(Lc 15,11-32)
Me levantaré iré a mi Padre
Es sobre esta decisión de hacernos peregrinos y de ir al encuentro del abrazo del “Otro” que te recibe, donde se juega el camino de liberación de nuestra vida.
“Levantarse, ir hacia” quiere decir no dejarse atrapar por la nostalgia de un pasado inexistente sólo en nuestra mente, ni por la seducción de un presente donde permanecer anclados en nuestras pequeñas seguridades o en el lamento de nuestros fracasos. “Levantarse ir hacia” quiere decir aceptar estar siempre en búsqueda, a la escucha del Otro, dispuestos a ir hacia el encuentro que nos sorprende y cambia.
“Levantarse, ir hacia” quiere decir recomenzar a vivir de esperanzas, en la esperanza. “Somos unos pobres mendigos, esta es la verdad”: esta frase atribuida a Lutero agonizante- es no sólo la confesión honesta del límite experimentado, sino también la declaración de un proyecto de vida que busca fuera de sí, en el Otro, en el Padre, en el amor el sentido de la vida y de la historia. Caminamos entonces hacia el Padre.
La parábola del retorno del Hijo (cf Lc 15) nos presenta un rostro de Dios que está en profunda continuidad con el Dios de la fe de Israel.
El motivo del “retorno” es aquel que subyace en la palabra hebrea shuv, que expresa justamente la conversión, el cambio del corazón y de la vida, con la imagen de volver, rehacer un camino equivocado.
El Padre de la parábola recoge en sí las características más originales del Dios de la fe hebrea: es humilde, porque respeta las decisiones del hijo aún a costa del propio dolor. El Dios de Israel ama tanto a su pueblo y respeta sus elecciones hasta achicarse para dar espacio a la libertad de Su creatura amada.
La humanidad divina se une al sufrimiento de amor de este padre: también el Dios de la promesa no permanece jamás indiferente frente a los comportamientos de su pueblo y sufre por su infidelidad. Su amor no está solo expresado por la palabra hesed, que significa amor fuerte, tenaz, fiel, en las pruebas, sino también por la palabra rachamim, que significa amor materno, visceral hacia sus propios hijos. “Sion ha dicho: el Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado. ¿Se olvida acaso una mujer de su niño, de modo de no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Aunque si esta mujer se olvidase, yo en cambio no me olvidaré jamás de ti. Yo te he dibujado en las palmas de mis manos” (Is 49, 14-16).
La parábola parece casi decir entre líneas que el retorno del hijo es de algún modo necesario para que el padre sea tal. ¿Cómo podría vivir sin el hijo, él que pasa todo el día oteando el horizonte para estar pronto a salir al encuentro de aquel que vuelve? De todos modos el amor de Dios es para nosotros tan grande que él ha escogido no ser más él mismo sino con nosotros: el nombre que Dios se ha atribuido es siempre “Dios – con nosotros”.
Dios es Padre y Madre
El Padre de Isarrael es también Madre: es el Otro en quien se puede confiar absolutamente, el Dios fiel a la promesa de amor, la roca sobre la cual edificar la vida sabiendo que no quedaremos defraudados.
Este Padre humilde, compasivo, capaz de sufrimiento por amor, es también rico en esperanza y generoso en el perdón: él espera en la ventana el retorno del hijo y no duda en salir al encuentro de todos y de sus dos hijos, para acogerlos en la fiesta de su amor. Un Padre que sale de sí, se proyecta hacia su creatura, se hace peregrino y mendigo del amor. Cuando el hijo mayor, enojado, se rehusa a tomar parte en el banquete, “el padre entonces salió a rogarle”. Un hombre que participa en la historia de sus dos hijos con una pasión que es tan respetuosa como auténtica y profunda, es un Padre que los hace libres y quiere hacer participar a todos de la fiesta. Su alegría es debida al hecho de que el hijo “que estaba muerto, ha vuelto a la vida”, o sea, se ha reencontrado a sí mismo y ha reencontrado la verdad de su existencia, “estaba perdido y ha sido encontrado”, es decir, ha vuelto a la casa paterna.
Así el Dios de Isrrael ama a su pueblo elegido: lo ama con amor apasionado, que lo hace partícipe de sus alegrías y de sus dolores, y lo hace desear ante todo el bien amado, que es también, subordinadamente, la fiesta de su corazón de padre. “Mi pueblo es duro para convertirse: llamado a mirar hacia lo alto, ninguno puede aguantar la mirada. ¿Cómo podré abandonarte, Efraín, cómo entregarte a otros, Israel?... Mi corazón se conmueve dentro de mí, en lo íntimo tiemblo de compasión” (cf Os 11,7-8).
Abba el Padre de Jesús
Jesús nos ha hecho patícipes de su misma condición filial: por esto nos pone en nuestra boca el Padre Nuestro, la oración de los hijos, y nos da su Espíritu que grita en nosotros la palabra que más que cualquier otra expresa el amor filial: “¡Abbá, Padre!” (cf Rm 8,15 y Ga 4,6). La percepción que el cristiano tiene del misterio del Padre no es expresable en palabras, se apoya en la percepción que de él tiene Jesucristo como Hijo, y es confiada a la gracia del Espíritu santo. Este misterio del Padre va, por tanto, más allá de todo pensamiento y concepto, no puede ser contenido en palabras, está siempre “más allá”. Todo lo que nos ha sido dado captar parte siempre de la palabra de Jesús: ¡Abbá!
Jesús pronuncia esta palabra también en su agonía, mientras está próxima la suprema entrega de sí que hará en la hora de la cruz. En su dolorosísima agonía Jesús nos enseña a ser hijos: lo hace ante todo asumiendo sobre sí la angustia que el corazón experimenta ante la muerte. Jesús no dirige esta angustia contra el Padre, como haciéndolo culpable de haberle dado aquella vida que ahora se precipita hacia el abismo. El Padre no es la contraparte hacia quien lanzar el rencor del rechazo; es en cambio, el confidente a quien dirigir la extrema invocación, confiando sin reservas en su designio, por más oscuro y misterioso que sea. La palabra de la confianza y de la ternura, el apelativo de “Abbá” que en hebreo expresaba en el lenguaje cotidiano una relación de confianza con el propio padre terreno, es ahora la expresión de la experiencia filial que Jesús vive y de la cual nos hace partícipes más allá de cualquier posibilidad nuestra.
El se confía a Dios aún en la hora del aparente abandono por parte de Dios: entrega su alma en las manos del Padre aún en el momento en el cual la oscuridad cubre toda la tierra y el velo del templo se desgarrará por el medio: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Gracias a Jesús nosotros también podemos hacer nuestras aquellas palabras y transformar la angustia en abandono, el rechazo en confianza liberadora. Jesús ha habitado en la oscuridad de la angustia y en lo tenebroso de la muerte para que nosotros pudiésemos vivir la vida y la muerte en el abandono al Dios fiel. El Padre que parece abandonarnos como lo ha hecho con su Hijo – “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”- acoge en realidad nuestro abandono, como ha acogido aquel del Crucificado, entregado por nosotros.
El descubrimiento práctico de Dios como Padre se produce, por lo tanto, para nosotros, en Jesús: sólo él nos lo revela en plenitud. Tal descubrimiento nos lleva a pensar y a sentir a Dios no sólo como Señor sino a la vez como acogedor, atento a cada pequeñísimo paso mío, accesible, providente, perdonador.
escrito por el Padre Javier Soteras
(fuente: www.radiomaria.org.ar)
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