Se habla tan poco de José en el Evangelio que ni siquiera refiere su muerte, como tampoco cuenta su nacimiento. Sólo se hace mención de él en tanto en cuanto su vida esclarece la de Jesús, es decir, desde el día en que se compromete con María hasta el momento en que su hijo adoptivo, convertido en adulto, ya no tiene necesidad de él.
Por eso, si se quiere hablar de la muerte de José, es preciso suplir al Evangelio y buscar en su silencio indicaciones que la meditación incesante de los siglos cristianos ha transformado en resplandores de probabilidad.
De hecho, no conocemos nada de esa muerte, de su tiempo y de sus circunstancias, aunque todos los autores están de acuerdo en estimar que José murió antes de la manifestación de Jesús en su ministerio público. El Evangelio parece sugerírnoslo cuando el anciano Simeón, el día de la Presentación de Jesús en el Templo, al desvelar el futuro, anuncia sólo a María que la traspasará una espada de dolor. ¿No habría asociado a su esposo, allí presente, si su clarividencia inspirada le hubiese visto junto a ella en la hora suprema de la prueba definitiva?... José no aparece en el momento de la Pasión, y si Jesús, a punto de expirar, confió su Madre a San Juan, ¿no es todo ello una prueba, al menos probable, de que la muerte le había arrebatado a su fiel apoyo ... ?
Tampoco se le menciona a lo largo de la vida pública del Señor. Sin embargo, los galileos llaman a Jesús, el hijo del carpintero, lo que indica, probablemente, que no había pasado mucho tiempo desde su muerte, pues que sus paisanos le recordaban todavía.
Es fácil sospechar que la presencia de José cuando Jesús comenzó su predicación habría podido crear malentendidos en los oyentes, sobre todo al oírle hablar constantemente de su "Padre".
Se puede conjeturar, por lo tanto, que José no murió de viejo. Si se casé, como parece lógico, a una edad en armonía con la de su esposa, no debía tener más de sesenta años cuando murió. Así pues, debió debilitarse muy deprisa. Los cuidados atentos y la delicada dedicación de María sólo lograron retardar su tránsito. Había consumido sus fuerzas, hasta el límite de lo posible, en el taller, donde Jesús, desde hacía tiempo, cargaba con las tareas más duras. Un día, al regresar del trabajo, él, que nunca se quejaba, se sentiría cansado, con una fatiga que le mareaba, le hacía tiritar y ponía frío en su corazón. Se extendería sobre la esterilla y, enseguida, María y Jesús, alarmados, acudirían a su lado para prodigarle sus cuidados y tratar de atenuar sus dolores.
José comprendería que le había llegado la hora de abandonar esta tierra y, lejos de protestar, él, que toda su vida no había querido ser más que el servidor de los designios del Señor, se pondría más que nunca en las manos del Dios.
Acogería la enfermedad lo mismo que todo lo demás, como enviada por Dios. Le diría que es Señor de todas las cosas y que le corresponde señalar la hora de nuestra partida, lo mismo que la de nuestra llegada. La perspectiva de la muerte se le aparecía como un medio supremo de aceptar la voluntad del divino Maestro.
Comprendía que su tarea había terminado y creía que había hecho todo lo posible para conducirla a buen término. El Padre Eterno le había confiado al Verbo encarnado y a su Madre para que los protegiera y fuese su padre nutricio. No les había proporcionado, ciertamente, ni el excesivo bienestar ni la riqueza, pero, con la ayuda de Dios, les había procurado lo necesario. Desde hacía tiempo, su aprendiz se había convertido en maestro carpintero, y ya no tenía necesidad de sus lecciones.
Por otra parte, presentía que su presencia al lado de Jesús, lejos de ser necesaria, podía serle embarazosa. El mundo no debía creer que él era el verdadero padre de ese hombre joven. Absteniéndose de toda curiosidad, nunca había hecho a su hijo adoptivo preguntas concernientes a la hora y la forma en que se manifestaría. Quizá se habría sentido asombrado alguna vez por la similitud de su vida con la de los demás, e incluso de que pareciese querer hundirse cada vez más en la oscuridad de su tenducho, pero sospechaba que eso no podía ser siempre así y que Jesús no tardaría mucho en revelarse al mundo como enviado de Dios.
"Sí —se decía—, es bueno, es oportuno que yo me vaya". Y acordándose del cántico de despedida de Simeón, repetía los versículos adaptándolos a su propia misión: "Ahora, Señor, puedes dejar a tu servidor partir en paz. He guardado el secreto inefable. No me he quedado con nada. De nada me he aprovechado. No he discutido nunca tus designios. Mis ojos no han visto la plena manifestación de la salvación prometida al mundo. Del Mesías, no he conocido más que las humillaciones y la oscuridad. Hasta ahora, ha pasado su vida como yo, cepillando planchas de madera. No ha iniciado su misión, Él, que es el Salvador de los hombres y la luz del mundo. Pero eso no es cosa mía. He visto ya bastante como para cantar el Magnificat, que María me ha enseñado. He asistido a la siembra y me basta con saber que la cosecha está cerca. Será mejor que yo no esté cuando llegue ese momento; los hombres creerán más fácilmente que Jesús no tiene un padre según la carne".
Estos pensamientos, que verosímilmente pasarían por su cabeza, no los expresaría con palabras; estaba tan habituado a callarse para dejar hablar a Dios que no le parecía necesario abandonar su silencio. Retengamos, no obstante, estas palabras que San Francisco de Sales pone en sus labios: «Niño mío, de la misma manera que tu Padre celestial puso tu cuerpo en mis manos cuando viniste al mundo, yo, al dejar este mundo, pongo mi espíritu en las tuyas».
Sin ruido, sin quejas, sin dejar testamento, se preparó para morir. Como los sacramentos no habían sido instituidos, no pudo recibir al viático ni la extremaunción, pero tuvo a su lado a la fuente de la gracia y a la mediadora de la gracia, rodeándole con toda su ternura y toda su dedicación.
El Padre Patrignani, en una obra célebre sobre San José, contemplándole en su muerte, le interpela así: «Tuviste continuamente junto a tu lecho a Jesús y María, prestándote diligentemente los mismos servicios que les habías prodigado durante toda tu vida. Alternándose, te prestaban todos los alivios medicinales compatibles con su pobreza. Jesús te confortaba con palabras de vida eterna, María con cuidados y atenciones llenas de cariño. ¡Cuántas veces Jesús sostendría con sus manos tu cabeza desmayada! ¡Cuántas María secaría tu frente pálida y sudorosa! ¿Cómo no ibas a morir de amor viéndote, en tu agonía, sostenido por un Dios y consolado por su Madre?»
La piedad filial de Jesús le acogió en su agonía. Le diría que la separación sería corta y que pronto se volverían a ver. Le hablaría del convite celestial al que iba a ser invitado por el Padre eterno, cuyo mandatario era en la tierra: "Siervo bueno y fiel, la jornada de trabajo ha terminado para ti. Vas a entrar en la casa celestial para recibir tu salario. Porque tuve hambre y me diste de comer. Tuve sed y me diste de beber. No tenía morada y me acogiste. Estaba desnudo y me vestiste...".
Y el que durante toda su vida, en contraste con la rebelión de Lucifer, no había tenido otro pensamiento y otra pretensión que servir, se durmió como un niño en los brazos de Dios.
Su muerte es modelo acabado de tránsito tranquilo y lleno de consuelos, ya que entró en el reposo eterno entre los brazos de Jesús y de María. Por eso, los Soberanos Pontífices, especialmente Pío IX, León XIII y Benedicto XV, confirmando lo que la piedad cristiana había intuido desde hacía mucho tiempo, lo ofrecen a los cristianos como patrón de los moribundos, alentándolos a invocarle para que les libre del .peligro de la muerte eterna y su vuelta al Dueño de la vida sea tranquila y sonriente, como la suya.
Jesús y María le cerraron los ojos, lavaron su cuerpo y lo envolvieron en un lienzo salpicado de mirra y áloe. Luego, vestidos de duelo, la cabeza cubierta con un manto, según la costumbre, acompañaron hasta el camposanto su cuerpo, conducido a hombros por un grupo de jóvenes.
Es lógico pensar que Jesús, que más tarde lloraría ante la tumba de su amigo Lázaro, vertería también amargas lágrimas en el entierro de su padre adoptivo. Y los que le vieran llorar, pronunciarían tal vez las mismas palabras que en Betania: ¡Mirad cómo te amaba!
Los habitantes de Nazaret se unirían a la comitiva fúnebre. Parientes, vecinos, clientes, elogiarían a este justo que no había tenido otra ambición que honrar a Dios y amar a sus semejantes, a este hombre humilde cuya vida había sido una condena muda de los hinchados y los orgullosos, este trabajador silencioso que jamás hizo sombra a nadie, a este cabeza de familia dulce y pacífico que nunca se mezcló en querellas políticas, a este descendiente de David que, reducido a la pobreza, había aceptado sin quejarse la modestia de su condición.
Y mientras Jesús y María regresaban a su casa, que les parecería tan vacía y que durante ocho días —según el rito— permanecería con las puertas abiertas para recibir a los parientes y a los amigos que vinieran a consolarles, el alma de José entraría en el Limbo para anunciar a los justos, que esperaban allí el momento de entrar en el Paraíso . de Dios, su próximo rescate: "El Redentor ha bajado a la Tierra, ¡pronto se nos abrirán las puertas de los Cielos! ". Y los justos se estremecerían de esperanza y de agradecimiento. Rodearían a José y entonarían un cántico de alabanza que ya no se interrumpiría en los siglos venideros: "¡Bendito seas tú, que nos anuncias al Salvador! ¡Bendito sea el Emmanuel, que has llevado en tus brazos! ¡Bendita sea la Virgen, tu santísima esposa.
extracto de "Los Silencios de José"
escrito por Padre Michel Gasnier, O,F
(fuentes: www.encuentra.com; www.corazones.org)
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