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domingo, 2 de octubre de 2011

"Yo los he elegido del mundo, dice el Señor, para que vayan y den fruto y su fruto permanezca"

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (Mt 21, 33-43)
Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús dijo a los Sumos Sacerdotes y a los Ancianos del pueblo esta parábola: “Había una vez un propietario que plantó un viñedo, lo rodeó con una cerca, cavó un lagar en é1, construyó una torre para el vigilante y luego lo alquiló a unos viñadores y se fue de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió a sus criados para pedir su parte de los frutos a los viñadores; pero éstos se apoderaron de los criados, golpearon a uno, mataron a otro y a otro más lo apedrearon. Envió de nuevo a otros criados, en mayor número que los primeros, y los trataron del mismo modo. Por último, les mand6 a su propio hijo, pensando: 'A mi hijo lo respetarán'. Pero cuando los viñadores lo vieron, se dijeron unos a otros: 'Este es el heredero. Vamos a matarlo y nos quedaremos con su herencia'. Le echaron mano, lo sacaron del viñedo y lo mataron. Ahora, díganme: cuando vuelva el dueño del viñedo, ¿qué hará con esos viñadores?" Ellos le respondieron: "Dará muerte terrible a esos desalmados y arrendará el viñedo a otros viñadores, que le entreguen los frutos a su tiempo".

Entonces Jesús les dijo: "¿No han leído nunca en la Escritura: La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular? Esto es obra del Señor y es un prodigio admirable. Por esta razón les digo a ustedes que les será quitado el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos".

Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.

Los oyentes de Jesús tuvieron que entender, sin grandes dificultades, la parábola que acabamos de escuchar. El símil de la viña es, en la Biblia, un recurso tradicional para aludir a la relación de Dios con su pueblo. Para hombres que tenían como ideal de vida la posesión de un viñedo y su usufructo, la viña era imagen de todo lo que, en vida, podían apetecer y aquello por lo que debían afanarse; como agricultores que eran, bien sabían de las atenciones y trabajos que una viña procura a su dueño y, por tanto, estaban capacitados para intuir los cuidados y el esfuerzo que invertía en ellos su Dios, siempre que ellos se vieran como propiedad divina. Porque, en realidad, de ello, de las atenciones y cuidados de Dios para con los suyos, trata la parábola; ser un bien de Dios trae consigo responsabilidades: hay que trabajar y dar fruto.


I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice


Jesús sigue contestando, veladamente, a la pregunta que le han hecho los líderes del pueblo sobre su autoridad, tras haber expulsado a los mercaderes del Templo. El motivo de la parábola es, pues, polémico. En su respuesta, como suele hacer, deja desatendida la cuestión que la ha originado y va más allá: no es él quien debe dar razón de su comportamiento, sino sus objetores; deben responder a Dios por su ‘des-obediencia’, so pena de ser desheredados como Pueblo de Dios.

En la parábola del viñador y sus asalariados Jesús apela a la experiencia de los oyentes, y con una contundente conclusión, se apoya en la Palabra de Dios: se os quitará el Reino y se dará a otros. Semejante afirmación está en total contradicción con la fe y la experiencia de Israel, quien sabía que su Dios nunca lo había abandonado – a pesar de sus repetidas infidelidades – ni nunca lo abandonaría por otros. La sorpresa, la ofensa, y la indignación, de los oyentes de Jesús no podían ser mayores, ni más justificadas.

El mensaje de la parábola no se centra ni en la viña ni en los trabajadores, sino en su propietario. Es el protagonista permanente: los demás, viñas y viñadores, reaccionan a su actuación. Quien quiera captar el sentido del símil, no podrá olvidarlo. Curioso e inesperado es que, tras haber trabajado personalmente su viña (plantó, cercó, cavó, construyó, arrendó), la dejara en manos de unos asalariados para que la hicieran fructificar. Arrendar una propiedad era el modo usual de explotación que tenían los terratenientes. Lógico, además, que pensara en cobrar su parte a su debido tiempo y enviara por dos veces a unos siervos y, ante la injustificable reacción de los viñadores, a su propio hijo. Una misión esta no muy acertada, pero era lo máximo que el dueño podría haber hecho para conseguir recibir lo que se le debía. Tampoco fue inteligente, además de ser ilegítima, la obstinación de los labradores: matar al hijo, en vida del padre, no les daba derecho, ni siquiera esperanzas, de poseer un día la viña arrendada. Fueron, pues, infieles a lo pactado… y necios. La conclusión es tan obvia que Jesús se la hace formular a sus antagonistas: la lógica de la justicia se impone; los primeros arrendatarios no fueron dignos de la confianza de su señor; perderán esa confianza y la viña que tanto querían.

Lo que no esperan ciertamente las autoridades es que Jesús se apoye a continuación en una cita bíblica (Sal 118,22-23) para desvelar que Dios tratará a su pueblo como el propietario de la viña a sus jornaleros. Lo que en boca de Jesús es gravísima amenaza, en mano del redactor del evangelio es hecho consumado. Ello confiere a la sentencia una inaudita gravedad: quien no devuelve a Dios lo que le es debido, perderá a Dios y cuanto se le confió. Si Dios lo hizo con Israel, ¿por qué no lo va hacer con el ‘nuevo’ pueblo de Dios?


II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida


Una parábola vuelve a ser, ahora en boca de Jesús, símbolo de la relación de Dios con su pueblo. El Reino de Dios será de quien piensa en dar frutos y no en quitárselos a quien se los debe. La advertencia sigue teniendo valor hoy: no hay privilegio alguno ante Dios, la elección pasada obliga a mayor responsabilidad hoy. Quien no esté a la altura de las exigencias de su Dios no tendrá su reino como heredad. No se puede uno ilusionar - y la advertencia es, en primer lugar, para la comunidad cristiana - con obtener la herencia de Dios, si antes no se han reconocido sus derechos.

Un hombre, tras haber trabajado duro plantándose una viña, la dejó en manos de unos labradores. Nada más lógico que, llegado el tiempo de la vendimia, pensara en obtener algún beneficio. Sin embargo, los trabajos que el propietario se tomó con su viña fueron ignorados por los arrendatarios, lo mismo que sus legítimos derechos; llegaron a creer que negarse a rendir cuentas les haría más fácilmente propietarios; reteniendo para sí cuanto correspondía a su dueño, se ilusionaban con posesionarse de lo que no era suyo; más aún, tras no reconocer los derechos de su amo, se permiten quitar la vida a sus enviados; privando a su señor de criados, primero, y del heredero, después, piensan que lo heredarán. La reacción del dueño de la viña no podía ser otra; los mismos oyentes de Jesús la adivinan: 'hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo'

La parábola se cierra con una grave advertencia de Jesús: 'os digo que os quitará a vosotros el Reino y se lo dará a quien produzca sus frutos'. Pueden perder los dones de Dios cuantos ya los han conseguido, si no actúan como simples arrendatarios de cuanto tienen, es decir, si no dan, de cuanto tienen, los frutos debidos. El reino no será de quien ya lo ha obtenido, sino de cuantos, además de poseerlo, sepan hacerlo fructificar. No pueden perder a Dios y su reino quienes no lo poseen todavía, sino cuantos no quieren dar cuenta de ellos. Creerse sin obligaciones de las que responder supone negarle a Dios sus derechos.

Con su parábola Jesús ha querido asegurar a sus oyentes dos normas que caracterizan el comportamiento de Dios con los suyos: su personal preocupación por ellos, la fatiga que le procura su cuidado; nadie trabaja más en una viña que su dueño; nadie se preocupa de los suyos tanto como Dios. Al mismo tiempo Jesús nos recuerda el deber de dar los frutos correspondientes a tanto desvelo: todo arrendatario, por serlo, permanece en deuda con el propietario. El reino de Dios será de quien piense dar frutos, no pertenece a quien se niegue a reconocerse deudor. La advertencia sigue teniendo valor hoy: no hay privilegio alguno ante Dios, su elección pasada obliga a mayor responsabilidad hoy. Haber conseguido su gracia nos obliga a vivir de ella; cuanto más hayamos de Él recibido, tanta mayor será nuestra deuda contraída con Él y nuestra responsabilidad; quien no esté a la altura de las exigencias de su Dios no tendrá su reino como heredad. No se puede uno ilusionar - y la advertencia es, en primer lugar, para la comunidad cristiana - con obtener un día la herencia de Dios para siempre si antes, y siempre, no se han reconocido sus derechos.

Ahora bien, para poder responder de cuanto tenemos, hemos de reconocer, previamente, el haberlo recibido. Es muy probable que nos estemos creyendo que de nada, ni de nadie, tenemos que responder ante Dios, porque pensamos que nada de cuanto poseemos, ni ninguno de cuantos amamos, los hemos recibido de Él. Mientras sigamos pensando que cuanto tenemos lo hemos obtenido nosotros, con nuestro esfuerzo y diligencia, no lograremos sentirnos en deuda con Dios ni con Él agradecidos. Y, como los arrendatarios de la parábola, buscamos con todos los medios entrar en posesión de bienes que no son nuestros, los bienes de Dios no los obtienen los buenos, sino los que le quedan agradecidos: Dios no se da a quien cree merecerlo, se entrega a quien se dedica a darle las gracias. Mantiene uno los dones de Dios, si mantiene, cueste lo que cueste, que se los debe a Él y se mantiene en continuo agradecimiento.

Olvidarse, pues, de los beneficios recibidos, rehusar el saldar la deuda de gratitud con Dios, es el primer paso para atentar contra sus derechos y su heredero. No entraremos en posesión de los dones que Dios ya nos ha hecho en la vida, si no dedicamos la vida entera a darle gracias y a rendirle cuentas. Todo cuanto Dios ya haya hecho por nosotros será motivo de acusación, si ahora que lo tenemos no vivimos para agradecérselo. La primera, y la mejor, forma de agradecer a Dios los bienes recibidos es, pues, responsabilizarse de ellos: saldamos la deuda de gratitud que con Dios mantenemos, cuando reconocemos que Él es el origen de nuestros bienes y que, precisamente por ello, los ponemos a su disposición y bajo su soberanía.

Tomar en serio la necesidad de vivir agradecidos a Dios, y responsabilizándonos de sus bienes nos llevaría, además, a descubrirnos motivo de su preocupación y objeto de sus cuidados: como el dueño que, antes de arrendar su viña, la ha trabajado personalmente y que espera sus frutos sólo después de haberse ocupado de ella, el Dios de Jesús pide únicamente de nosotros aquello que le debemos, los frutos de cuanto tenemos y pide, sobre todo, que reconozcamos su interés y sus cuidados. Deberíamos sentirnos orgullosos de tener un Dios así: ha invertido en nosotros ilusión y fatigas, como el viñador en su viña; y confía en obtener de nosotros ni todo lo que nos dio ni enseguida. De un Dios así no es lógico tener miedo ni mantenerse alejado; por desgracia, como nos avisa Jesús en la parábola, por no tener que reconocerle como origen y causa de los bienes de que disponemos, nos seguimos negando a responder de ellos como corresponde a siervos agradecidos; lo trágico es que, como advierte Jesús, los que se niegan a responder de los dones recibidos en vida terminan siempre por negar la vida a quien se lo recuerda, sean criados del dueño o su propio hijo.

Vivimos en un mundo que se cree libre de Dios y que se niega a responder de los demás; no alimentando sentimiento alguno de reconocimiento por cuanto Dios ha hecho, hace o quisiera hacer, por nosotros, no logramos sentirnos agradecidos con Dios ni responsables de cuanto, personas o cosas, puso en nuestras manos. Sólo hay un modo fehaciente de mostrar al mundo que hoy seguimos contando con Dios y sus dones: responder ante Él de cuanto ha puesto en nuestras manos. No nos sentiremos agradecidos con Dios nunca, si no vivimos endeudados con Él: por los bienes que nos ha hecho y de la acción de gracias que le debemos, le debemos nuestro reconocimiento y sus frutos.

(fuente:  http://say.sdb.org/blogs)

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