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domingo, 16 de junio de 2013

Dios nos amó y nos envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas
(Lc 7, 36 – 8, 3)
Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús fue a la casa del fariseo y se sentó a la mesa. Una mujer de mala vida en aquella ciudad, cuando supo que Jesús iba a comer ese día en casa del fariseo, tomó consigo un frasco de alabastro con perfume, fue y se puso detrás de Jesús, y comenzó a llorar, y con sus lágrimas bañaba sus pies, los enjugó con su cabellera, los besó y los ungió con el perfume.

Viendo esto, el fariseo que lo había invitado comenzó a pensar: “Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando; sabría que es una pecadora”.

Entoncs Jesús le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. El fariseo contestó: “Dímelo, Maestro”. El le dijo: “Dos hombres le debían dinero a un prestamista. Uno le debía quinientos denarios y el otro, cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿Cuál de ellos le amará más?”. Simón le respondió: “Supongo que aquel a quien le perdonó más”.

Entonces Jesús le dijo: “Haz juzgado bien”. Luego, señalando a la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de saludo; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besar mis pies. Tú no ungiste con aceite mi cabeza; ella en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por lo cual, Yo te digo: sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. En cambio, al que poco se le perdona, poco ama”. Luego le dijo a la mujer: “Tus pecados te quedan perdonados”.

Los invitados empezaron a preguntarse a sí mismos: “¿Quién es este, que hasta los pecador perdona?”. Jesús le dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado; vete en paz”.

Después de esto, Jesús comenzo a recorrer ciudades y poblados predicando la buena nueva del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades. Entre ellas iban María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, el administrador de Herodes; Susana y otras muchas, que lo ayudaban con sus propios bienes.

Palabra del Señor. 
Gloria a ti Señor Jesús.

“Tu fe te ha salvado. Vete en paz”

“No son los que están sanos los que tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos” (Mt 9,12). Enseña al médico tu herida de manera que puedas ser curado. Aunque tú no se la enseñes, Él la conoce, pero exige de ti que le hagas oír tu voz. Limpia tus llagas con tus lágrimas. Es así como esta mujer de la que habla el evangelio se quitó de encima su pecado y el mal olor de su extravío; es así como se ha purificado de su falta, lavando con sus lágrimas los pies de Jesús.

¡Resérvame para mí también, oh Jesús, el poder lavar tus pies, esos que has ensuciado mientras caminabas conmigo!... Pero ¿dónde encontraré el agua viva con la que podré lavar tus pies? Si no tengo agua, tengo mis lágrimas. ¡Haz que, lavándote los pies con ellas, yo mismo me purifique! ¿Cómo lo haré para que puedas decir de mi: “Sus numerosos pecados le han sido perdonados, porque ha amado mucho”? Confieso que mi deuda es considerable y que se me ha “perdonado mucho”, a mi que he sido arrancado del ruido de las querellas de la plaza pública y de las responsabilidades del gobierno, para ser llamado al sacerdocio. Temo, por consiguiente, ser considerado como un ingrato si amo menos, siendo así que se me ha perdonado mucho.

No puedo comparar a esta mujer con cualquiera otra, ya que, con justa razón, sido preferida al fariseo Simón que recibía al Señor a comer. Sin embargo, ella enseña, a todos los que quieren merecer el perdón, que es besando los pies de Cristo y lavándolos con sus lágrimas, enjugándolos con sus cabellos, y ungiéndolos con perfume, la manera de obtenerlo... Si no podemos igualarla, el Señor Jesús sabe venir en ayuda de los débiles. Allí donde nadie sabe preparar una comida, llevar un perfume, traer consigo una fuente de agua viva (Jn 4,10), viene Él mismo.

escrito por San Ambrosio (c. 340-397), 
obispo de Milán y doctor de la Iglesia 
La Penitencia, II, 8; SC 179 

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