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jueves, 1 de mayo de 2014

José, el esposo de María

“Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús...” (Mt 1, 16)

El Evangelio de San Mateo nos dice que José, tras la aparición del ángel, hizo lo que le había sido indicado: recibió a María en su casa. Lo cual quiere decir que" debía ser, en efecto, sólo la prometida de José, ya que las costumbres no le permitían tenerla en su casa hasta la boda. Así pues, se apresuraría a ratificar mediante el matrimonio la unión que había acordado con ella el día de los esponsales.

Se conoce con bastante precisión cómo se desarrollaban entonces entre los judíos las ceremonias nupciales. Ni qué decir tiene que María y José, respetuosos con los menores detalles de la Ley, observarían exactamente todas las costumbres y ritos tradicionales.

María llevaría el atuendo en uso: una larga túnica multicolor cubierta por un amplio manto. Bajo su velo y ciñendo su pelo cuidadosamente dispuesto, una corona sobredorada. Al caer la tarde, montaría en un palanquín y la conducirían a la casa de José. Los invitados a la boda, vestidos de blanco, con un anillo de oro en el dedo,' la escoltaban, y un grupo de jóvenes doncellas la precedían con una lámpara encendida, mientras otras ondeaban ramas de mirto sobre su cabeza.

Los habitantes de Nazaret, avisados por el sonido de las flautas y los tamboriles, se apretaban curiosos, en las terrazas y a lo largo de las calles para aplaudir a la desposada. Nadie sospechaba que se trataba de la elegida de Dios, en cuyo seno habitaba ya el Mesías, objeto de todos los deseos y anhelos de la nación.

José esperaría, a María en el umbral de su morada, vestido también de blanco y coronado de brocado de oro. Uno y otro, ya. dentro de la casa, intercambiarían sus anillos y se sentarían mirando a Jerusalén, María a la derecha de José, bajo un dosel o nicho ricamente adornado con objetos dorados y telas pintadas.

Tras la lectura de¡ contrato de sus esponsales, beberían en el mismo vaso, roto enseguida en su presencia con un gesto que significaba que debían estar dispuestos a compartir sus penas y alegrías.

El banquete se desarrollaría en la hospedería de Nazaret, y las fiestas se prolongarían, en un clima de desbordante jolgorio, durante varios días.

José y María ya se pertenecían. Estaban unidos ante Dios y ante los hombres. Dios se había reservado a María, pero se complacía en dar a un hombre mortal, a José, un derecho matrimonial sobre esta criatura privilegiada, bendita entre todas las mujeres. Ponía en sus manos a la que había creado con tanto amor, en la que había pensado desde toda la eternidad, a la que iba a hacer suya con tanto celo.

No había, sin embargo, desigualdad entre los dos esposos. El matrimonio era ajustado. Indudablemente, María, llamada a ser Madre de Dios y elevada por la gracia a' la altura de esta función, superaba ampliamente en santidad a José, pero José había oído del ángel estas palabras tranquilizadoras: no temas tomar a María por esposa...

El significado de esta frase, que ya hemos comentado, puede interpretarse así: "Cálmate. Tú eres el que Dios ha escogido para esposo de la que acaba de concebir por obra del Espíritu Santo. Estarás a la altura de tu misión. Ser esposo de la Madre de Dios sería una función aplastante sólo para las fuerzas humanas, pero lo que es imposible para los hombres, es posible con la ayuda de Dios. Tú recibirás las gracias necesarias".

José y María son esposos realmente, no se trata de una simple ficción. Al contrario: nunca, en la tierra, se ha visto una pareja de almas llamadas a vivir juntas unidas por un tan maravilloso amor. Se aman, por supuesto, sobre todo en Dios. Sus corazones laten al unísono con ternura recíproca bajo la inspiración del Espíritu Santo. Su única ambición es unirse más y más a la voluntad de Dios tres veces Santo; es la aspiración esencial de su ser. El amor del Altísimo constituía la base de su alianza.

Pero es precisamente esto lo que da al amor humano toda su fuerza y su belleza. El apóstol San Pablo dice en la Epístola, a los Romanos (8, 58): Porque persuadido estoy que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro… Un clamor semejante hace vibrar constantemente el corazón de José y de María. Así como el amor de Dios es incorruptible —dicen—, así nuestro amor es invencible, puesto que se alimenta de¡ de Dios. Y, en consecuencia, se afanan por complacerse mutuamente, tanto más cuanto que esta actitud, lejos de apartarles de Dios, les une a El más y más.

Había sido así desde que se hicieron las primeras promesas. José creía entonces que su amor a María no podría crecer más, pero tras la revelación de] ángel aumentó considerablemente. La fuerza de su amor se redobló hasta tal punto que se sentía como un hombre nuevo. Las perfecciones de' María se embellecieron a sus ojos porque el Niño que llevaba en su seno era el Dios de las promesas, hacia el cual tendían todas sus aspiraciones y deseos: la contemplaba y la veneraba como una nueva Arca de la Alianza, tabernáculo de¡ Santo de los Santos.

María, por su parte, se sentía ligada a él, como al representante de la autoridad de Dios, escogido para ser su coadjutor en el misterio de la Encarnación. Le presta, pues, una confianza y un cariño llenos de deferencia, de sumisión tierna y afectuosa.

Han hecho ambos votos de virginidad, pero eso les une más estrechamente. Precisamente porque su, amor es virginal y la carne no tiene en él parte alguna, se encuentra protegido frente a los caprichos, las inquietudes, las amarguras y las decepciones. Las vírgenes tienen una ternura que no conocen los corazones marchitos. Desconocen lo que San Pablo llama "las aflicciones de la carne" en su Epístola a los Corintios (1, 7, 28). Santos de cuerpo y espíritu, se aman con un amor capaz de todas las riquezas, de todos los matices. «Oh, Santísima Virgen —exclama Bossuet—, tus llamas son tanto más vivas cuanto que son más puras y más sueltas, y el fuego de la concupiscencia que arde en nuestro cuerpo no puede igualar jamás el ardor de los castos abrazos de los espíritus que el amor a la pureza une».

Por otra parte, nos equivocaríamos si pensáramos que su atracción recíproca era solamente mística, que su afecto no tenía nada de sensible. No tenemos ningún motivo para negarles esa limpia ternura hace palpitar el corazón, esa dulzura amorosa que ilumina el corazón de los esposos.

¿Presentía José que a causa de su misión María sería llamada un día por el mundo entero "causa de nuestra alegría"? En cualquier caso, en cuanto la instaló en su casa para vivir con ella una vida en común que sólo la muerte podría, interrumpir, María se convirtió para él en fuente de desbordante alegría.

Y mientras que él la rodea de cuidados y atenciones que para ella formarán parte de ese tesoro de pensamientos y de recuerdos que conservará en su corazón, María, por su parte, se comporta como una esposa amorosa y dulce, cuya entrega pronta y alegre está atenta a los menores detalles.

Hay entre ellos una admirable emulación para servirse mutuamente: "Soy tu servidora", dice María. "No —responde José—, soy yo el designado por Dios para servirte".

Y mientras María cose y borda la canastilla del Niño, José hace la cuna de madera donde reposará el Hijo del Altísimo, el Rey del universo, el Salvador del mundo.

extracto de "Los Silencios de José"
escrito por Padre Michel Gasnier, O,F
(fuentes: www.encuentra.com; www.corazones.org)

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