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miércoles, 6 de mayo de 2009

Santo Domingo Savio nos enseña que se puede ser santo

Nacimiento y Bautizo

En Riva de Chieri, en la humilde casita de los esposos Carlos y Brígida, durante toda la noche, la luz había permanecido encendida. Los amigos y familiares entraban y salían.

-¡"Ya verás, todo saldrá bien"!, le decía Carlos mientras con cariño le apretaba la mano.

"Sí, Carlos, así lo espero. Le he rezado mucho a la Virgen. Debe oírme. Se lo consagraré a Ella".

Las horas pasaban lentamente. Amaneció el día 2 de abril. Era sábado. Carlos entra y sale del cuarto. Está nervioso. A las nueve de la mañana de aquel 2 de abril de 1842 Brígida daba a luz un niño.

El grito del recién nacido ahogó las lágrimas de alegría de una madre feliz. Había nacido Domingo Savio. Ese mismo día hacia el atardecer, Carlos y Brígida bautizaron al niño.
Como a su abuelo, lo llamaron Domingo.


Infancia

De Riva de Chieri se trasladaron a Murialdo. Domingo tenía sólo unos veinte meses.
En 1844 le nace un hermanito. ¡Apenas tuvieron tiempo para bautizarlo! ¡Pobre Brígida! Cada nacimiento de un hijo significaba para ella horas de angustia, de dolor y amargo desengaño.
Carlitos muere al día siguiente de nacer.

En Murialdo van a nacer otros hermanitos de Domingo. La familia aumenta. Brígida tendrá que multiplicarse para atender a todos. Pero ella, como la mujer fuerte de la Biblia, se entrega a su esposo y a sus hijos sin que se agoten sus reservas de amor.

Carlos podrá olvidarlo todo. Pero no olvidará esos años de Murialdo cuando Dominguito se hacía todo amabilidad para darle a él esas horas de alegría. Más tarde, al recordar aquellos años, sus amigos le oirán repetir: "¡Cuánto consuelo y satisfacción me proporcionaba mi Domingo!".

Domingo tiene cinco años. Mientras sus dos hermanitos quedan dormidos en la casa, la madre lo lleva a la Iglesia. Muchas veces la puerta del templo está cerrada. Entonces se arrodilla. Su mente y su corazón vuelan al Sagrario. Aprende a ayudar a Misa. Llegará a ser un monaguillo ideal.

Primera Comunión

Febrero de 1853: con sus padres y hermanitos, Domingo se traslada a Mondonio. Tiene siete años y una preparación y madurez poco común.

Un día Domingo llega corriendo a su casa. Le trae una gran noticia a su madre.

-"¡Madre, el Capellán me ha dicho que puedo hacer la Primera Comunión!".

La víspera del gran día, Domingo se acerca a su madre. Le estrecha las manos entre las suyas y con timidez le dice:

-"Madre, mañana voy a hacer la Primera Comunión. Quiero pedirte perdón por todo lo que te he hecho sufrir. De ahora en adelante seré mucho mejor".

Una gruesa lágrima rodó por las mejillas de Domingo. Los ojos de Brígida también se humedecieron:

-"Tú sabes, hijo mío, -le dijo mientras le besaba en la frente- que todo ha sido perdonado.
8 de abril de 1849: el mundo católico celebra la fiesta de la Resurrección del Señor. Es el día en el que Domingo culmina sus aspiraciones: hace su Primera Comunión.

Muy temprano, vestido de fiesta, Domingo se dirige a la Iglesia parroquial de Castelnuovo.
Escribe Don Bosco en la vida del santo: "Domingo fue el primero en entrar al templo y el último en salir. Aquel día fue siempre memorable para él". Parecía un ángel. Era un ángel.

Arrodillado al pie del altar, con las manos juntas y con la mente y el corazón transportados al cielo, pronunció los propósitos que venía preparando desde hace tiempo.

"Propósitos que yo, Domingo Savio, hice el año de 1849, a los siete años de edad, el día de mi Primera Comunión":

1. "Me confesaré muy a menudo y recibiré la Sagrada Comunión siempre que el confesor me lo permita".
2. "Quiero santificar los días de fiesta".
3. "Mis amigos serán Jesús y María".
4. "Antes morir que pecar".
"Estos recuerdos, -continúa diciendo Don Bosco-, fueron la norma de todos sus actos hasta el fin de su vida".


Alumno ejemplar

Domingo vive en Murialdo, aldea de unos cuatrocientos habitantes. Se ha hecho gran amigo del Capellán y le ayuda la misa con toda perfección. En la escuela es el mejor alumno. Pero debe trasladarse a Castelnuovo para continuar la primaria. Sus padres tienen miedo y con razón, de dejarlo hacer sólo unos cinco kilómetros que separan a Castelnuovo de Murialdo.

-"Madre, -decía Domingo- si yo fuera un pajarito volaría mañana y tarde a Castelnuovo para continuar mis estudios".

Todos son amigos de Domingo. Brígida lo besa emocionada cada vez que Domingo regresa a la casa con la medalla de honor como premio por su buena conducta y aplicación.
Domingo rechaza los elogios:

-"Madre, yo sólo hago lo que tengo que hacer. El maestro es muy bueno y siempre perdona tantas faltas que uno comete durante la semana".

Pero Domingo debe suspender las clases. La madre lo nota demasiado pálido, delgado, cansado. Tiene poca salud. -"Domingo -le dice- debes descansar. En estos meses te has esforzado mucho".

Su padre tiene que irse de Murialdo para buscar trabajo.

Se trasladan a Mondonio. Pero Domingo conservará recuerdos imperecederos de esos diez años vividos en Murialdo. Se levantaba temprano todos los días, rezaba sus oraciones, tomaba un ligero desayuno y feliz salía hacia Castelnuovo. Dos veces al día hacía este camino, recorriendo unos veinte kilómetros entre ida y vuelta.


Una respuesta edificante

-"Mira, mamá, hoy me encontré en el camino con un señor. Me llamó. Yo le respondí que no podía detenerme porque llegaría tarde. Al fin, él insistió y me pareció una falta de educación seguir adelante sin escucharle".

-"¿Vas a Castelnuovo?" -me preguntó-.

-"Sí -le respondí-, todos los días hago este camino. Me preguntó enseguida si no me daba miedo caminar sólo por esos caminos. Yo me acordé en ese momento lo que tú me enseñaste, madre, que el Angel de la Guarda nos acompaña siempre. Y le respondí: ¡Pero si no voy solo, señor, mi Angel me acompaña!".

Yo estaba apurado y quería seguir, pero él entonces me dijo: -"Mira, no me negarás que es duro y pesado hacer este camino con el sol abrasador del mediodía.

-"Sí, es cierto, me cuesta, pero mi amo me paga por este sacrificio".

-¿Tu amo? ¿quién es ese señor?

-Pero, ¿quién va a ser? El buen Dios que no deja sin recompensa ni un vaso de agua que se dé en su nombre.


Un encuentro peligroso

Un día caluroso de verano, Domingo se dirige a la escuela de Castelnuovo. Como siempre, va solo o, como decía él, en compañía de su Angel custodio.

Ese día va a tener una sorpresa... y desagradable, por cierto. Domingo tropieza con algunos amigos que han decidido dejar las clases y tomarse unas horas por su cuenta para darse un baño en el riachuelo que atraviesa el valle de Murialdo.

Conocían muy bien los mejores pozos para zambullirse a su antojo. No era la primera vez que lo hacían.

Pero ahora tenían un plan distinto: convencer a Domingo para que se fuera con ellos al río. Sabían muy bien que no era fácil; conocían a Domingo, que no hacía nada sin permiso de la madre. Uno de los muchachos José Zucca, saluda a Domingo amigablemente.

-¡Hola, Domingo! ¡No me vas a negar un favor! Tú eres para nosotros el mejor amigo. Acompáñanos al río. No te arrepentirás. Hoy faltarán muchos a clase y el maestro ya se lo imagina. Este calor es insoportable. A ti te hará bien. Te hace falta. Estás pálido...
Domingo se detiene, no sabe qué decir. Antonio, uno de los más avispados del grupo, se le acerca amigablemente y lo lleva hacia el río.

Pero, yo no sé nadar... no estoy acostumbrado.

-No te preocupes, ya aprenderás. Así empezamos todos. Tú no puedes ser distinto de los demás... En la vida hay que saber de todo.

Se introduce Zucca en la conversación para decirle a Domingo la frase decisiva que lo convencerá.

Además, Domingo, sabes que estando tú presente nosotros nos portamos mejor. Es una obra buena la que haces, lo sabes muy bien.

Ya han caminado bastante y se acercan al lugar de su predilección. Rápidamente se desvisten y se echan en el pozo. Domingo está ahí. No se mueve. Mira. El espectáculo es nuevo para él, y se turba en su ingenuidad, sus ojos inocentes se pasan sobre esos doce cuerpos completamente desnudos que se empujan y juegan a su capricho.

José Zucca le grita desde el pozo:

-Eh, Domingo, ¡ven! ¡esto sabe a cielo!

Domingo le responde: "No sé nadar, tengo miedo. Me puedo ahogar. Yo espero aquí".

José Zucca quiso volver a hablar, pero otro de la pandilla lo echó al agua de un empujón.
Domingo se aleja un poco a un lado, se quita los zapatos, y sentándose sobre una piedra mete los pies en la corriente de agua. Por un momento siente el deseo de lanzarse al agua. Tiene mucho calor. Total, bañarse no es pecado. Uno de los muchachos se acerca, se sienta a su lado, mientras le dice:

-Mira, Domingo, te hace bien tomar un poco de sol. Tu piel está blanca como una sábana.
Pega su hombro al de Domingo y le hace ver la diferencia. Otro que se había acercado por detrás empuja a Domingo y lo lanza al agua. Asustado, Domingo se levanta rápido y le nace por dentro una furia que instantáneamente muere en aquel corazón donde está ya madurando una virtud excepcional.

Domingo se sobrepone. Y ante la admiración de sus compañeros, termina dándose un sabroso baño. Pensó: se puede uno bañar en el río y pasar sanamente unas horas agradables pero dejar las clases, sin permiso, ¿se puede hacer sin ofender a Dios? No quedó satisfecho y al regresar a casa fue derechito hasta donde estaba su madre.

- Madre, hoy no me he portado bien. Tienes que llevarme a la Iglesia, quiero confesarme. No fui a clase, ¿sabes? unos compañeros me convencieron y los seguí. No quise bañarme... pero ellos me tiraron al agua y tuve miedo de hacer el ridículo, y me bañé con ellos. Pero no es esto lo que más me duele, sino haber desobedecido, el haberme expuesto al peligro que suponen tales compañeros y lugares semejantes.

Al día siguiente fue como siempre a la escuela y saludó a su maestro con la misma filial reverencia de todos los días.

El maestro, con mucha habilidad, supo disimular todo lo acaecido y no quiso herirlo reviviendo escenas del día anterior.

Aquellos compañeros intentaron de nuevo llevar a Domingo al río. Ignoraban ellos que él había analizado su comportamiento y había tomado un firme propósito. Esta vez, sereno y decidido, se les enfrentó:

- ¿Queréis que os diga lo que pienso? Pues se los diré bien claro: he sido engañado una vez, pero fue la primera y va a ser la última. No quiero desobedecer a mi madre ni exponerme al peligro de ahogarme o de ofender a Dios. Y os diré que hicisteis mal en dejar las clases e ir a esos lugares. A Dios no le agradan los hijos desobedientes.


Un castigo injusto

Mondonio es el pueblo donde fijan su nueva residencia los padres de Domingo. Su nuevo maestro y amigo será el sacerdote José Cugliero.

Como en Murialdo, Domingo se entregará incondicionalmente a sus estudios. Nuevamente aquí se convierte en un alumno sobresaliente y en amigo de todos.

En veinte años de trabajo en la enseñanza -dirá su maestro Cugliero- jamás he tenido un alumno que se pueda comparar a Domingo.

De esta época de su vida es el episodio que narramos a continuación, tomado directamente de su maestro Cugliero. Aquel día las clases comenzaron como siempre. El maestro nota algo raro en el ambiente. Abre y cierra la puerta. Da unos pasos. Levanta la cabeza con ojos escudriñadores. Hace un frío insoportable. Finalmente estalla un rumor de voces y de risas.

- ¡Silencio!, grita el maestro, dando un golpe sobre la mesa ¿qué pasa? Ve la estufa llena de piedras, de tierra.

-¡Esto es insoportable!

Enardecido amenaza con no dar más clase hasta que se descubra al culpable. Carlos, un alumno inteligente y vivo, pero con fama de travieso, se pone de pie:

- Maestro, cuando nosotros entramos al salón, el único que estaba adentro era Domingo.

El maestro y los demás alumnos miran hacia el puesto de Domingo. Este baja los ojos y cambia de color. Comprende que el momento es penoso y difícil. Se pone a prueba su virtud.
Por un momento reina el silencio en el aula. Nadie puede creer que haya sido Domingo. Los culpables del hecho lo habían planeado todo bien. Ellos hablan y acusan. Domingo calla. El maestro se dirige finalmente a Domingo y lo reprende fuertemente.

- ¡Debías ser tú con esa carita de hipócrita! ¿te das cuenta del mal rato que me has hecho pasar? ¿no te enseñan en tu casa educación? Voy a llamar a tu madre para que conozca al angelito que tiene en su casa. Mereces la expulsión. Por ser la primera vez voy a tener consideración contigo. Ve y ponte ahí de rodillas.

Domingo, sin decir palabra y con los ojos bajos, camina hacia el centro de la clase y se arrodilla sintiendo en sí todo el peso de aquella humillación. Todo se supo al día siguiente, cuando aparecieron los verdaderos culpables. La reputación de santo que tenía Domingo aumentó considerablemente desde aquel día.

"Vemos aquí el ejercicio heroico de tres virtudes: La humillación libremente aceptada y practicada delante de los compañeros y del maestro. La caridad para con los culpables, cuya culpa acepta, y un inmenso amor a Dios, en cuyo nombre sufre pacientemente la calumnia, que recuerda al Divino Salvador injustamente acusado por los hombres". (Consideración escrita por el Cardenal Salotti en la vida de Domingo Savio).


Primer encuentro con Don Bosco

Un día llega a oídos del maestro Cugliero que Domingo Savio quiere ir a Turín, la capital, para estudiar en el oratorio de Don Bosco.

El maestro Cugliero recibe la noticia con alegría y va a hablar con Don Bosco. Conciertan un encuentro con Domingo para las fiestas del Rosario.

El lunes 2 de octubre de 1854, muy temprano, Juan Bosco y Domingo Savio se encuentran en el maravilloso escenario de aquellas tierras de "I Becchi", donde Juan Bosco había nacido y vivido los primeros años de su vida.

Domingo saluda respetuoso. Juan Bosco aprieta aquella mano temblorosa y mira aquellos ojos de penetrante y candorosa mirada. A Domingo lo acompaña su padre. Domingo se presenta: Soy Domingo Savio, de quien le habló mi maestro Cugliero. Venimos desde Mondonio.

Juan Bosco, con ese don maravilloso de conocer a las almas, toma con seriedad el asunto. Se lleva a Domingo y tratando en confianza con él, hablan de los estudios, de las clases...

Don Bosco comprende al instante que tiene delante a un joven privilegiado y enriquecido por la gracia. Domingo, impaciente, pregunta:

- ¿Qué le parece? ¿Me va a llevar a Turín?
- Ya veremos -le responde Don Bosco-. Me parece que la tela es buena.
- ¿Y para qué podrá servir esa tela? -pregunta Domingo-.
- Bueno, -continúa Don Bosco- esa tela puede servir para hacer un hermoso traje y regalárselo al Señor.

Domingo, con la agilidad mental que le caracteriza, añade instantáneamente: "De acuerdo, yo soy esa tela y usted es el sastre. Lléveme a Turín y haga usted ese traje para el Señor".

Don Bosco lo mira fijamente y le dice: "¿Sabes en qué estoy pensando? Estoy pensando que tu debilidad no te va a permitir continuar los estudios".

Pero Domingo no se acobarda y añade enseguida: No tenga miedo. El Señor que me ha ayudado hasta ahora me continuará ayudando en adelante.

Don Bosco insiste: "Cuando hayas terminado tus estudios de latín ¿qué piensas hacer?"

Domingo responde seguro: "Con el favor de Dios pienso ser sacerdote".

- Me alegro. Ahora probemos tu capacidad. Toma ( le entrega un libro ), estudia hoy esta página y mañana me la traes aprendida.

Mientras Don Bosco y el padre de Domingo se quedan hablando, Domingo se ha ido donde están jugando los demás muchachos. Al poco rato regresa, le entrega el libro a Don Bosco y le dice: "Ya me sé la página. Si quiere se la digo ahora mismo".

La sorpresa que se llevó Don Bosco fue grande. Domingo no sólo le repitió de memoria ( al pie de la letra ) la página señalada, sino que le explicó el sentido con toda exactitud.

- Tú te has anticipado en estudiar la lección - le respondió Don Bosco y yo también me anticipo en darte la respuesta. Aquí la tienes. Te llevaré a Turín y desde hoy te cuento entre mis hijos. Pero te voy a recomendar una cosa: pide al Señor que nos ayude a cumplir su santa voluntad.

Domingo salta de alegría y agarrándole la mano a Don Bosco se la besó con manifiesta prueba de profunda gratitud.

- Espero comportarme de tal manera -dijo Domingo- que jamás tenga usted que lamentarse de mi conducta.

Aquel día Carlos y su hijo Domingo regresaban a Mondonio cantando de alegría y daban a Brígida la noticia que ella esperaba con tanta ansiedad. Besó a Domingo con los ojos llenos de lágrimas y exclamó: "¡Bendito sea Dios!"

Domingo 29 de octubre de 1854. Fecha histórica. Domingo entra a formar parte de la familia de Don Bosco en Turín.


Primer mes en el oratorio

¿Cómo era el oratorio de Don Bosco? La casa Pinardi era baja y vieja, con un sencillo balcón. En cierta oportunidad unos bribones, de un salto, se llevaron la sotana de Don Bosco que mamá Margarita acababa de tender al sol.

El cuarto donde Don Bosco recibió a Domingo era pequeño y estrecho. Los dormitorios angostos, bajos, con pisos de piedra y sin ninguna comodidad.

Una cama rústica, una cocina pobre, algunos platos y cucharas. El comedor de Don Bosco era al mismo tiempo salón de recreo.

Pero en medio de esa gran pobreza, reinaba la alegría y la fraternidad. Domingo Savio se acostumbró pronto a aquella casa y los días se le pasaban rápidos, casi sin darse cuenta.

Entrando a la derecha, se levantaba la hermosa Iglesia de San Francisco de Sales. A un lado estaba la estatua de la Virgen. De esa época dirá más tarde Juan Cagliero:

- Recuerdo la mañana fría de invierno cuando Rúa y yo nos levantábamos a las 4 de la mañana. Muchas veces no nos podíamos lavar la cara porque el agua era un pedazo de hielo.

Este ambiente de sencillez, pobreza y alegría franciscana, terminaría por adueñarse del corazón de Domingo y lo transformaría en la flor preferida del jardín salesiano. Muchas veces mamá Margarita le repetía a Don Bosco: "Mira, Juan, tú tendrás muchos niños buenos en el oratorio, pero ninguno como Domingo."

Don Bosco siempre se encontraba rodeado de muchachos y de clérigos. Era el padre de todos, el imán que atraía hacia sí todas las miradas.

Domingo Savio había depositado en Don Bosco toda su confianza. A él se dirigía en todos los momentos difíciles. Don Bosco era, no sólo su confesor ordinario, sino además su Director Espiritual.

En el despacho de Don Bosco una cosa ha llamado la atención de Domingo. Es un cartel con un letrero en latín: "DA MIHI ANIMAS CAETERA TOLLE". Don Bosco le ayuda a traducir: "Dame almas y quedate con lo demás". Domingo exclama satisfecho: "Ya entiendo, aquí sólo hay un problema, el de las almas... es un negocio, no de dinero sino de almas."

El 22 de noviembre fiesta de Santa Cecilia, recibirá el hábito sacerdotal Juan Cagliero. Domingo Savio estará ahí cerca, mirándole detenidamente durante la ceremonia. ¡Ese nuevo padrecito le parecía tan simpático! Domingo repetía emocionado: "Si Dios quiere también un día seré yo sacerdote!"


Ejemplos edificantes

Rápidamente van pasando los meses. El invierno de Turín, como siempre, ha sido fuerte. Domingo sufre en silencio el dolor y la picazón de los sabañones, esas úlceras, o hinchazones de la piel, que se padece en los dedos de las manos y los pies en épocas de frío excesivo. Se ha ido convirtiendo poco a poco en el alma de los recreos y en el amigo de todos. Juega, dirige los juegos, organiza entretenimientos.

Don Bosco le ha permitido a él y a otros alumnos continuar estudios más avanzados fuera del oratorio, en la misma ciudad de Turín. Es una oportunidad que tienen de aprender y de ir formando la propia personalidad.

Domingo sigue al pie de la letra las indicaciones de Don Bosco. Al compañero que le invita para que vea las carteleras de los salones de espectáculos públicos, le responde que él conserva sus ojos para ver algo mucho mejor que eso... para ver las maravillas de Dios. Para contemplar el rostro de nuestra Madre del Cielo.

A uno que acaba de blasfemar se le acerca bondadosamente y lo lleva a la Capilla.

- Arrodíllate aquí, a mi lado le dice. Mira hacia allá. Ahí donde ves una lamparita, ahí está Cristo! Tú le has ofendido con esa blasfemia que has pronunciado. Ahora vas a repetir conmigo lo siguiente: "Sea alabado y reverenciado en todo momento el santísimo y divinísimo Sacramento".

Aquel muchacho que momentos antes parecía un perro rabioso, se ve ahora transformado en un manso corderito en manos de Domingo, que es todo caridad y paciencia. En otra ocasión ve allá, apoyado en una columna, a un joven. Se le acerca.
- ¿Cómo te llamas? -le pregunta-.
- Francisco Cerruti, -le responde triste el joven- y termina sellando una amistad que debía durar para siempre.

Cerruti se hará salesiano y recordará siempre con emoción aquel encuentro con Domingo.
Juanito Rada, todo lo que sabe de religión, se lo debe a Domingo. Cuando entró en el oratorio era un ignorante en materia religiosa, apenas si sabía hacer la señal de la cruz. Don Bosco lo confió a Domingo y éste en poco tiempo, no sólo le enseñó las oraciones, sino que lo preparó a recibir los sacramentos e hizo de él un joven diligente y piadoso.

Un día, por cierto, mientras narraba durante el recreo uno de los tantos ejemplos edificantes, se le acercó un muchacho y le gritó: "¡Cállate, santurrón, vete a predicar a la Iglesia! Deja a los otros en paz, ¿qué te importa a ti?"

- Me importa mucho -le respondió Domingo sin acobardarse-. Me importa porque todos somos hermanos. Me importa porque Dios nos manda que nos ayudemos mutuamente. Me importa porque Cristo murió por todos y también por ti. Me importa porque si yo logro salvar un alma, salvo también la mía.

Fueron muchos los jóvenes que Domingo ganó para Cristo y para la sociedad, con esa caridad y paciencia que no dudamos en llamar heroicas.

Cierta vez entró en el oratorio, un hombre, se mezcló entre los jóvenes y empezó a contar las más raras y curiosas historietas para hacer reír. La curiosidad hizo que en poco tiempo se viera rodeado de un numeroso grupo de muchachos. El sinvergüenza empezó luego a narrar barbaridades y a burlarse de las cosas religiosas y de las personas eclesiásticas.

Cuando ya se creía dueño del patio, aparece Domingo, se percata de lo que ocurre, interrumpe valientemente el diálogo y se lleva a todos los muchachos consigo, dejando al infeliz solo y humillado. Al pobre hombre no le quedó más remedio que abandonar el oratorio.


Un ejemplo heroico de caridad

Don Bosco narra en la vida de Domingo Savio, un episodio que es realmente impresionante. Este hecho bastaría por sí solo para inmortalizar la memoria de Domingo. El hecho es el siguiente. Un día, un compañero de clase de, se le acercó y llamándole aparte le dijo:

- Mira Domingo, te voy a decir algo grave que he visto. Dos muchachos acaban de tener una pelea muy fuerte. Parecían dos perros rabiosos, aquello daba miedo. Te lo digo, Domingo, para ver si tú puedes hacer algo. A ti posiblemente te harán caso.

Al verse descubiertos, los dos muchachos deciden continuar la pelea más tarde y en un lugar solitario. Sería un duelo a pedradas. Domingo reza y se encomienda al Señor, como solía hacer en circunstancias difíciles. Cree que lo mejor es escribir una cartita a cada uno por separado, tratando de ablandar esos endurecidos corazones. Sin decir palabra los dos jóvenes hacen pedazos la carta antes de leerla.

Domingo insiste,... les habla,... les amenaza con decírselo a los padres y maestros. Todo inútil, aquellos dos jóvenes ciegos de odio no oyen a nadie... y están dispuestos a eliminarse en un duelo mortal...

- Mira, Domingo, -le dice uno de ellos- no te metas en lo que no te importa. Esto es asunto nuestro.

Pero Domingo no es de los que se asustan fácilmente. Pasado un tiempo vuelve al ataque. Los espera a la salida de la clase y habla con cada uno de ellos en particular. Luego a los dos juntos.

- Me duele mucho que insistáis en vuestra idea les dijo- yo os prometo, bajo palabra de honor que no os voy a impedir el desafío. Sólo pido que me aceptéis una condición.
- ¿Cuál es esa condición?, -preguntan los dos al mismo tiempo.
- Os la diré en el lugar de la pelea.
- Tú nos quieres engañar, Domingo. A lo mejor tienes preparada alguna trampa.
- No -responde Domingo-. Vosotros me conocéis, no miento. Yo estaré con vosotros y presenciaré la pelea. Guardaré el secreto. No llevaré a nadie conmigo.
- ¡Aceptado!

Toman el camino hacia los prados de la ciudad, junto a la "Puerta de Susa". Llegan a un campo. Miden la distancia, colocan el montón de piedras cada uno en su sitio y se disponen al duelo mortal. Domingo va hacia ellos.
- Primero escuchad mi condición -les dice-. Ellos permanecen en actitud amenazadora. Domingo saca un crucifijo, lo levanta en alto y les dice: "Mirad a este crucifijo, arrojad la primera piedra contra mí y decid en voz alta estas palabras: Jesucristo murió perdonando a los que le crucificaban, y yo, pecador, quiero ofenderle y vengarme bárbaramente.

Dicho esto, corre a arrodillarse ante el que parecía más furioso y le dice: "¡Lanza primero la piedra contra mi cabeza!."

El muchacho que no se esperaba tal cosa, queda sorprendido y, al ver a Domingo arrodillado en tierra como una víctima que esperaba el golpe fatal, se conmueve.

- No, Domingo -grita-, no me pidas eso. No tengo nada contra ti. Tú eres mi amigo.

Domingo se levanta y corre hacia el otro y le pide lo mismo. También este se conmueve y baja la mano. Domingo se alza de nuevo y abraza a uno y a otro. Reina un silencio impresionante. Dos gruesas piedras ruedan por el suelo. Domingo eleva desde su corazón una oración agradecida. Este episodio hubiera quedado ignorado por completo si los mismos muchachos del pleito no hubieran hablado. Domingo guardará el más absoluto silencio.


La santidad que Don Bosco quería de sus jóvenes

Domingo tiene doce años. Lleva unos seis meses en el oratorio. En su alma hay un cambio y se le advierte triste y pensativo. Todos sus compañeros notan que en Domingo pasa algo.
Don Bosco lo encuentra y le dice:

- ¿Qué tal Domingo? ¿Cómo estás? Te noto un poco triste... ¿sufres algún mal?
- Al contrario, -responde Domingo- creo que sufro un bien. Ese sermón suyo me ha dejado preocupado.

Efectivamente, Don Bosco había desarrollado tres pensamientos en el sermón de un domingo de Cuaresma: Dios quiere que todos nos hagamos santos. Es cosa relativamente fácil llegar a serlo. Hay un gran premio en el cielo para el que se haga santo.

Domingo, como se ve, sale de esa plática sumamente impresionado. ¿Cómo llegar a ser santo si a él le prohiben hacer penitencia como la que habían hecho los grandes santos? Nada de cilicio, ni de piedrecitas en los zapatos, ni debajo de las sábanas. ¿Y entonces, qué?
Su alma se turbó y se sintió perdido. El nunca llegaría a ser santo. Un joven flaco, débil, pálido, sin salud, no iba a tener fuerzas para hacer frente a una empresa tan grande como la santidad.

No podía alejar de sus oídos la voz de Don Bosco, que repetía insistentemente: "Domingo, debes hacerte santo. Tienes que ser santo. Dios lo quiere". Y otra voz que le repetía igualmente: "Tú no podrás. No podrás".

Por eso buscaba los rincones del oratorio, para dar rienda suelta a sus lágrimas.
Fue entonces cuando lo encontró Don Bosco y llevándolo aparte le habló durante un largo rato.

De aquel diálogo con Don Bosco, salió Domingo alegre y feliz. La paz había vuelto a su alma. Fue a rezar a la Iglesia de San Francisco de Sales y a postrarse ante la estatua de la Santísima Virgen.

- Sí, madre mía, te lo repito: quiero hacerme santo. Tengo necesidad absoluta de hacerme santo. No me hubiera imaginado que con estar siempre alegre y contento, podría hacerme santo.

Don Bosco le hizo ver a Domingo, en qué hacía él consistir la santidad, cuál era la santidad que él quería que cultivaran sus jóvenes.

Nada de obras extraordinarias, sino exactitud y fidelidad en el cumplimiento de los propios deberes de piedad y estudio. Y estar siempre alegres. Si es hora de recreo, santidad es correr, saltar, reír y cantar.

"Nosotros aquí hacemos consistir la santidad en estar siempre muy alegres", repetiría Domingo, como había aprendido de su maestro.

Domingo escribía en su cuaderno una frase que Don Bosco le había dado como recuerdo: "Servite Domino in laetitia" (Servid al Señor con alegría).

"No necesitas ningún cilicio, le había dicho Don Bosco. Con soportar pacientemente y por amor a Dios, el calor, el frío, las enfermedades, las molestias, y a los compañeros y superiores, ya tienes bastante".

Desde ese día el rostro de Domingo se iluminó con una nueva sonrisa. La alegría se posesionó para siempre de su corazón juvenil y todo el resto de su vida será una preparación para el aleluya pascual.


Devoción a María Santísima

El 8 de diciembre de 1854, el Papa Pío IX proclamaba ante todo el mundo, el dogma de la Inmaculada Concepción. Fue un despertar de fervor mariano por todas partes.

Don Bosco, devoto como ninguno de la Santísima Virgen, no podía quedarse atrás, en esa participación universal de homenaje mariano.

Tratándose de la Santísima Virgen, él tenía que ser el primero. Hacía falta preparar el ambiente y Don Bosco reunía todos los días a salesianos y alumnos, y con una catequesis sencilla y efectiva, los preparaba para este magno acontecimiento. Había la costumbre de ofrecer florecillas espirituales a la Virgen. Eran pensamientos escritos, donde se indicaba el acto particular de virtud que debía hacerse cada día en honor de la Virgen. Aparecían durante toda la novena y cada uno ponía toda su buena voluntad en cumplirlo. Domingo era el primero en todo

Mayo, el mes de las flores, era sobre todo el mes de fervor mariano, y se honraba a la Virgen con todo tipo de iniciativas, como la del joven José Bongiovanni: consistió en preparar un altarcito a la Virgen en el dormitorio para ofrecerle diariamente un homenaje especial. Don Bosco dio su aprobación. Todos debían contribuir con algo. Bello el gesto de Domingo, quien no teniendo dinero, entrega como colaboración un hermoso libro que le acababan de regalar por su conducta y aplicación. Además está siempre dispuesto para cuando lo necesiten.

Sin embargo, esto le parece poco y no se contenta. Antes de comenzar el mes de mayo, se presenta a Don Bosco y le pide que le ayude y le indique la mejor manera de celebrar dicho mes.

Don Bosco, siempre práctico y exigente, que conoce a sus jóvenes y sabe que la juventud es generosa, le recomienda tres cosas: Cumplir fielmente los propios deberes, narrar diariamente un ejemplo edificante en honor de María y hacer la comunión diaria.

¿Y qué gracia debo pedirle?, -pregunta Domingo a Don Bosco-.

- Pídele que te obtenga la salud y la gracia necesaria para hacerte santo.
- Sí, le pediré que me ayude a ser santo, que Ella esté a mi lado en el último momento de mi vida, que me asista y me conduzca al cielo.

Un compañero que ve todo el esfuerzo de Domingo y la serie de actos que está haciendo en honor de la Virgen, le pregunta un poco irónicamente:

- Bueno, Domingo y si haces todo este año, ¿qué dejarás para el año entrante?
- Ya sabré yo -le responde Domingo-. Este año hago todo lo que puedo. El año entrante, si Dios me da vida, te diré qué pienso hacer.

Pero Domingo no se contentó con eso. Su celo apostólico y espíritu de iniciativa le llevan ahora a fundar una asociación, un grupo apostólico. Consulta con sus amigos y todos están dispuestos a hacerse socios activos y a prestarle toda la colaboración. Sobre todo Rúa y Bongiovanni, toman con todo interés el asunto. Elaboran los estatutos. Don Bosco ve con gusto la formación de este grupo espontáneo debido a la iniciativa de los mismos muchachos.

La Compañía o Asociación fue fundada el 8 de junio de 1856 y quedó definitivamente constituida y aprobada por Don Bosco. Nació así la Compañía de la Inmaculada.


Permanece en éxtasis durante varias horas

Don Bosco no era amigo de muchas devociones. Nada de bolsillos llenos de santos. Pocas devociones, pero eso sí, muy sólidas. Fomentaba por todos los medios la devoción a José y a María Santísima.

Toda persona que tuviera la suerte de ver comulgar a Domingo, recibía una impresión gratísima. Parecía un Angel. Su preparación y acción de gracias a la Eucaristía, era realmente edificante; poco común en un joven de esa edad. Después, durante el día, iba también a la Capilla, para pasar unos momentos de recogimiento y oración.

Consideraba un honor y un premio el poder participar en una procesión eucarística. En algunas ocasiones Don Bosco lo envió vestido de monaguillo a participar en la procesión del "Corpus", en la Iglesia de la Consolata, y era el mejor regalo que le podían hacer.

Comulgaba todos los días, y a cada comunión le ponía una intención particular.
"Lo vi varias veces afirma el Sacristán- solo y recogido, arrodillado en un ángulo cerca del altar, en diálogo largo y fervoroso con el Señor".

Una vez sucedió algo extraordinario. Un joven corre a la pieza de Don Bosco para decirle que Domingo ha desaparecido del oratorio. Lo han buscado por todas partes... y nada.

¿Posible? -exclama Don Bosco preocupado, mientras una idea cruza por su mente-.

Don Bosco, solo, sin que nadie se de cuenta, va a la Iglesia, y allá, detrás del altar, medio escondido, está Domingo. Don Bosco se le acerca, lo sacude suavemente. Domingo sorprendido pregunta:
- ¿Ya terminó la misa? Don Bosco le dice la hora:
- Son las tres de la tarde.

Domingo se asusta y pide perdón. Entonces, Don Bosco lo lleva consigo al comedor para que coma algo y enseguida lo envía a las clases, recomendándole que a quien le pregunte dónde estaba, responda que había salido por orden suya. Este episodio, que no es el único, demuestra la grandeza y sublimidad de ese joven, que había llegado ya a las cumbres místicas del éxtasis.

Domingo había permanecido en éxtasis más de cinco horas. Por la noche madre Margarita comentaba el hecho con Don Bosco y le decía:

- Cada día estoy más convencida de que este jovencito es un santo de verdad. El día menos pensado empieza a hacer milagros.


Quebrantos de salud

La salud de Domingo comienza a resentirse. Don Bosco lo nota y se preocupa. A veces llega a pensar que no podrá resistir hasta final de año. Con los enfermos Don Bosco era espléndido.

- Mira Domingo- le dijo un día Don Bosco-, voy a hacerte ver por el médico; mejor es prevenir que curar.

Y no contento con que lo viera el médico ordinario del oratorio, llamó al Dr. Francisco Vallauri. Pero el médico no encontró ninguna enfermedad específica. Se trataba sencillamente de un caso de extrema debilidad y el mejor remedio para él sería pasar unos días de reposo en el pueblo con los suyos.

Domingo, con mucho dolor, tuvo que interrumpir el año escolar y tomar el camino de Mondonio para pasar unos días de descanso con la familia.

A sus amigos más íntimos les dijo en privado: "Esta separación del oratorio, de Don Bosco, de mamá Margarita, de todos mis compañeros, me es más dolorosa que todas las enfermedades juntas."

- Me voy porque Don Bosco así me lo ha ordenado. No os digo adiós, sino hasta luego. Pedid por mí.

Para el mes de agosto ya estaba de nuevo en el oratorio. Quería estar presente para la clausura del año escolar y para los exámenes. Don Bosco acababa de escribir la "Historia de Italia", de gran impacto en aquellos momentos. Domingo participa de la alegría común.

Milagrosa curación de su madre

Al mes siguiente, ante la sorpresa de todos, Domingo pide permiso a Don Bosco para ir a ver a su madre, que se encontraba muy enferma. En efecto, no se sabe cómo lo supo, pero era cierto: la madre estaba próxima a dar a luz y el parto se presentaba sumamente peligroso.
Domingo, guiado como por una fuerza invencible, corre al lado de la enferma. La madre sorprendida exclama: "Domingo, mi Domingo". Domingo la abraza. Ella le dice "Ahora sal afuera, hijo mío. Apenas esté bien, te llamo."

La madre baja los ojos y toca con la mano algo así como un escapulario que Domingo le ha dejado sobre el pecho. Levanta los ojos hacia el cuadro de María que cuelga en la pared y un suspiro profundo brota de su pecho.

- Me siento mejor, -exclama entre lágrimas-.
El médico llega y cuando agarra la mano de la enferma se vuelve hacia Carlos, el marido y le dice: "Todo ha pasado. Está fuera de peligro. Aquí ha sucedido algo maravilloso".

- Sí, doctor, algo maravilloso... ¡Esto!, y agarra el escapulario que le había dejado Domingo.

Domingo regresó después al oratorio y se presentó a Don Bosco para agradecerle el permiso y para decirle que su madre estaba perfectamente bien. Fueron muchas las gracias conseguidas con aquel milagroso escapulario.


Don Bosco premia a los mejores alumnos del oratorio

A mediados de octubre de ese año 1856, Domingo, algo restablecido de salud, regresa al oratorio, después de haber pasado unos días en su casa por disposición de Don Bosco.

A fines del mes de enero en la fiesta de San Francisco de Sales había costumbre en el oratorio de entregar un premio a los cuatro alumnos mejores, entre estudiantes y artesanos. Don Bosco hacía seleccionar estos alumnos por los mismos compañeros para evitar así toda influencia por parte de los superiores y maestros.

En enero de 1857 se celebró la fiesta de San Francisco de Sales, con la solemnidad acostumbrada.

En el oratorio reinaba un ambiente de alegría y entusiasmo. Llega la hora del acto académico y Don Bosco personalmente entrega los premios. Domingo Savio recibe el premio como el mejor alumno en conducta y aplicación.


Otra intervención heroica

Estudiaba en el oratorio el joven Urbano Ratazzi, sobrino del Ministro del mismo nombre. Así lo habían querido sus padres y Don Bosco no tuvo inconveniente en aceptarlo. El Ministro era amigo personal de Don Bosco y éste le hizo el favor.

Pero resulta que a Urbano se le subieron los humos a la cabeza, tal vez, por ser familia del Ministro y quiso hacer en el oratorio lo que le daba la gana. Un día él y un grupo de compinches llenan de nieve la estufa del salón donde están jugando los demás compañeros, y estropean la calefacción.

Urbano se ríe y disfruta de la gracia, mientras los otros se mueren de frío y de rabia.
Se oye una voz en la sala. Es la voz de Domingo que recrimina a Ratazzi:

- Eso está mal hecho. Don Bosco lo ha prohibido terminantemente. Haces el ridículo. Ayer mismo Don Bosco lo repitió varias veces y tú, con la mayor frescura, te burlas de sus órdenes.

Cerca de Domingo está Francisco Cerruti, alumno que hace poco ha entrado en el oratorio y que es testigo del hecho. Urbano se enciende, la ira se le sale por los ojos y la boca y descarga una gruesa letanía de insolencias contra Domingo.

Al ver la serenidad de Domingo, Ratazzi se enfurece más y le descarga dos fuertes puñetazos. Domingo baja la cabeza en silencio. Ha ofrecido sus dos mejillas y su pensamiento vuela al altar del sacrificio, donde a diario pasaba él sus ratos contemplando el rostro ensangrentado de Cristo.

Enseguida viene uno de los asistentes a poner orden. Domingo, como si nada hubiera pasado, ayuda a ordenar el local. A quien le pregunta por qué ha permanecido en silencio, responde con sencillez, que ha trabajado tanto en dominar el carácter, en no perder el control, en imitar a Cristo, que en aquel momento ha sabido poner freno sus pasiones, con la ayuda de Dios.
Urbano Ratazzi abandonó pronto el oratorio. No podía dar rienda suelta a sus caprichos y él mismo tomó la decisión. Siguió como su tío la carrera de la política y más tarde llegó a ocupar el cargo de Ministro de la Casa Real.

Conservó, sin embargo, buen recuerdo de Don Bosco, y hablaba siempre de aquel episodio:
- Aquella paciencia heroica de Domingo Savio me hizo más bien que todos los sermones de mis maestros y superiores. Ese gesto valiente no se me borrará de la memoria, si algo de bueno hay en mí todavía, se lo debo a ese joven.


Revelaciones especiales de Dios

Ciertamente, Domingo fue un regalo del cielo para el oratorio. Cuando Don Bosco necesitaba conseguir alguna gracia particular, o se encontraba en una situación difícil, lo mandaba a la Capilla a rezar. Estaba seguro que conseguía la gracia. Nada de extraño, pues, que este joven recibiera revelaciones especiales de Dios y que su alma se paseara en éxtasis por los campos privilegiados de lo sobrenatural.

Turín vivía momentos de angustia y desolación. Hora tras hora iban cayendo jóvenes y ancianos heridos por la peste más terrible que haya recordado la ciudad. Don Bosco, comprometido siempre con su gente, puso a sus salesianos y a sus jóvenes mayores en permanente estado de servicio.

Un día, Domingo entra apurado al cuarto de Don Bosco.
- ¡Don Bosco -le dice- venga conmigo! Hay una obra buena que hacer.
- ¿Dónde quieres llevarme, Domingo?
- Venga pronto, Don Bosco, -insiste Domingo-.

Y Don Bosco, que ya lo conocía, lo sigue sin dilación. Atraviesan varias calles en medio de la oscuridad de la noche y suben por una escalera hasta el tercer piso. Domingo llama a una puerta.

- Aquí es, Don Bosco.
Se abre la puerta y la señora que atiende exclama: "¡Padre, pase, llega a tiempo! Unos minutos más y hubiera sido tarde!"

Desde hace un buen rato un hombre moribundo está llamando a un sacerdote. Don Bosco entra, lo confiesa, y le devuelve la paz espiritual que sólo Cristo pueda dar. Aquel hombre llora de emoción. Se había alejado de las prácticas religiosas y quería morir como buen católico.

Don Bosco, más tarde, le pregunta a Domingo cómo lo ha sabido. Pero no obtuvo respuesta. Domingo se le quedó mirando fijamente hasta que se le humedecieron los ojos. Y Don Bosco prefirió no insistir al palpar la acción de Dios en aquella alma.

Otro día llama a la puerta de una casa en la calle Cottolengo de Turín. Domingo pregunta sin más a la persona que sale a atenderlo: "¿Dígame, señor, no hay aquí ninguna persona enferma de cólera?"

- No, jovencito. usted está equivocado. Tal vez le informaron mal. Aquí estamos todos sanos, gracias a Dios.

Domingo se marcha ante una respuesta tan categórica. Sale a la calle y mira uno y otro lado, como buscando una orientación, pero regresa de nuevo a la misma casa y llama:

- Perdone, que insista. Le ruego que revise bien toda la casa, pues estoy seguro de que aquí hay una enferma grave.

El hombre ha quedado impresionado ante la insistencia del joven. Lo acompaña de cuarto en cuarto, registrándolo todo. Nada.

- ¿Has visto? No hay nadie. ¿Y entonces?
Domingo insiste: "Pero, dígame, ¿me ha mostrado usted todas las habitaciones?"

- Bueno, en realidad,... quedaría por ver el desván, -le responde el señor-, ahí conservamos los útiles de limpieza y de trabajo.
- Vamos allá -añade Domingo-.

La sorpresa fue grande cuando encontraron a una mujer casi moribunda. Vino el sacerdote y le ayudó a bien morir, ungiéndola con el óleo santo. A los pocos minutos expiró. Sólo estaba esperando al sacerdote.

Todo quedó claro más tarde. Era una mujer que siempre venía a trabajar algunas horas para esa familia y por la noche regresaba a dormir a su pobre casa. Pero ese día se sintió mal. Ya el cólera la había herido de muerte. Y, viéndose sin fuerzas, se echó en aquel cuartucho sin poder avisar a los señores de la casa. Estos, por su parte, creyeron que la mujer no había ido a trabajar por ser aquel un día de fiesta.

- Don Bosco- le decía Domingo en otra ocasión- Don Bosco, si yo pudiera ir a Roma y hablar al Papa, le diría que en medio de las grandes tribulaciones que le esperan no deje de preocuparse por Inglaterra. El Catolicismo obtendrá preciosos frutos en ese país.

Don Bosco fue a Roma en 1858 y el Sumo Pontífice Pío IX lo recibió en audiencia privada. Don Bosco le expuso el mensaje de Domingo Savio. El Papa lo oyó atentamente y al final añadió:

- Eso me llena de satisfacción y me anima a seguir en mi propósito de trabajar por Inglaterra con especial interés y afecto.

El Cardenal Salotti, al narrar este episodio, afirma que hubo en él dos profecías: anuncio de las grandes tribulaciones que sufrirá el Papa (y que posteriormente fueron una realidad) hy un triunfo del catolicismo en Inglaterra. En este sentido bastaría recordar la conversación del célebre Juan Newman, más tarde Cardenal de la Iglesia Católica.

¿Cómo no recordar aquí el Congreso Eucarístico Internacional de Londres, con la impresionante procesión de veinte mil niños, a lo largo de las riberas del río Támesis, en dirección a la Catedral?


Despedida del oratorio

Todos los meses se celebra en el oratorio el Ejercicio de la Buena Muerte. Un acto sencillo, pero muy práctico en la vida cristiana. Los muchachos de Don Bosco lo hacían con fervor sin igual.

Domingo, en el último mes que pasó en el oratorio, cuando ya Don Bosco había decidido enviarlo a su casa, hizo de este Ejercicio una verdadera preparación para una Buena Muerte.

Partió para su casa el domingo lº de marzo de 1857, por la tarde. Vino el padre a buscarlo. Empleó la mañana en arreglar sus cosas y en despedirse uno por uno de todos sus compañeros.

Al momento de partir dijo a Don Bosco:
- Ya que usted no quiere que yo deje mis huesos aquí, tendré que llevármelos a Mondonio. La molestia en Valdocco sería por poco tiempo... porque esto habría terminado rápido. Sin embargo, hágase la voluntad de Dios. Recuerde, si va a Roma, no se olvide del recado para el Papa referente a Inglaterra. Ruegue para que yo tenga una buena muerte. Nos volveremos a ver en el cielo.

Domingo tenía fuertemente agarrada la mano de Don Bosco y estaba emocionado. El momento era conmovedor. De repente se vuelve hacia sus compañeros que lo habían acompañado hasta la puerta y alza las manos:

- Adiós, a todos! nos veremos de nuevo allá, en la casa de la felicidad, en el Paraíso...!
Y de nuevo le dice a Don Bosco:
-¡Déjeme algún recuerdo!

Dime lo que quieras, que te lo doy enseguida, le respondió Don Bosco- ¿quieres un libro?
- No, -responde Domingo-, deme algo mejor.
- ¿Quieres dinero para el viaje?
- Eso precisamente, dinero para mi viaje... pero para el viaje a la eternidad.

Domingo quería una oración especial. Don Bosco entregó a Domingo un pequeño crucifijo, de los que había traído de Roma con la bendición del Papa Pío IX y la indulgencia "in articulo mortis" (en punto de muerte).

La tristeza invadió el corazón de Domingo. Sabía él que sus días estaban contados y hubiera querido morir allí, en el oratorio, acompañado por Don Bosco y por sus compañeros.
Don Francesia dijo una tarde: "Sé que Domingo al partir del oratorio se fue persuadido de que iba a morir pronto. El no acostumbraba venir a despedirse de mí las otras veces que iba a su casa. Esta vez, en cambio, vino corriendo a saludarme, como uno que se despide para siempre".


Su muerte

Por la tarde, llegaba Domingo a Mondonio. La madre y sus hermanitos salieron a recibirle con alegría. Los primeros cuatro días los pasó bastante bien y sin guardar cama. Sin embargo, el padre quiso llevarlo para una visita médica. Había perdido el apetito y una tos persistente le molestaba día y noche. El médico ordenó reposo absoluto y, para curarle lo que creía era una pulmonía le aplicó una serie de sangrías ( corte que se hace en el cuerpo para que fluyera sangre). En realidad, como se supo después, la enfermedad de Domingo era una pleuresía. El médico que le aplicaba la sangría lo invitaba a volver la cara para que no viera tan dolorosa operación. Pero Domingo respondía sereno:

- Eso no es nada, en comparación con los clavos de la Pasión del Señor.

Mejoró algo. El médico, optimista, confortaba a la familia diciéndole que prácticamente el mal estaba vencido. Otra cosa pensaba Domingo y, apenas el médico se retiró, pidió recibir la Unción de los enfermos. Todos los presentes lloran y rezan.

- No llores madre... que yo me voy al cielo, -dice Domingo-.

Al párroco que está para retirarse le dice: "Antes de irse, déjeme un recuerdo."

- ¿Qué quieres, Domingo, que te diga? El párroco edificado e impresionado ante tanto espíritu de sacrificio, no sabe qué decir.

- Algo que me consuele -añade Domingo.
- Acuérdate de la Pasión de Cristo.
- ¡Ah, la Pasión! -exclama Domingo.
- ¡Siempre la llevo en mi mente!

Y se quedó dormido... Parecía un ángel... A la media hora despierta.

- ¡Papá! -exclama- busca mi libro de oraciones.

El padre, con un esfuerzo supremo, lee las oraciones de los agonizantes. Domingo responde con claridad y devoción: "Jesús misericordioso, ten piedad de mí".

Algunos jóvenes y niños a quienes se les permite entrar, pasan en silencio y recogimiento a contemplar por última vez el rostro con vida del amigo. De repente abre los ojos y exclama:
- ¡Adiós, papá, adiós! ¡qué cosas tan hermosas veo! Veo los cielos y al Señor y a la Virgen... que me esperan!

Y con estas palabras expiró.

Eran las diez de la noche del lunes 9 de marzo de 1857. En abril iba a cumplir los quince años.
Rápidamente la noticia corrió por todas partes.

En el oratorio compañeros y amigos lloran inconsolables la muerte del amigo. La celebración Eucarística ofrecida por Don Bosco contó con la presencia fervorosa de familiares, salesianos y amigos. En la Iglesia y fuera, todos repetían: "Ha muerto un santo". Fue sepultado el miércoles 11 de marzo. Sus restos permanecieron en la Capilla del cementerio de Mondonio hasta que definitivamente fueron trasladados a Turín, a la Basílica de María Auxiliadora.

3 comentarios:

Sil dijo...

Bendiciones!!!! y que el ESpiritu del Señor siga obrando en tu vida en tus pensamientos y en todos tus trabajos. Felicitaciones por el blog!!

Anónimo dijo...

Domingo Savio es un joven que con su ejemplo nos enseña que la juventud puede llegar a ser santos... Santo Domingo Savio es mi patrono que yo elegi Dios nos Bengiga y nos siga dando muchos jovenes Santos.....

Anónimo dijo...

Otro muchacho que se parece mucho a Santo Domingo Savio por su sencilla vida es Carlo Acutis.... recomiendo que visiten la pagina oficial http://www.carloacutis.com/
el murio de leucemia dando su vida por la iglesia y por el Papa

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