangre de Cristo es tal, que su presencia misericordioso vence los limites del tiempo y del espacio en que se desenvolvió su vida terrena, para venir al encuentro de todo hombre de cualquier lugar y época: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el sacramento de su presencia real, que nuestro Salvador instituyó en la última Cena, la noche en que fue entregado, «para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección»

La presencia de este misterio de misericordia conmoverá en adelante el corazón de innumerables hombres y mujeres, de un modo que sólo el genio del poeta ha sabido expresar adecuadamente:

«No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido; ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor; muéveme el verte, clavado en esa cruz y escarnecido; muéveme ver tu cuerpo tan herido; muéveme tus afrentas y tu muerte. Muevenme, al fin, tu amor, y en tal manera, que, aunque no hubiera cielo, yo te arnara, y, aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera».

fragmento de la Carta Pastoral 
del Arzobispo de Madrid D. Antonio María Rouco Varela 
en la Cuaresma de 1996 
(fuente: www.mercaba.org)

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