Sería falso imaginar que José, cualesquiera que fuesen su humildad y su santidad, se hubiese desinteresado de la herencia moral y espiritual transmitida por sus antepasados. Las promesas hechas a David y a su descendencia ocupaban un lugar demasiado importante en las Escrituras para que él se creyera con derecho a desdeñarlas. Se sentía solidario con los de su estirpe que le habían precedido, bien para mostrarse digno de sus virtudes, bien para rescatar sus faltas, bien para crear, con su sola presencia en el seno de esa raza predestinada de la que habría de salir el Mesías, un testimonio agradable a Dios.
No desconocía, pues, sus orígenes. Releería a veces la lista genealógica de sus antepasados, no para enorgullecerse, sino para recordar a cada uno de los que se sentía deudor. Sabía que llevaba en las venas sangre de Abraham, cuya fe viva y obediencia total le habían valido ser bendecido en su posteridad. Sangre de Jesé, del que Isaías había dicho: un vástago surgirá de ese tronco.
Los documentos le indicaban la serie de generaciones que le ligaban al rey profeta: tenia por antepasados a Salomón, el más glorioso de los monarcas, cuya reputación de sabiduría había sido universal, el cual había dirigido la construcción del famoso Templo de Jerusalén. A Roboam, cuyo yugo se habían sacudido diez de las tribus. Al santo Josafat; al rey Acaz, a quien el profeta Elías le había profetizado el alumbramiento de una virgen; a Ezequías, rescatado milagrosamente de las fauces de la muerte; a Jeconías, el último de los reyes de Judá; a Zorobabel, que había conducido al pueblo de vuelta de la cautividad.
Así pues, sintiéndose hijo de reyes y de profetas, de patriarcas y de pontífices, heredero de una sangre que incluía todo lo que la tribu de Judá consideraba más ilustre, ¿ignoraría acaso que la corona, sobre todo después de la extinción de la noble familia de los Macabeos, pertenecía a su estirpe por derecho...? Príncipe por nacimiento, José se encontraba, sin embargo, reducido a la modesta situación de artesano de pueblo. En lugar de vivir en las fértiles tierras asignadas antaño a su tribu, habitaba en Nazaret, humilde villorrio sin pretensiones poblado por agricultores y pastores, de tan mediocre reputación que, según señala el Evangelio, un proverbio decía que de Nazaret no podía salir nada bueno.
En Nazaret, efectivamente, vivía José cuando se comprometió formalmente con María y no tenemos motivos para dudar de que naciera allí, o, al menos, de que pasara allí su infancia y su juventud, aunque algunos creen que vio la luz en Belén. Pero si fuera así, quedaría por explicar cómo,'al volver allí con su esposa, no hubiera ningún pariente o amigo que les abriera la puerta de su casa y se vieran obligados a buscar hospedaje en la posada.
Ocho días después de nacer, el día de su circuncisión, sus padres le habían impuesto el nombre de José, honroso entre los judíos desde que el hijo de Jacob, convertido en ministro del Faraón, lo había enaltecido. Sin duda no sospechaban que su hijo lo enaltecería más todavía.
¿Enseñarían a leer a su hijo, llevándole a la escuela del pueblo, cuyo “maestro” solía formar parte del personal de la sinagoga ... ? Nada nos dice el Evangelio, pero Flavio Josefo atestigua que, por amor a la Ley, muchos jóvenes aprendían a leer, aunque sólo fuese para tener el privilegio de leer en la sinagoga. Por otra parte, ¿cómo José, sabiéndose descendiente de David, no iba a tener deseos de conocer directamente lo que decían las Escrituras de sus antepasados y, sobre todo, lo que anunciaban los profetas en relación con el Mesías que debía salir de su estirpe? ¿Cómo él, que era "justo", como dice el Evangelio, no iba a desear poseer la ciencia de la Ley, cuyo contenido era como el alimento de su alma?
Sea como fuere, al cumplir los doce años se convirtió, como todo buen israelita, en "hijo de la Ley”, es decir, que ante Dios y ante los hombres, quedaba obligado oficialmente a cumplir todas las prescripciones legales, todos los ritos judíos.
También a esa edad tendría que escoger un oficio, no sólo porque era pobre y tenía que ganarse el pan, sino también porque se trataba de una obligación impuesta por las costumbres sagradas de Israel. Lejos de ser algo despreciable entre los judíos —como lo era entre los romanos—, el trabajo manual estaba considerado como un medio de ser bendecido por Dios. Todo judío, incluso si era un rabino o un hombre rico, debía aprender un oficio y saber trabajar con sus manos.
José escogió el oficio de carpintero. ¿Era el de sus padres? ¿Lo eligió porque le gustaba o por una serie de circunstancias fortuitas en apariencia...? Ningún documento nos permite responder a estas preguntas. Aunque tendremos ocasión a menudo de hablar del oficio de José, bástenos, de momento, con subrayar que se trata de un oficio modesto, sin duda uno de los más humildes del pueblo, y que lejos de avergonzarse de él, José tendría como timbre de honor su título de carpintero.
Puede decirse, resumiendo, que la estirpe real de Israel, cuyos orígenes con David habían tenido por cuadro una majada, había vuelto, con José, a su simplicidad primitiva, con la diferencia de que la majada se había convertido en una carpintería.
Así pues, José, en Nazaret, sin bienes ni herencia, vivía del trabajo de sus manos, sin lamentarse por ello. Más feliz en su pobreza que Augusto en el primer trono del mundo, estaba contento con su suerte, ya que Dios quería que fuese pobre. El espectáculo de Roma, dueña de Jerusalén, el recuerdo de las diferentes revoluciones que habían conmovido a su patria, no habían alterado en absoluto la paz de su corazón.
Por otra parte, cuando iba a la sinagoga, todo lo que escuchaba le recordaba el lujo y el esplendor que había rodeado a sus antepasados. Al regresar a su humilde morada, no se sentía nostálgico, envidioso o amargado. No se avergonzaba de su delantal de cuero ni se quejaba de la Providencia que le había despojado de todo. Y cuando iba a Jerusalén para celebrar las fiestas legales, donde encontraba a cada paso vestigios de aquella gloria pasada, tampoco experimentaba ningún sentimiento de amargura. Sin prevalerse jamás ante los hombres de su título de descendiente de David, sin pensar en absoluto en darse importancia, le bastaba con ser lo que Dios había querido que fuese, aplicándose a su oficio con tanta dedicación y cuidado como si tuviese que regir un reino.
Sin embargo, su pobreza no restaba nada a su nobleza, antes al contrario le revestía de ese brillo discreto a que hizo referencia Jesús en su Sermón de la Montaña, y que le hacía príncipe privilegiado de la primera bienaventuranza. Hijo de David por la carne, lo era mucho más todavía por el corazón y el espíritu. Representaba exactamente ese “justo” que su antepasado había cantado por adelantado acompañándose del salterio.
¿Tenía parientes en Nazaret? También en este punto, carentes de documentos, es difícil responder. Ya hemos dicho que, según San Mateo, su padre se llamaba Jacob y según San Lucas Helí, anomalía que puede explicarse, como también hemos dicho, a causa de un. probable segundo matrimonio de su madre; según la ley del levirato, uno sería su padre natural y el otro el legal. Sin embargo, según un historiador que vivió en Palestina a comienzos del siglo II, Hegesipo, el cual pudo recoger su información allí mismo, José tenía un hermano llamado Cleofás; este tío de Jesús había esposado una María que el Evangelio designa como "hermana" de la Virgen, la cual era probablemente la madre de los cuatro varones a quienes el Evangelio llama "hermanos" del Señor (Santiago, José, Simón y judas) y de tres hijas de nombre desconocido. Como es sabido, la expresión "hermanos y hermanas" de Jesús no tiene por qué asombrarnos, pues, en realidad, eran sólo sus primos hermanos. El término "hermano" tiene en la Biblia un significado mucho más amplio que en nuestro idioma', por la sencilla razón de que el arameo y el hebreo no tienen palabras para designar a los primos y los sobrinos, utilizando la expresión "hermanos" para hablar de próximos parientes.
En medio, pues, de su familia de Nazaret, José se entregaba a su humilde tarea, preocupado ante todo de agradar a Dios observando la Ley. Vestía como los obreros de su corporación, y llevaba en la oreja, según la costumbre, una viruta de madera. Es de suponer, sin embargo, que su rostro reflejaría su dignidad y, más todavía, su santidad. Bajo sus hábitos artesanos, había unas maneras que llamaban la atención, pues no se solían encontrar entre gentes de su oficio. Tenía en su actitud y en su compostura un no sé qué de digno y sosegado que imponía respeto; en su rostro un aire de dulzura y de bondad, y en sus ojos un mirar limpio y profundo.
Todos, en la comarca, sabían que pertenecía a la casa de David, pero como era sencillo y humilde y jamás hacía valer sus títulos, y por otra parte la modestia de su oficio desdecía de su nobleza de origen, había quien se resistía a creerlo... ¡Ya era tiempo de que Dios viniese en persona a la tierra para revelar a los hombres en lo que consiste la verdadera grandeza!
extracto de "Los Silencios de José"
escrito por Padre Michel Gasnier, O,F
(fuentes: www.encuentra.com; www.corazones.org)
No hay comentarios:
Publicar un comentario