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lunes, 28 de enero de 2013

“Estén siempre alegres en el Señor; se los repito, estén alegres”

Homilía del Rector Mayor, Pascual Chávez, en el inicio del 2º año del trienio de preparación al Bicentenario del Nacimiento de Don Bosco.

Nos hemos reunido en Becchi, en el Santuario de Don Bosco, para iniciar el segundo año del trienio como preparación al bicentenario del nacimiento de Don Bosco. Es muy cercano a mi corazón compartir con ustedes el empeño y dedicación por contemplar a Don Bosco educador y ofrecer a los jóvenes el Evangelio de la alegría a través de la Pedagogía de la Bondad.

Después de habernos comprometido el año pasado en conocerlo más profundamente, en amarlo más intensamente e imitarlo fielmente en su total entrega a Dios y en su absoluta dedicación por los jóvenes, este año estamos invitados a contemplarlo como educador y por lo tanto en profundizar, actualizar e inculturar el Sistema Preventivo.

Después de haber descubierto cómo Don Bosco se sintió enviado por Dios a los jóvenes, que eran para él su razón de ser, su misión, la más preciosa herencia, debemos ahora descubrir qué les ofrecía a ellos: el evangelio de la alegría a través de la pedagogía de la bondad. Este es su programa educativo y su método pedagógico.

Para presentarlo, lo hago hablando a nombre suyo, encarnándolo, como verdadero Sucesor de Don Bosco:

“Me conocen en todo el mundo como un santo que ha sembrado a manos llenas tanta felicidad. Así, como ha escrito alguno que me conocía muy bien, he hecho de la alegría cristiana el undécimo mandamiento”.

La experiencia me ha convencido que no es posible un trabajo educativo sin esta maravillosa motivación, este estupendo camino que es la alegría.

Te estoy hablando de la felicidad verdadera, aquella que nace del corazón de quien se deja guiar por el Señor. La risa estruendosa, el ruido inoportuno son cosas de un momento; la alegría del cual te hablo viene de dentro, y permanece porque viene de Jesús, cuando es recibido sin reservas.

Siempre solía afirmar “Estate alegre, pero que tu alegría esté lejana del pecado”. Y para que mis muchachos estuvieran plenamente convencidos agregaba. “Si querés que tu vida sea alegre y tranquila, debés estar en gracia de Dios, porque el corazón del joven que está en pecado es como el mar en continua agitación”.

Les recordaba siempre que la “alegría nace de la paz del corazón”. Insistía: “Yo no quiero otra cosa de los jóvenes sino que sean buenos y que estén siempre alegres”. Sé que alguno ha dicho: “Si San Francisco de Asís santificó la naturaleza y la pobreza, Don Bosco santificó el trabajo y la alegría. Él es el santo de la vida cristiana comprometida y alegre”.

Esta frase me gusta por dos motivos: sea porque me coloca al lado de un santo simpático y siempre actual como lo es el estupendo joven de Asís, sea porque el autor de la frase ha retomado el secreto de mi santidad: el trabajo y la alegría.

Vos lo sabés: viví en tiempos difíciles y llenos de fuertes turbulencias. Yo decía: Nuestros tiempos son difíciles. Fueron siempre así, pero Dios jamás faltó con su ayuda”. La confianza en la Divina Providencia explicaba mi inquebrantable optimismo. Era una de las tantas lecciones de vida que había aprendido de mi madre.

“Don Bosco tenía como arma la bondad”: así escribió de mi un salesiano, entusiasta y sabio que yo había conocido cuando apenas era un muchacho y lo había confesado algunas veces. La alegría es mi simpático billete de visita, mi bandera. No una más.

Esperaba a mis muchachos el domingo en la mañana en Valdoco; era para mí una fiesta. Cuando iba al encuentro con los limpiachimeneas, los albañiles, los obreros de mil trabajos, venían – es verdad – por los juegos, por un pedazo de pan y algo más para comer, para pasar un jornada diversa, pero sobre todo, y yo lo sabía, llegaban porque había un sacerdote que los amaba y que sabía gastar horas y horas por hacerlos felices.

Te quiero revelar un secreto: jamás me consideré un educador que era también sacerdote; yo era un sacerdote (había llegado a esta meta después de años de sufrimiento, de privaciones y de entrega) que ejercitaba, vivía y testimoniaba su sacerdocio mediante la educación. Mejor todavía, me convertí en educador porque era sacerdote para ellos.

Lo sé: alguno, a veces, me presenta como el eterno saltimbanqui de I Becchi, pero esta imagen no habla todo de mí ideal, de lo que yo quería, de mi ideal. Los juegos, los paseos, la banda de música, las representaciones teatrales, las fiestas eran un medio, no un fin. Yo tenía en mente aquello que ciertamente escribía a mis muchachos: “Uno sólo es mi deseo: verlos felices en el tiempo y en la eternidad”.

Por eso entenderán a aquél maravilloso muchachito que es Domingo Savio y a quién yo le había señalado la alegría como un camino de auténtica santidad. Y él había entendido, cuando explicaba a su amigo que apenas llegaba a Valdocco y se encontraba completamente confundido: “Sabés que nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres: Procuramos solamente evitar el pecado, como un gran enemigo que nos roba la gracia de Dios y la paz del corazón, y cumplir fielmente nuestros deberes”.

Domingo, ese estupendo adolescente, rico de gracia y de bondad, no hacía otra cosa que presentar a su amigo Camillo Gavio el camino de santidad juvenil que le había sido propuesto algún mes antes.

Desde muchacho, el juego y la alegría fueron para mí una forma de apostolado serio, del cual yo estaba firmemente convencido. Para mí la alegría era un elemento inseparable del estudio, del trabajo y de la piedad.

A Francisco Besucco, otro muchacho ejemplar del cual escribí una biografía, le había sugerido: “Si quieres ser bueno, practica tres cosas y todo te saldrá bien. Éstas son: Alegría, estudio y piedad”.

Cuando comencé a trabajar en Valdocco, tenía un sueño en el corazón: crear un clima de familia para tantos jóvenes que estaban lejos de su casa por el trabajo o porque jamás habían sentido un gesto de verdadero afecto.

La alegría ayudaba a crear este ambiente. Hacía superar las estrecheces de la pobreza y regalaba serenidad en todos los corazones. Sé que un muchacho de aquellos primeros años (llega a ser sacerdote de la Iglesia de Turín, uno de los miles de sacerdotes que crecieron en esta primera casa salesiana) recordando los años “heroicos” lo describía así: “Pensando cómo se comía y cómo se dormía, nos maravillamos de haber podido vivir, sin sufrir y sin lamentarnos. Éramos felices, vivíamos del afecto”.

Vivir y trasmitir la alegría era una forma de vida, una elección consciente de pedagogía en acción.

Para mí el muchacho era siempre un muchacho, su exigencia profunda era la alegría, la libertad y el juego. Encontraba natural que yo, sacerdote para los jóvenes, trasmitiera a ellos la buena y alegre noticia contenida en el Evangelio. Quien posee a Jesús vive en la alegría. Y yo no lo haría con el rostro desagradable, sombrío y brusco. Los jóvenes tenían necesidad de saber que para mí la alegría era algo tremendamente serio. Que el patio era mi biblioteca, mi cátedra donde yo era al mismo tiempo profesor y alumno. Que la alegría es ley fundamental de la juventud.

Por eso le deba mucha importancia a las celebraciones de las fiestas, sacras o profanas: ellas poseían una enorme carga pedagógica y terminaban por hablar al corazón, valoraba el teatro, la música, el canto. Organizaba con los más mínimos detalles los paseos de otoño. Recuerdo como si fuera hoy: entrábamos en los pueblos con la banda al frente, éramos recibidos por los párrocos y por quienes en el lugar que nos aseguraban el alojamiento y el alimento de cada día.

Las jornadas eran intensas: visitas a los personajes de interés, celebraciones mañana y tarde, presentaciones de la banda musical, espectáculos teatrales en palcos improvisados en la plaza principal. Y risas hasta no acabar. Risas que dejaban el recuerdo de una alegría serena. Mostraba a los muchachos y, de reflejo a mis paisanos, que servir a Dios puede ir perfectamente unido a la honesta alegría.

En el año 1847 imprimí un libro de formación cristiana, el Joven Instruido. Lo había escrito robando muchas horas a mi sueño. Las primeras palabras que los muchachos leían eran estas: “El primero y principal engaño con el que el demonio suele alejar a los jóvenes de la virtud es hacerles creer que servir al Señor consiste en una vida melancólica y lejana de toda diversión y placer. No es así, queridos jóvenes. Yo les quiero enseñar un método de vida cristiana, que los haga, al mismo tiempo, alegres y felices, ajustándose a las verdaderas diversiones y los verdaderos placeres. El verdadero propósito de este folleto es, servir al Señor y estar siempre alegres”.

Como ves, para mí la alegría asumía un profundo significado religioso. En mi estilo educativo había una equilibrada combinación de sagrado y profano, de naturaleza y gracia. Los resultados no tardaron en aparecer, tanto que en algunas notas bibliográficas, que fui casi obligado a escribir podía asegurar: “Fieles a esta mezcla de devoción, diversión y paseos, cada uno estaba atento a cualquier señal, que no sólo eran obedientes a mis órdenes, sino que estaban ansiosos que les confiara alguna tarea”.

La experiencia me había convencido que “un santo triste es un santo que no fascina, que no convence”.

Yo hablaba de alegría, no de inconsciencia o superficialidad. La alegría, para mí, apuntaba directamente al optimismo, a la confianza amorosa y filial en un Dios providente; era una respuesta concreta al amor con que Dios nos rodea y nos abraza; era aquel resultado de la aceptación entusiasta de las exigencias de la vida. Y lo decía con una imagen: “Para recoger las rosas, se sabe, que se encuentran las espinas; pero con las espinas está siempre la rosa”.

No me contentaba que los jóvenes estuvieran alegres; quería que ellos difundieran este clima de fiesta, de entusiasmo, de amor a la vida. Los quería constructores de esperanza y de alegría. Misioneros de otros jóvenes mediante el apostolado de la alegría. Un apostolado contagiante.

Insistía: “Un pedazo de paraíso acomoda todo”. Y con esta simple expresión, tomada de los labios de mi madre, indicaba una perspectiva que iba más allá de las fragilidades y contingencias humanas; abría una esperanza de futuro, de eternidad, les enseñaba a ellos que las “espinas de la vida serán las flores para la eternidad”.

Cosas Buenas Revista de Pastoral 
Universidad Católica Silva Henríquez, Chile
(fuente: www.donbosco.org.ar)

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